Atilio A. Boron
Alemania y Japón tienen el dudoso honor de ser dos países en los que jamás triunfó una revolución. No por casualidad fueron también los que, precisamente a causa de ello, dieron nacimiento a regímenes tan oprobiosos como el nazismo y el militarismo fascista japonés. Por contraposición la historia francesa está signada por recurrentes revoluciones y levantamientos populares. Aparte de la Gran Revolución de 1789 hubo estallidos revolucionarios en 1830, otro mucho más vigoroso en 1848 y la gloriosa Comuna de París de 1871, el primer gobierno de la clase obrera en la historia universal. Luego de su sangriento aplastamiento pareció que la rebeldía del pueblo francés se había apagado para siempre. Pero no fue así. Reapareció en la heroica resistencia a la ocupación alemana durante la Segunda Guerra Mundial y luego, con una fuerza arrolladora, en el Mayo francés de 1968.
¿Es esto lo único que hace de Francia un país tan peculiar? No. Más importante que este incesante fermento insurreccional que históricamente distingue a las capas populares francesas es que sus luchas resuenan como ninguna otra en la escena mundial. Ya lo había advertido Karl Marx en 1848 cuando, observando la revolución en Francia, dijera que “el canto del gallo galo despertará una vez más a Europa”. Y la despertó, aunque esos sueños fueron aplastados a sangre y fuego. Miremos la historia: la Revolución Francesa retumbó en Europa y América, con fuerza atronadora; la Comuna se convirtió en una fuente de inspiración para el movimiento obrero mundial, sus enseñanzas reverberando inclusive en algunos rincones apartados de Asia. El Mayo francés se reproduciría, con las lógicas características nacionales, por todo el mundo. En otras palabras: Francia tiene esa única capacidad de convertir lo suyo en un acontecimiento histórico-universal, como gustaba decir a Hegel. Y esa es, precisamente, la inimitable peculiaridad de lo francés.
La rebelión de los “chalecos amarillos” que comenzó hace pocas semanas cuando dos camioneros y la dueña de un pequeño comercio -desconocidas entre sí y habitando en distintos lugares del interior de Francia- lanzaron a través de las redes sociales una convocatoria a protestar en las rotondas de entrada de sus pequeñas ciudades por el aumento del precio del combustible. A los pocos días una de ellas tenía casi un millón de seguidores en su cuenta de Facebook. Luego vino la convocatoria del 17 de Noviembre en París y, a partir de allí, la protesta adquiriría una dimensión fenomenal que puso al gobierno de Macron entre la espada y la pared. Lo que no habían podido hacer en tres meses los sindicatos del ferrocarril lo lograron los “chalecos amarillos” en pocas semanas. Y la cosa sigue, y el “contagio” del virus rebelde que llega desde Francia ya se vislumbra más allá de sus fronteras. Se ha insinuado en Bélgica, Holanda y ahora en Polonia, con ocasión de la Cumbre del Clima en Katowice. En Egipto el régimen de Al Sisi prohibió la venta de chalecos amarillos en todo el país como una medida precautoria para evitar que el ejemplo francés cunda en su país.
La revuelta, de final abierto, no es sólo por el precio del combustible. Es una protesta difusa pero generalizada y de composición social muy heterogénea contra la Francia de los ricos y que en cuya abigarrada agenda de reivindicaciones se perciben los contornos de un programa no sólo pos sino claramente anti-neoliberal. Pero hay también otros contenidos que remiten a una cosmovisión más tradicional de una Francia blanca, cristiana y nacionalista. Ese heteróclito conjunto de reivindicaciones, inorgánicamente expresadas, alberga demandas múltiples y contradictorias aspiraciones producto de una súbita e inesperada eclosión de activismo espontaneísta, carente de dirección política. Esto es un grave problema porque toda esa enorme energía social liberada en las calles de Francia podría tanto dar lugar a conquistas revolucionarias como naufragar en un remate reaccionario. Sin embargo, más allá de la incertidumbre sobre el curso futuro de la movilización popular y la inevitable complejidad ideológica presente en todos los grandes movimientos espontáneos de masas no caben dudas de que su sola existencia ha socavado la continuidad de la hegemonía neoliberal en Francia y la estabilidad del gobierno de Emmanuel Macron.
