“Se
lanza un ángel de la altura,
caída
libre que da frío.
La
orden de su jefatura
es
descender hasta Dos Ríos.
Es
diecinueve y también mayo:
Monte
de Espuma y Madre Sierra,
cuando
otro ángel, a caballo,
cae
con los pobres de la Tierra.”
Silvio Rodríguez
Cita
con ángeles
Carlos Rodríguez Almaguer
Es
sabido que la Historia humana se escribe con sangre. Del alma o de las venas. Aquel
aciago mediodía del 19 de mayo de 1895, el “balazo final que venía silbando
desde la carta a Collazo”[1]
había llegado a su destino: el cuerpo donde había encarnado el verbo, la
palabra de Cuba. Muerto el hombre, aún nos quedó su verbo: la palabra luminosa,
y eso fue suficiente para alumbrar los destinos de un pueblo que, en la
búsqueda incesante de “toda la justicia” para sí y para los demás, habría de
crecer en los próximos cien años como no creció nunca en los cuatro siglos
anteriores.
Cayó
aquel que fue Apóstol de su propia verdad, de cara al sol, cuando recién comenzaba
a desplegar sus alas el “águila de luz” que traía en la coraza que le vestía el
pecho; y cuando apenas empezaba a desbrozarse el camino que, una vez expulsada
España de Cuba, abriría las puertas para erigir, en el crucero del mundo, la
República Moral que concibió tomando para ella lo mejor de todos los modelos a
su alcance, pero conservando la originalidad salvadora y la ventaja que le daba
la experiencia adquirida en otras repúblicas, pequeñas y grandes, donde, en
unas, la mano de la colonia se les había venido encima “disfrazada con el
guante de la república”, y en otras, el amor excesivo a una riqueza material egoísta
e injusta había trocado el cetro de la libertad en cepo liberticida.
Llamó
así a su república porque sabía que en la sociedad humana no puede perdurar una
revolución social, ni económica, ni política, si no tiene como sostén más
sólido y definitivo la revolución moral que forja a sus defensores y sus beneficiarios en la fuerza que da la “fe
en el mejoramiento humano, en la vida futura y en la utilidad de la virtud”.
“Seamos honrados, cueste lo que cueste, después seremos ricos”, había dicho en
sus discursos fundadores aquel hombre lúcido y previsor que reconocía, por un
lado, que “en pueblos como en hombres la vida se cimenta sobre la satisfacción
de las necesidades materiales”, y al propio tiempo alerta por el otro, apelando
una vez más a su teoría del equilibrio,
que “importa poco llenar de trigo los graneros si se desfigura, enturbia
y desgrana el carácter nacional. Los pueblos no viven a la larga por el trigo
sino por el carácter”. Así invita a los hombres y mujeres de buena voluntad a
sumarse a su causa que no sería jamás la del odio, que “no construye”, sino la
del amor, que “engendra melodías”.
Para
dar una categoría más elevada a la condición humana, aquel a quien Gabriela
Mistral definiera como “el hombre más puro de la raza” le creó, entre otras,
una palabra más a la ya poderosa lengua de Cervantes: “homagno”, es decir,
“hombre magno”, que sería superior por su capacidad de mejorarse en el servicio
de la justicia y del bien a los demás. Y de este hombre superior él fue, a la
vez, el escultor y el modelo.
La
clave de su éxito ha estado en que su paradigma no se aleja del común de los
mortales hacia las imposibles regiones de los héroes mitológicos, sino que se
queda a habitar entre ellos, pero en una dimensión distinta cuya puerta de
entrada es la cotidiana capacidad de sacrificio en bien de los demás, lo cual
convierte a la criatura biológica que somos en un ser esencialmente humano. “El
genio no puede salvarse en la tierra si no asciende a la suprema dicha de la
humildad”. Esta es su tesis al respecto, en apariencias contradictoria para el
sentido común, que es el menos común de los sentidos, pero en esencia
visionaria y definitiva. Por eso coincido con el maestro Cintio Vitier cuando,
refiriéndose a Bolívar y a Martí, habló de “…estos hombres que no tenemos que
mitologizar ni humanizar, porque su humanidad fue su mitología y son ellos los
que en todo caso pueden humanizarnos…”[2]
De
mirar en las esencias humanas se ha vuelto intemporal. Si su cuerpo físico
existió apenas 42 años en la segunda mitad del siglo XIX, su pensamiento ha
quedado suspendido sobre la raza de los hombres como guía e inspiración, pues
la naturaleza humana no ha cambiado. De ahí que no sería justo hablar de sus
ideas en pasado, sino, sobre todo, en futuro, aunque de su muerte biológica,
amargamente prematura, podamos transcribir hoy estas mismas dolorosas palabras
vertidas por él con motivo de la muerte de otro grande: el venezolano Cecilio
Acosta, y se verá cuán legítimamente se le ajustan: “Ha muerto un justo (…).
Llorarlo fuera poco. Estudiar sus virtudes e imitarlas es el único homenaje
grato a las grandes naturalezas y digno de ellas. Trabajó en hacer hombres; se
le dará gozo con serlo. ¡Qué desconsuelo ver morir, en lo más recio de la
faena, a tan gran trabajador! (…) Pudo pasearse, como quien pasea con lo
propio, con túnica de apóstol. Los que le vieron en vida le veneran; los que
asistieron a su muerte, se estremecen. Su patria, como su hija, debe estar sin
consuelo; grande ha sido la amargura de los extraños; grande ha de ser la suya.
¡Y cuando él alzó el vuelo, tenía limpias las alas!”[3]
No hay comentarios:
Publicar un comentario