“¿Qué es el arte sino el modo más corto de llegar al triunfo de la verdad, y ponerla a la vez, de manera que perdure y centellee en las mentes, y en los corazones?”
José Martí.
H. Romo Sigler
Todo producto artístico, cuya factura descanse en un conjunto de elementos de índole material o espiritual organizados lógica y coherentemente, debe ante todo poseer la cualidad de tocar el alma.
Es difícil siquiera pensar que un habitante de cualquier geografía permanecerá impávido contemplando el complejo piramidal de Chefren , Cheops y Micerino; los frescos de Michelangelo, concebidos para el engalanamiento de la capilla Sixtina; la imagen enigmática de la Gioconda de Leonardo da Vinci, como reliquia suprema del Louvre; las reliquias preincaicas de Nazca; las elevaciones de Teotihuacán o la destreza sin par de los aztecas, diseñando las chinampas para desarrollar la agricultura en el lago de Xochimilco.
El arte como expresión cimera de los mejores valores humanos estampados sobre el lienzo, registrados en el fonógrafo, esculpidos sobre mármol o recogidos en el celuloide excluye las posiciones asépticas.
Se simpatizará o no con determinada propuesta pero jamás, si se trata de una proposición elevada a la máxima categoría, se asumirán actitudes gélidas.
Reitero, ante el pórtico del Coliseo, deleitándose en el Taj-Mahal o en el Arco de Triunfo; presenciando La Vida es Bella de Benigni o apreciando en la cúspide del Turquino la efigie de Martí, colocada por iniciativa de Celia y su padre, no puede uno menos que estremecerse.
Claro que también el arte puede, en las antípodas de la belleza, sacudir mediante la denuncia. Y es precisamente esa forma de lo sublime, contada por genuinos creadores, develándonos la cara oculta –aterradora por demás- de los que se nutren del odio y la venganza; el mazazo cognitivo que necesitamos muchas veces para que la verdad emerja y actúe como movimiento telúrico que ponga a pelear a la sociedad.
Sensación similar experimenté en los últimos días ante el filme Que se ponga de pie el verdadero terrorista, del prestigioso realizador norteamericano Saúl Landau.
Dicho documental descorre el velo con el que durante décadas se han cubierto los terroristas de origen cubano radicados en EE. UU.
Quizás ese sea uno de sus grandes aciertos: arrancar el antifaz empleado por quienes bajo el eufemismo de “luchadores por la libertad” son en realidad vulgares criminales, cuyo historial repugna por lo alevoso de sus fechorías.
No en balde una voz decente del ámbito floridano, que los malhechores no han podido acallar, como la del periodista Max Lesnik sentenció que “no hay ninguna diferencia entre los mafiosos de la Little Italy, de los años 30 y los de la Pequeña Havana”.
Landau no necesita formulaciones vacías ni guiones panfletarios, para exhibir la esencia delincuencial de los capos ataviados con ropajes de “políticos”, gracias a la actitud cómplice de las autoridades estadounidenses.
Es a través de esa manera descarnada de narrar los hechos que el avezado intelectual nos muestra, no solo la imagen física de los comisores de horrendos asesinatos (jamás dejará de horadarnos las fibras más íntimas la conversación aterradora entre el avión de Cubana y la Torre de Control antes de que la aeronave se precipitara a las costas de Barbados), sino el entorno favorable para los más inverosímiles atracos, que encontraron originalmente los sicarios batistianos que huían de los Rebeldes triunfantes, y aquellos que se les sumaron en la medida que comprendieron que en las agresiones a la Cuba socialista radicaba el gran negocio de sus vidas.
El legado de esa relación peculiar entre gánsters de la peor calaña y contexto propiciador – insuficientemente estudiada a partir de la reticencia de los norteamericanos a desclasificar toda la documentación de la época – no es otro que una lista interminable de atrocidades.
Desde el asesinato de 2049 cubanos y la secuela de incapacidad dejada a otros 3499 compatriotas hasta los cientos de planes contra la vida del Comandante en Jefe Fidel Castro. Pasando por los daños gigantescos a nuestra economía, desde la introducción de la Fiebre Porcina Africana hasta el Trips Palmi de los años 90.
Estimulados en este acápite por las estratagemas de bloqueo genocida ejecutadas por el gobierno yanqui cuyos costos para la isla caribeña, utilizando bases de cálculo todavía conservadoras, superan los 975 mil millones de dólares.
