La marea roja en el cierre de la campaña de Chávez para las elecciones de 2012
Como prometí, aquí les cuelgo otro fragmento de mi libro Venezuela rebelde (2006) Enrique Ubieta Gómez
Caracas es una larga autopista que se extiende, zigzagueante, entre los cerros. Al subir la cuesta muere, pero entre la vida y la muerte hay cientos de miles de casitas que desafían todos los poderes, incluso el de la gravedad. Los cerros, enfundados de ladrillos rojos, definitivamente amarrados por el interminable hilo de la ciudad, son laberintos donde se refugia el hambre y la desesperanza. Abajo, los autos se mueven con lentitud y osadía, entre edificios de concreto, por autopistas sin aceras. Todo está cerca y todo está lejos. Desde la ventana del cuarto en el hotel Anauco Hilton, puede casi tocarse el cerro, ver sus villas miserables, el hormigueo de sus habitantes. En Caracas, no hay que mirar con el rabillo del ojo, como pedía Jean Paul Sartre en La Habana de 1959, sino de frente; pero hay que saber ver. El visitante despistado puede creer que vive la pesadilla cotidiana de otras capitales latinoamericanas, que aquí no pasa nada: allá los pobres, acá los ricos, aunque los primeros son muchos y los Mc Donalds, los Kentucky, las casitas del barrio alto, están demasiado cerca de los ranchos. En esta ciudad flaca y alta como una modelo, viven 3 254 758 habitantes. De ellos, 2 136 851 son los llamados excluidos. Los que no contaban en las estadísticas del reparto. Cuando el nuevo gobierno preguntó qué necesitaban, no dijeron médicos. Respondieron: alimentos para no enfermarnos, transporte para poder llevar a nuestros enfermos a los hospitales distantes. Ambos requerimientos mostraban la carencia crónica de servicios de salud.
Pero si el visitante se fija bien, hallará algunas señas extrañas. Los canales privados, que en cualquier rincón del planeta donde los ricos gobiernan defienden con discreción a su gobierno, aquí lo atacan y lo injurian con saña, las 24 horas del día. ¿Por qué tanto odio? Vale la sospecha. Durante mi primera visita a la ciudad en el año 2004, pude ver en la televisión un spot “didáctico”. Claro que no se filmó con fines docentes; pero los maestros de las escuelas podrían usarlo, digo yo. Un apartamento de clase media, un matrimonio joven, elegante, bien parecido. Ella se recuesta en el sofá frente al televisor. Suena el timbre de la puerta. Él dice: debe ser la pizza que ordenamos, yo voy mi amor. Abre. Del otro lado un trabajador de overol, bajito, regordete, sin afeitar. La pizza en la mano. Vaya, la representación clásica del obrero. El hombre entrega el encargo, empuja al señor y aprovecha su desconcierto para entrar en el hogar –para violar la paz del hogar–, y se sienta, qué horror, junto a la bella, a la frágil dama. Le arrebata el mando del televisor, y comienza a cambiar de canales según su antojo: no, esto no deben verlo, esto tampoco, esto sí. Entonces aparece la leyenda: esta es la ley mordaza que quiere aprobar el gobierno, dice, ahora el gobierno dirá lo que usted debe y no debe ver.
¿El obrero es el gobierno? Claro que no se llama así esa ley, y que su propósito no es limitar la libre información. ¿Alguien afirmó en las academias que ya no existe lucha de clases? Un amigo me contó otra anécdota: durante la campaña del plebiscito revocatorio, en un semáforo, un niño de la calle vendía banderines de adhesión, en una mano los que defendían el No (es decir, el sí a Chávez), en la otra, los que decían Sí. Cuando un carro lujoso se acercaba, el instinto lo hacía enarbolar y ofrecer el sí. Cuando aparecía un auto viejo y destartalado, mostraba el banderín del no. Recordé un filme chileno reciente, Machuca, en el que aparece una imagen similar: los niños pobres en el Chile de la Unidad Popular vendían banderas enemigas a los ricos. Sabían identificar instintivamente qué bandera compraría la persona que se acercaba. Nadie les había explicado qué era la lucha de clases.
El domingo 22 de enero de 2006 la oposición contrarrevolucionaria marchó por las calles de Caracas para reivindicar como fecha propia el aniversario de la victoria sobre la dictadura de Pérez Jiménez, una batalla que ni libró ni ganó la burguesía, sino el pueblo venezolano. Como siempre, partió de los elegantes municipios del Este, hasta el límite que impone el difuso centro de la ciudad.