Y en un mundo de superpoblado de esperpentos como los Trumps y los Bolsonaros, los Macris y los Macrones todo esto es una buena noticia porque el “canto del gallo galo” bien podría despertar la rebeldía dormida –o premeditadamente anestesiada- de los pueblos dentro y fuera de Europa y convertirse en la chispa que incendie la reseca llanura en que las políticas neoliberales han convertido a nuestras sociedades, víctimas de un silencioso pero mortífero holocausto social de inéditas proporciones. No es la primera vez que los franceses desempeñan esa función de vanguardia en la escena universal y su ardorosa lucha podría convertirse, sobre todo en los suburbios del imperio, en el disparador de una oleada de levantamientos populares –como ocurriera principalmente con la Revolución Francesa y el Mayo de 1968- en contra de un sistema, el capitalismo, y una política, el neoliberalismo, cuyos nefastos resultados son harto conocidos. No sabemos si tal cosa habrá de ocurrir, si el temido “contagio” finalmente se producirá, pero los indicios del generalizado repudio a gobiernos que sólo enriquecen a los ricos y expolian a los pobres son inocultables en todo el mundo. No habrá que esperar mucho tiempo pues pronto la historia dictará su inapelable veredicto.
Más allá de sus efectos globales la brisa que viene de Francia es oportuna y estimulante en momentos en que tantos intelectuales y publicistas de Latinoamérica, Europa y Estados Unidos se regodean hablando del “fin del ciclo progresista” en Nuestra América, que supuestamente sería seguido por el comienzo de otro de signo “neoliberal” o conservador que sólo lo pronostican quienes quieren convencer a los pueblos que no hay alternativas de recambio y que es esto, el capitalismo, o el caos, ocultando con malicia que el capitalismo es el caos en su máxima expresión. Por eso los acontecimientos en Francia ofrecen un baño de sobriedad a tanta mentira que pretende pasar por riguroso análisis económico o sociopolítico y nos demuestran que muchas veces la historia puede tomar un giro inesperado, y que lo que aparecía como un orden económico y político inmutable e inexpugnable se puede venir abajo en menos de lo que canta un gallo … francés.
La Isla Desconocida navega en pos de sí misma, la utopía en pos de la utopía, buscándose y hallándose siempre a medias, en mares cercanos a los dominios reales.
viernes, 14 de diciembre de 2018
lunes, 3 de diciembre de 2018
El Gigante dormido se levanta. ¡Arriba México!
Enrique Ubieta Gómez
Recuerdo haber visto, hace unos años, en ese vasto universo que llaman Internet, una frase lapidaria, muy mexicana, por su cáustico sentido del humor: “Se busca con urgencia –decía–, sangre tipo Zapata”. Así expresaban su desesperación los colegas de aquel país. Hace apenas unos días, de regreso de la 8va Conferencia de CLACSO celebrada en Buenos Aires, una amiga mexicana con ese tipo de sangre se quejaba en las redes de que México no hubiese tenido una presencia mayor en las mesas de debate: “podríamos haber estado en varias, por ejemplo: ‘derecho a la información’ con nuestros más de 110 periodistas asesinados pero también con nuestras muchas radios comunitarias; ‘contra el patriarcado’, con nuestras muertas y asesinadas todos los días; ‘la lucha por la paz y la justicia’ con nuestros cerca de 40,000 desaparecidos y 200,000 muertos sin verdad ni justicia; ‘poder ciudadano y justicia’ con nuestros múltiples empeños organizativos en lucha en todos los ámbitos de la vida social…” La inconformidad era justa, y los datos irrefutables. ¿Acaso los organizadores no convocaron a los especialistas y a los activistas mexicanos? Saltémonos el hecho comprensible de que argentinos y brasileños hayan querido centrar las miradas en el eje dictatorial que el imperialismo impuso en el Sur, en elecciones fraudulentas (dinero, consorcios de medios, sicariato judicial y paramilitar): Macri – Bolsonaro – Piñera. Quiero referirme a ese pedazo de la América del Norte que pertenece al Sur, y que hoy abre, con la toma de posesión del presidente Andrés Manuel López Obrador, un capítulo de esperanzas.
