Enrique Ubieta Gómez
Se rompe el mito. ¿Pero somos capaces de verlo? Quiero escribir estas líneas antes del juego de mañana, que dará o no la clasificación a Cuba para las semifinales de San Francisco. Nada de lo que diré variará si no alcanzamos la meta. Este es sin dudas un campeonato con los mejores peloteros del mundo, y en esa definición incluyo a los cubanos. Tan buenos son los nuestros, los que producen las escuelas deportivas de la Revolución, que algunos que jamás integraron la selección nacional participan en el evento con equipos de menor tradición, y otros ven los toros desde las gradas de las llamadas Grandes Ligas. Nos desesperamos a veces ante el descontrol de algún lanzador o ante el silencio ofensivo ocasional de los bateadores del patio, pero ¿vemos el descontrol de otros lanzadores previamente calificados como estrellas o los sucesivos ceros propinados a selecciones de "ensueño", según la prensa y los números? Aún con los mejores promedios y una descomunal cifra de cuadrangulares, insistimos en que la calidad del pitcheo o del bateo cubanos no pueden medirse de esa manera. Cierto, los números no definen, y a veces engañan, pero ¿adoptamos la misma posición con respecto a los números de los restantes conjuntos? Al presentar a un pelotero de cualquier nacionalidad, los comentaristas cubanos implícitamente miden su calidad según estos hayan militado o no en equipos de Grandes Ligas, y sucede que algunos sin esa procedencia brillan más en el terreno. Siempre existe una explicación a mano para un grandeliga opaco: "no está en su mejor forma". Dice el comentarista que para Dominicana o Puerto Rico es importante no enfrentar en la primera vuelta de la segunda ronda a los Estados Unidos..., ¿no será al revés? ¿que los Estados Unidos no pueden discernir cuál sería de estos dos, el mejor o el peor rival?
Creo que estos eventos no son buenos para las Grandes Ligas. Se rompe el mito. Algunos no parecen dispuestos a aceptarlo y dicen que los grupos A y B, en los que participa Cuba, son de menor calidad, pero en ellos estuvieron los campeones y los subcampeones de los dos primeros Clásicos: Japón, Cuba y Corea del Sur. La mayoría o la totalidad (en el caso de Cuba) de sus integrantes se formaron y juegan en sus ligas nacionales. En cambio, el grupo D estaba diseñado para que el equipo anfitrión clasificara sin obstáculos. Y los obstáculos sobraron. México, a la postre eliminado, venció a los norteamericanos. Italia superó a Canadá y a México. Pero si nos gana Holanda –con peloteros caribeños–, doctos analistas decretan el fin del béisbol cubano. Mi sobrina quiere que el conjunto de los Estados Unidos siga en juego,
dice que si son excesivamente humillados acabarán por cancelarlos. Ningún equipo de aquel país ha escalado al primer o al segundo escaños de un Clásico. No desdeño la calidad de sus peloteros. Son excelentes. Pero son humanos, como todos. En estos Clásicos hemos visto a seres humanos jugar buena pelota. No hay equipos pequeños, y cualquier conjunto gana o pierde un juego. Con suerte y garra, pasas. Nunca había sonado tan ridículo el rótulo de Serie Mundial adjudicado a la final de las Grandes Ligas. La única serie mundial es esta. Y los norteños se las ven dura. Aquí la calidad es pareja, y define la cohesión, el coraje, la motivación. No son buenos los Clásicos para la mafia beisbolera; traen menos dinero, y algunos mitos largamente construidos se deterioran. Los mitos reproducen los valores del sistema, y las cuentas bancarias. Bienvenidos entonces los Clásicos desmitificadores. ¡Qué vivan los Clásicos!
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