Para tener una idea exacta de la manifestación, caminé a contracorriente: no era tan nutrida como una marcha chavista, pero había gente. ¿Qué gente? La gente, dicen los diarios opositores cuando se refieren a la oposición, como si ese engañoso término fuera la expresión de la verdadera Venezuela. Pues la gente era en su mayoría blanca, bien vestida; alguna iba de fino sport, con sus botellitas de agua mineral, sudorosa y colorada por el inusual sol en la piel; algunos, perfumados, recorrían el trayecto en bicicletas montañesas. También encontré a mujeres mestizas de uniforme con sus hijos, ¿fieles criadas?
En un enternecedor reportaje que el suplemento Dominical, de El Universal, titulaba “Al servicio de las estrellas”, se recogían testimonios de mujeres “marginales” rescatadas del submundo de la pobreza como sirvientes de gente rica y famosa: en las casas lujosas que a diario limpiaban y cuidaban como propias, habían recibido el cariño de los dueños, y se sentían parte de la familia. Un ejemplo de la convivencia civilizada que debe existir entre pobres y ricos. Quizás algunas de ellas desfilaban ese día en la marcha antichavista junto a sus patrones.
Ciertos ideólogos del neoliberalismo que jamás se indignaron –al menos de forma pública--, ante el racismo latente en las estructuras de clase de América Latina, ahora sienten terror frente al despertar de las masas populares:
"Pero, de un tiempo a esta parte, y gracias a personajes como el venezolano Hugo Chávez, el boliviano Evo Morales y la familia Humala en el Perú –escribe Mario Vargas Llosa--, el racismo cobra de pronto protagonismo y respetabilidad y, fomentado y bendecido por un sector irresponsable de la izquierda, se convierte en un valor, en un factor que sirve para determinar la bondad y la maldad de las personas, es decir, su corrección o incorrección política."
Es cierto –como interesadamente reconoce Vargas Llosa–, que en muchas naciones latinoamericanas el grado de blancura en la piel lo aporta el dinero y la posición social, pero también es cierto que ese desmarcaje étnico o racial, es un acto que encuentra su justificación en la histórica división de poderes que impuso el colonialismo.
Un breve paseo por los pasillos y las áreas de esparcimiento de la moderna y privada Universidad Católica Andrés Bello, situada en un espacio de cerro sin talar, limpio de contaminación y de contaminadores, es suficiente para comprobar que la inmensa mayoría de sus alumnos son jóvenes blancos, aunque también se encuentren mulatos, y a pesar de que no vi ninguno, probablemente negros e indígenas. La exclusividad de su composición racial no se debe únicamente a los precios de su matrícula, que son altos, también concurre lo que pudiera llamarse, falseando los términos, “la selección natural”, es decir, la tradición familiar, el acceso a los mejores liceos privados, y la mirada prejuiciada de los seleccionadores, entre otros factores.
La “confusión” de Vargas Llosa es paradigmática: se trata en realidad de que en Venezuela (y en Bolivia) se ha producido una insurrección de los pobres, que en su mayoría –y simbólicamente–, son mestizos, negros, indios. En su rápida evolución ideológica Malcolm X llegó a la convicción de que todos los explotados de América, Asia y África podíamos ser catalogados como “negros”, con independencia del color de la piel. Pero que en Bolivia (o en Perú) gobierne un indígena –que se interese por la suerte de los indígenas, es decir, de la inmensa mayoría de su población electoral–, debía ser algo tan natural como que en Sudáfrica gobierne un negro. En ese país sudamericano existía una singular política de apartheid étnico. Por eso resulta sorprendente, cínico diría yo sin ambages, el texto de Tomás Eloy Martínez que publica originalmente The New York Times y que reproduce El Nacional de Caracas:
"Jennifer [una muchacha sudafricana blanca que ama a Moses, un joven negro], sabía que los padres de Moses eran defensores férreos de la llamada “teoría de la melanina”, cuyo ideólogo principal, un tal Wade Nobles, sostiene que solo la raza negra es completamente humana, y que la piel blanca es un desvío animal de la naturaleza. Nobles sostiene, que como los primeros hombres fueron africanos, con la piel muy pigmentada, su evolución fue muy rápida. Cita como pruebas la poderosa cultura nubia y las primeras dinastías egipcias."