En América Latina han existido tres grandes revoluciones sociales: la haitiana (1793 - 1804), la mexicana (1910), y la cubana (1959). Por lo que significó la segunda, por sus extensiones simbólicas, por la inyección revitalizadora que el mandato de Lázaro Cárdenas (1934 – 1940) le proporcionó, por la fusión de arte de vanguardia y vanguardia política en creadores de la magnitud de David Alfaro Siqueiros, Diego Rivera, Frida Kalho, José Clemente Orozco, José Revueltas, Efraín Huerta, Xavier Guerrero, Tina Modotti, y también de León Trotsky y Julio Antonio Mella, entre otros; por las sucesivas oleadas de emigrados revolucionarios que asimiló, desde la España republicana, la Guatemala de Arbenz, la Cuba en lucha contra la dictadura de Batista –fue el escenario en el que se entrenaron los jóvenes Fidel Castro y Ernesto Guevara y desde donde partió el yate Granma para la liberación de Cuba--, el Chile de Allende y en general, de aquellos que escapaban de las dictaduras de los setenta y ochenta en Centroamérica y en el Cono Sur, etc., México es una tierra mítica. Por un breve instante, incluso, ya en tiempos de desesperanza, acaparó todas las atenciones con una subguerrilla en Chiapas, y un subcomandante.
Quizás por eso, y por aquello de estar tan cerca de los Estados Unidos y tan lejos de Dios –y por ser México, “nuestra Grecia”, un país tan apetecible: hermoso y rico en recursos--, el imperialismo y sus lacayos nacionales se empeñaron con furia y constancia en desarticular su historia y corromper su institucionalidad, en desnacionalizarlo. ¿Cómo olvidar a los estudiantes masacrados en la Plaza de Tlatelolco aquel año esencial de 1968? Medio siglo después, ¿cómo olvidar a los desaparecidos de Ayotzinapa?, ¿a los cientos de miles de muertos y desaparecidos? Yanquilandia parecía imponerse en el imaginario mexicano, millones de pobres cruzaban la frontera para buscar trabajo, y los güeros (rubios), se sobrevaloraban. Mientras el Sur rechazaba el ALCA, y construía nuevos espacios de unidad e independencia, México firmaba el TLCAN con las metrópolis del Norte, hoy rebautizado en nuevos e igualmente desiguales términos. El equívoco los alejaba no solo de Dios, también de América Latina.
Pero México es duro de roer. Ahí están los Mc Donalds, pero en la esquina, a dos pasos, la taquería, porque los hombres y mujeres de pueblo, no los fresas que hablan con la lengua enredada, prefieren la tortilla, la de maíz, aunque el neoliberalismo haya logrado lo que parecía imposible, que la planta sea importada. La cultura popular mexicana es insobornable y tiene mil cabezas. La aristocracia apostó al Dios dinero, y lo vendió todo, incluso el honor. Pero la soberanía se refugió en el pueblo. Cuando ya nada parecía funcionar, y la gente se sintió desprotegida, se organizaron aquí y allá brigadas de autodefensa. Porque México sabe, aunque los manuales de escuela digan lo contrario, que su ubicación geográfica no es la que proclaman los corruptos y los corruptores, y los expertos de la National Geographic; que esta gran nación no se encuentra en el Norte, sino en el Sur. Lo dice alguien que ha sido maltratado en la frontera como un sureño sospechoso, y aceptado como un hermano en las calles de la ciudad, que el día que impartió su primera conferencia en la UNAM, muchachos desconocidos escribieron en una pared, a la entrada del recinto docente: “Cuba, te amo”. Sí, el país que se desmembraba se irguió para aferrarse a la esperanza.
He visto y escuchado por TeleSur al Presidente López Obrador en su “toma de protesta”. Su victoria fue arrolladora en las elecciones pasadas e impidió que se repitiera el fraude. No se propone, al parecer, más que un cambio: extirpar la corrupción que los imperialistas y los vendepatrias promovieron a su favor. Pero la corrupción hizo metástasis en el sistema, ¿cómo lograrlo sin quebrar las bases del poder, sin afectar a todos los poderosos? Mientras hablaba, vi algún rostro sombrío. Fue indulgente con los que ostentan el Poder –no se olvide que López Obrador solo tiene el Gobierno--, pero tanto el orador como sus oyentes saben que su empeño los afectará. “Por el bien de todos –dijo--, primero los pobres”, y se desmarcó del rumbo neoliberal de los últimos tres sexenios. Canceló las reformas educativa y energética. ¿Encajará su discurso en el pacto tripartito del Norte? Extirpar la corrupción es el más profundo y radical ataque al sistema. La izquierda mexicana debe apoyarlo, no sé si todos lo han entendido, pero el imperialismo sí lo entendió, clarito, clarito. Por eso, con plena conciencia, el presidente declaró que se iniciaba la Cuarta Transformación (las tres primeras fueron la Independencia, la Reforma y la Revolución). Los latinoamericanos vibramos junto a nuestros hermanos de México. Allí estaban Maduro, Díaz Canel (“la hermana Cuba”, dijo López Obrador) y “el amigo” Evo; allí estaban, representados en ellos, los pueblos del Sur.
