Enrique Ubieta Gómez
Obama no estrenó su guayabera en la Cumbre. Hubiese sido una manera de contemporanizar con los pueblos latinoamericanos, y un guiño de complicidad verdaderamente inoportuno hacia Cuba; no podía permitirse ni lo uno ni lo otro, cuando enfrentaba una inusitada revuelta de sus antiguas y de sus aún vigentes neocolonias. Su gesto, de cara a las elecciones, pudo haberse interpretado como debilidad. Creo, además, que su origen menos encumbrado le permite percibir con claridad la inminencia del ridículo. La Clinton, sin embargo, con su acostumbrada simpleza imperial, se fue de parranda al Café Havana de Cartagena. Su más caro sueño de bailar hasta la madrugada en los bares de una Habana reconquistada, la de los marines borrachos y prepotentes de jerga en las calles y los gobernantes sumisos, se aleja. Y las fotos la muestran en un auténtico acto de exorcismo político: “despelotada”, dirían los muchachos, poseída por alguna deidad de origen afro, al son de la música cubana. Unas horas antes se había mostrado rígida, aparentemente sorda, ante los reclamos continentales que invocaban “esa” música.
De cualquier manera, el discurso de la derecha –y Obama representa a la derecha, no se puede presidir un imperio desde la izquierda–, que enarbolan republicanos y demócratas, y muchos otros partidos tradicionales con nombres diversos en América Latina, está en quiebra. El ejemplo del ALBA, de sus logros sociales, es de tal fuerza, y el descalabro de las políticas neoliberales y el ímpetu creciente del movimiento de indignados es de tal magnitud, que la derecha ha tenido que reinventarse. Santos, Calderón y Piñera han votado a favor de la presencia de Cuba en las Cumbres. Las discusiones –irrespetuosas, de cierto modo subversivas del orden imperial– no fueron televisadas, pero todos saben que el “liberal” Obama se quedó solo. Apuesto a que hubiese compartido el reclamo asumido incluso por los socios más íntimos –no con el espíritu de hermandad de los Gobiernos del ALBA, ni de quienes comprenden que el desarrollo nacional pasa por la unidad regional, pero esto es secundario–, si fuese un hombre libre. Hizo lo que pudo: habló de justicia social, con total impudicia. Y asistió a la entrega “oficial” de tierras –ocupadas y cultivadas por siglos, sin permisos oficiales–, a comunidades afrodescendientes. Como precaución muy razonable, para que la atención no decayera, se invitó a Shakira, que es el arma secreta de las convocatorias políticas de la derecha colombiana. Santos, desde luego, lo compensó: Colombia y los Estados Unidos firmaron el tan llevado y traído Tratado de Libre Comercio.
Obama no es ni blanco ni negro, ni azul ni rojo, ni liberal ni conservador, sino todo lo contrario, diría Cantinflas, y es lo máximo que puede concebir el imperio para retocar su imagen, ante el descalabro del discurso y de las prácticas de derecha. El descolorido Obama no es más que un boceto, un ademán siempre inconcluso. Y no convence a nadie, ni a la derecha –incluyo en el concepto a la contrarrevolución cubana–, ni a los auténticos liberales del sistema; mucho menos a los pueblos latinoamericanos. La reivindicación de Cuba no significa, necesariamente, la aceptación de su modelo alternativo de desarrollo, pero sí la declaración de una segunda independencia en un contexto en el que resurge el imaginario anticapitalista.
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Excelente escrito Ubieta, lo más increíble que no se conoció a fondo que se discutió en la cumbre. Silencio fue la dosis para los medios de prensa. Nadie puede dudar que la América es otra, a la que le esperan tiempos hermosos, de unidad, cooperación y desarrollo. Doscientos años después somos más independientes.
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