Al autor no le preocupaba por supuesto el curso histórico o actual de los acontecimientos en Sudáfrica, sino la posible victoria electoral de Humala en Perú. No se trata de negar que el racismo histórico de los explotadores haya generado un racismo defensivo de los explotados, igualmente ilusorio y dañino. Se trata de poner las cosas en su justo lugar. También en Venezuela, a pesar de su alto mestizaje, y de los frecuentes “asaltos al cielo político” de personajes de origen humilde, la estructura de clases se blanquea en la cima. Para comprobarlo, basta con que usted cruce la avenida que separa el cerro bonito ocupado por la Universidad Católica de Caracas, y suba las escaleras o los pasillos del cerro de enfrente, donde viven los más pobres en sus ranchos.
Pero el editorial de El Nacional, aparecido el 24 de enero resumía las demandas de la marcha antichavista así:
"La gente marchó […] contra un estilo de gobierno antidemocrático, anti venezolano, que gasta y regala afuera, en misiones proselitistas, inmensos recursos públicos, mientras los venezolanos se quedan incomunicados en un país cada día más deteriorado. Todos los meses traen más extranjeros (iraníes, cubanos, etcétera) a ocupar los cargos de los profesionales y técnicos nacionales, sin atender aquí el creciente desempleo."
El concepto opositor de gente es muy definido. Cuando todavía los opositores no sabían que la estrategia que se gestaba en pequeños conciliábulos era la no participación en los comicios parlamentarios, un autor conminaba a la gente:
"El 4 de diciembre del 2005 el venezolano: no debe ir para Margarita a relajarse, no se debería ir para Miami a comprar, no debería ir al gimnasio a ejercitarse, no debe de quedarse en casa viendo Globovisión o HBO, sino que debe trabajar por su país. Si el gobierno gana todo lo que desea el 4 de diciembre, qué será del destino de los venezolanos."
Es evidente que los venezolanos a quienes hablaba el comentarista no viven en los cerros de Caracas. Los venezolanos, la gente que cuenta, son lo opuesto a los Juan Bimba, los pata-en-el-suelo, los tierrúos, los marginales, los monos, apelativos que según el lingüista venezolano Alberto Rodríguez Carucci6 han sido sucesivamente usados por adecos y copeyanos para designar a los pobres.
Cuando Zapata, el caricaturista de El Nacional, trata de ridiculizar al presidente Chávez presentándolo como un simio, juega con una doble analogía: la de los gorilas de las dictaduras militares del cono sur (por su origen militar, en tanto es un insulto que puede además confundir), y la de los monos, apelativo despectivo que en Venezuela alude al sector más humilde. Los llamados marginales saben que quienes así los nombran son sus enemigos, aunque por supuesto –digamos la perogrullada–, hay pobres antichavistas y ricos revolucionarios.
En los cerros de Caracas existe también una clase media de origen humilde –y por eso más reaccionaria todavía, temerosa siempre de perder lo logrado--, que se mantiene expectante ante los beneficios que pueda obtener de uno u otro bando. Pero durante mi recorrido en retroceso por la marcha antichavista aquel 22 de enero, vi a dos indigentes impertinentes adueñarse de pequeños tramos de calle; uno, sentado en el contén de la acera, vociferaba a todo pulmón: ¡abajo el imperialismo!; el otro apareció de repente en el gentío con su grito de guerra: ¡Leopoldo López es una rata! Era para reírse, pero los ánimos no lo permitían. Nadie replicó sin embargo, quizás porque todos se consideraron muy por encima de aquellos infelices. Entonces recordé y entendí a aquel otro articulista que escribía impotente: “A mí lo que me enferma es que los borrachitos que se paran a beber frente al apartamento en que vivo, después que lo trasnochan a uno con sus discusiones, hienden el filo de la madrugada, al retirarse, con su grito de guerra: ¡Chávez no se vaaaaaaaa!” O la sabrosa anécdota del propio Chávez recién llegado de La Habana en 1994, donde había sido recibido por Fidel:
"Acuérdate que a nuestro pueblo lo habían estado bombardeando con Fidel y Chávez, el abrazo y no sé cuántas cosas más. Me bajo del carro y viene un borracho por el centro de la calle con una botella en la mano, zigzagueando, pero borracho, borracho de pea, como decimos aquí, me topo con él, así cerca, yo iba a dar la vuelta a la calle, a pasar, pero venía derecho con su botella, bueno, no venía nada derecho, entonces me dice, “tú te pareces a Chávez”, el tipo era un hombre joven, y le digo, “yo soy Chávez, que tal” y le doy la mano, balbucea dos o tres frases y sigue, yo sigo también, pero en sentido contrario, de repente siento que me hablan a mi espalda, “Chávez”, yo me volteo, nunca olvidaré la expresión de su rostro, “¡Chávez, viva Fidel!”"
No hay comentarios:
Publicar un comentario