El Gigante dormido se levanta. México subyuga a sus visitantes, y duelen sus desvaríos de enfermo. No hay país que quiera más, después del mío. Quizás sea el sentido del humor y la música que compartimos (boleros, danzones, mambos, pero también rancheras) la empatía que surge, natural, entre cubanos y mexicanos (sellada con una Revolución que se planeó en su suelo), o la calidez de su incondicional hospitalidad. Este fin de semana, en la sala de mi casa, en esta capital de la resistencia, grité frente al televisor: ¡Arriba México!
Recuerdo haber visto, hace unos años, en ese vasto universo que llaman Internet, una frase lapidaria, muy mexicana, por su cáustico sentido del humor: “Se busca con urgencia –decía–, sangre tipo Zapata”. Así expresaban su desesperación los colegas de aquel país. Hace apenas unos días, de regreso de la 8va Conferencia de CLACSO celebrada en Buenos Aires, una amiga mexicana con ese tipo de sangre se quejaba en las redes de que México no hubiese tenido una presencia mayor en las mesas de debate: “podríamos haber estado en varias, por ejemplo: ‘derecho a la información’ con nuestros más de 110 periodistas asesinados pero también con nuestras muchas radios comunitarias; ‘contra el patriarcado’, con nuestras muertas y asesinadas todos los días; ‘la lucha por la paz y la justicia’ con nuestros cerca de 40,000 desaparecidos y 200,000 muertos sin verdad ni justicia; ‘poder ciudadano y justicia’ con nuestros múltiples empeños organizativos en lucha en todos los ámbitos de la vida social…” La inconformidad era justa, y los datos irrefutables. ¿Acaso los organizadores no convocaron a los especialistas y a los activistas mexicanos? Saltémonos el hecho comprensible de que argentinos y brasileños hayan querido centrar las miradas en el eje dictatorial que el imperialismo impuso en el Sur, en elecciones fraudulentas (dinero, consorcios de medios, sicariato judicial y paramilitar): Macri – Bolsonaro – Piñera. Quiero referirme a ese pedazo de la América del Norte que pertenece al Sur, y que hoy abre, con la toma de posesión del presidente Andrés Manuel López Obrador, un capítulo de esperanzas.
En América Latina han existido tres grandes revoluciones sociales: la haitiana (1793 - 1804), la mexicana (1910), y la cubana (1959). Por lo que significó la segunda, por sus extensiones simbólicas, por la inyección revitalizadora que el mandato de Lázaro Cárdenas (1934 – 1940) le proporcionó, por la fusión de arte de vanguardia y vanguardia política en creadores de la magnitud de David Alfaro Siqueiros, Diego Rivera, Frida Kalho, José Clemente Orozco, José Revueltas, Efraín Huerta, Xavier Guerrero, Tina Modotti, y también de León Trotsky y Julio Antonio Mella, entre otros; por las sucesivas oleadas de emigrados revolucionarios que asimiló, desde la España republicana, la Guatemala de Arbenz, la Cuba en lucha contra la dictadura de Batista –fue el escenario en el que se entrenaron los jóvenes Fidel Castro y Ernesto Guevara y desde donde partió el yate Granma para la liberación de Cuba--, el Chile de Allende y en general, de aquellos que escapaban de las dictaduras de los setenta y ochenta en Centroamérica y en el Cono Sur, etc., México es una tierra mítica. Por un breve instante, incluso, ya en tiempos de desesperanza, acaparó todas las atenciones con una subguerrilla en Chiapas, y un subcomandante.