El material de Landau, que no comete el error de incorporar elementos didácticos estériles, ni mucho menos argumentaciones pueriles, posee la singularidad de condensar en apenas 82 minutos la raíz de tanto atropello contra una diminuta nación.
Y como su obra no recurre a valoraciones melifluas, Landau inequívocamente coloca el dedo sobre la llaga, presentando las ramificaciones de esos nexos macabros entre una parte del establishment con los violadores de la Ley, más allá de las fronteras de la Mayor de la Antillas.
Planteado de otra manera, Saúl confirma cómo los asesinos rebasaron su destino inicial para expandirse lo mismo a Europa o el Caribe, que a las propias avenidas de Washington y Nueva York.
Allí están para corroborarlo los asesinatos de Adriana Corcho y Efrén Monteagudo en Lisboa; el de Carlos Muñiz Varela en San Juan; los del ex canciller del presidente Allende, Orlando Letelier y su secretaria estadounidense Ronni Moffi, o el del diplomático cubano Félix García en la barriada de Queens. Para no hablar del bazukaso de Omega 7 a la sede de Naciones Unidas o de la bomba que organizaciones fantoches colocaron en el cuartel del Buró Federal de Investigaciones (FBI), en Miami.
Esta enjundiosa indagación se convierte en el mejor alegato de defensa a nuestros Cinco Héroes, prisioneros injustamente en cárceles del Imperio, pues hasta un marciano de visita ocasional en la Tierra comprendería, entrando en contacto con esta película, la necesidad de los cubanos de contar con hombres de la talla de Gerardo, René, Fernando, Ramón y Antonio, a riesgo de sus vidas, dentro de aquel cubil para obtener informaciones salvadoras de millones de vidas. Muchas de ellas por cierto de ciudadanos defensores de la bandera de las barras y las estrellas.
En la obra de Landau, que ha visitado Cuba desde 1957, cada cual representa sin subterfugios ante las cámaras lo que en realidad es. Por eso no hay que rotular debajo de las poses virulentas de Orlando Bosh y Luis Posada Carriles ningún subtítulo, porque el público capta desde el primer parlamento de ellos, no solo analizando el contenido sino especialmente mediante el odio visceral que trasuntan sus palabras, que se trata de connotados terroristas.
No importa que impúdicamente blasonen de su entrega a la causa imaginaria que los ha hecho delirar por medio siglo, ni que invoquen- mas bien mancillen su memoria- el nombre del general Antonio Maceo. Y en este aspecto no pueden emprenderla contra el realizador, porque no existe plano fotográfico alguno con posibilidad de redimir a personas de tan baja catadura. Ni por supuesto a un Tony Veciana dándoselas de arrepentido, como promotor de diálogos y entendimientos, o un Armando Pérez Roura que desde sus micrófonos radiales, sufragados por los contribuyentes, continua invitando a acabar con la ¨plaga comunista¨ valiéndose de todas las armas. Menos aún a una politiquera-tristemente para los hijos de aquella nación ocupa un escaño sumamente importante en las oficinas del Capitolio- del estalaje de Ileana Roos-Letinen, que con todo cinismo propala en televisión la licitud de asesinar a un Jefe de Estado.
Como confío en los seres humanos se me antoja creer que si la jueza Joan Lenard observara el formidable material de Landau, con su dossier introductorio incluido, dispondría de inmediato poner en libertad a los 5. No espero menos, si bien la historia nos demuestra elocuentemente las incongruencias de los inquilinos de la Casa Blanca, en el caso de Obama. Aunque, claro está, Barack Hussein no es Abraham Lincoln.
Por último una deferencia especial para Danny Glover, recientemente galardonado con el Premio Internacional de Cine Tomás Gutiérrez Alea, otorgado por la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), que a sus 75 años permanece de pie enrolado en la defensa de causas justas.
Danny, actor convincente dotado de gran organicidad en sus representaciones, y que ha sido laureado decenas de veces dentro y fuera de su país, me hizo recordar a los cineastas del Norte que no permitieron que los amordazara el macartismo de los 50.
Él, junto a Susan Sarandon, Sean Penk y tantos otros nos demuestran (y alientan a la vez) que, pese a todo, Hollywood tiene que ser algún día algo más que arma letal para enajenar conciencias.
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