E. U. G.
En el 2001, pocos meses después del atentado a las Torres Gemelas de Nueva York y al Pentágono y en plena histeria belicista, ofrecí una conferencia en el local de la Alianza Martiana de Miami, que preside Max Lesnick. Durante casi tres horas sostuve un intenso debate sobre la realidad cubana. Uno de los asistentes inició una discusión conmigo sobre el papel y la trascendencia histórica de Fidel, que se alargaba y por momentos subía de tono, hasta que, sin más argumentos, abandonó el lugar. El debate continuó por otros derroteros y el tiempo pasó. Hubo un brindis al final, como suele ocurrir en esos casos. Y ya cuando me marchaba, apareció mi contendiente: "yo soy talabartero", me dijo, "y como usted ha defendido con pasión a Fidel y a él le dicen El Caballo, quiero regalarle este que hice con mis manos, como expresión de respeto a ese gran hombre". Termina el 2011, año en el que nuestro Comandante en jefe cumplió sus primeros 85 años. Ese caballo, forrado en piel, en la sala de mi casa, me recuerda que los cubanos, no importa de qué lado de la historia estén, somos hijos y nietos de la Revolución más trascendente de la segunda mitad del siglo XX. Una Revolución que cambió nuestros destinos y nos hizo mejores seres humanos.
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