Quizás por eso, y por aquello de estar tan cerca de los Estados Unidos y tan lejos de Dios –y por ser México, “nuestra Grecia”, un país tan apetecible: hermoso y rico en recursos--, el imperialismo y sus lacayos nacionales se empeñaron con furia y constancia en desarticular su historia y corromper su institucionalidad, en desnacionalizarlo. ¿Cómo olvidar a los estudiantes masacrados en la Plaza de Tlatelolco aquel año esencial de 1968? Medio siglo después, ¿cómo olvidar a los desaparecidos de Ayotzinapa?, ¿a los cientos de miles de muertos y desaparecidos? Yanquilandia parecía imponerse en el imaginario mexicano, millones de pobres cruzaban la frontera para buscar trabajo, y los güeros (rubios), se sobrevaloraban. Mientras el Sur rechazaba el ALCA, y construía nuevos espacios de unidad e independencia, México firmaba el TLCAN con las metrópolis del Norte, hoy rebautizado en nuevos e igualmente desiguales términos. El equívoco los alejaba no solo de Dios, también de América Latina.
Pero México es duro de roer. Ahí están los Mc Donalds, pero en la esquina, a dos pasos, la taquería, porque los hombres y mujeres de pueblo, no los fresas que hablan con la lengua enredada, prefieren la tortilla, la de maíz, aunque el neoliberalismo haya logrado lo que parecía imposible, que la planta sea importada. La cultura popular mexicana es insobornable y tiene mil cabezas. La aristocracia apostó al Dios dinero, y lo vendió todo, incluso el honor. Pero la soberanía se refugió en el pueblo. Cuando ya nada parecía funcionar, y la gente se sintió desprotegida, se organizaron aquí y allá brigadas de autodefensa. Porque México sabe, aunque los manuales de escuela digan lo contrario, que su ubicación geográfica no es la que proclaman los corruptos y los corruptores, y los expertos de la National Geographic; que esta gran nación no se encuentra en el Norte, sino en el Sur. Lo dice alguien que ha sido maltratado en la frontera como un sureño sospechoso, y aceptado como un hermano en las calles de la ciudad, que el día que impartió su primera conferencia en la UNAM, muchachos desconocidos escribieron en una pared, a la entrada del recinto docente: “Cuba, te amo”. Sí, el país que se desmembraba se irguió para aferrarse a la esperanza.
He visto y escuchado por TeleSur al Presidente López Obrador en su “toma de protesta”. Su victoria fue arrolladora en las elecciones pasadas e impidió que se repitiera el fraude. No se propone, al parecer, más que un cambio: extirpar la corrupción que los imperialistas y los vendepatrias promovieron a su favor. Pero la corrupción hizo metástasis en el sistema, ¿cómo lograrlo sin quebrar las bases del poder, sin afectar a todos los poderosos? Mientras hablaba, vi algún rostro sombrío. Fue indulgente con los que ostentan el Poder –no se olvide que López Obrador solo tiene el Gobierno--, pero tanto el orador como sus oyentes saben que su empeño los afectará. “Por el bien de todos –dijo--, primero los pobres”, y se desmarcó del rumbo neoliberal de los últimos tres sexenios. Canceló las reformas educativa y energética. ¿Encajará su discurso en el pacto tripartito del Norte? Extirpar la corrupción es el más profundo y radical ataque al sistema. La izquierda mexicana debe apoyarlo, no sé si todos lo han entendido, pero el imperialismo sí lo entendió, clarito, clarito. Por eso, con plena conciencia, el presidente declaró que se iniciaba la Cuarta Transformación (las tres primeras fueron la Independencia, la Reforma y la Revolución). Los latinoamericanos vibramos junto a nuestros hermanos de México. Allí estaban Maduro, Díaz Canel (“la hermana Cuba”, dijo López Obrador) y “el amigo” Evo; allí estaban, representados en ellos, los pueblos del Sur.
El Gigante dormido se levanta. México subyuga a sus visitantes, y duelen sus desvaríos de enfermo. No hay país que quiera más, después del mío. Quizás sea el sentido del humor y la música que compartimos (boleros, danzones, mambos, pero también rancheras) la empatía que surge, natural, entre cubanos y mexicanos (sellada con una Revolución que se planeó en su suelo), o la calidez de su incondicional hospitalidad. Este fin de semana, en la sala de mi casa, en esta capital de la resistencia, grité frente al televisor: ¡Arriba México!