Obra de Kcho
El inefable escritor chileno Jorge Edwards, acaba de publicar un artículo en el que expresa su fascinación por Miami y su odio hacia las revoluciones latinoamericanas, en especial las de Cuba y Venezuela. Creo que siente un justificado temor –desde su perspectiva reaccionaria– ante el ascenso y la radicalización del movimiento estudiantil de su país. Es increíble que un intelectual pueda escribir estas palabras: "En Miami es posible vivir con una calidad de vida superior. Asistir a conciertos memorables, jugar al golf en islas idílicas, leer a Wittgenstein en las mejores traducciones inglesas, o leer a Dan Brown en una terraza, junto a un gin con agua tónica. No todos pueden hacerlo, desde luego, pero no es demasiado difícil llegar a esos niveles. Si uno consigue una buena educación, cosa bastante difundida, bien apoyada y financiada, y trabaja con disciplina, actividad favorecida por el ambiente, el gin tonic, el Dan Brown y hasta la cancha de golf están a la vista".
Reproduzco a continuación un reportaje sobre cubanos repatriados, que publiqué en La Calle del Medio hace ya un año. Estos cubanos son algunos de los miles de balseros que llegaban en sentido inverso –antes de que se aprobase la reforma de la ley migratoria cubana–, de las costas del American Dream a las de la Utopia revolucionaria.
Emigrar es un verbo duro
Confesiones de tres cubanos que regresaron
Enrique Ubieta Gómez
Emigrar es un verbo duro. Pero los habitantes de las islas
sueñan con rebasar el muro de agua que los circunda. No es igual la imaginaria
y con frecuencia caprichosa línea que divide a las naciones de un continente y
establece un más allá previsible, que el horizonte como frontera, desconocido y
tentador. Un horizonte que se insinúa en películas, seriales y novelas de
televisión cuidadosamente construidos sobre vidas de clase media y alta, o
sobre pobres que rompen los límites de su clase gracias al buen comportamiento,
la suerte o el esfuerzo individual. Un horizonte de Primer Mundo que se
promociona como un enorme Casino, en el que un golpe de suerte puede situar al jugador
en el nivel más alto. «El sueño americano» –sustentado sobre un imaginario de
vida que prioriza el tener, no el ser: si usted es rico, no importa cómo lo
consiguió o cuánto aporta a la sociedad– no es una opción para el
latinoamericano común, perseguido y expulsado del territorio estadounidense, adonde
suele llegar de forma clandestina para escapar de la miseria y cubrir el
déficit de mano de obra barata. ¿Y para los cubanos? Las facilidades de
radicación que reciben a su llegada y su mayor nivel de instrucción –lo
primero, un aporte de la guerra contra la Revolución; lo segundo, un aporte de la propia
Revolución–, han creado el mito del éxito inmediato. Algunos buscavidas
calculan mal: suponen que si en Cuba ganan mucho más que la media y no tienen que
trabajar en exceso, allá serían millonarios.
Un día escuché un comentario que me turbó: en Cuba viven
miles de ciudadanos que han regresado; que se fueron del país y por alguna
razón regresaron para quedarse. Los hay que se fueron de forma legal y regresaron
de igual forma. Otros compraron una embarcación y se lanzaron al mar, en
dirección opuesta a la que suele promocionarse. Las reglas migratorias son
estrictas, y el escarceo es difícil, porque el país no puede recibir –por
causas que involucran su seguridad nacional–, a quienes se arrepienten. El que
llega es investigado en coordinación con las autoridades policiales de sus
países de residencia. Cuba nunca será un refugio para transgresores de la ley. Por
eso quise conocer las motivaciones de esas personas, algunas sorprendentemente
ingenuas, como un albañil jubilado de 60 años, que sin hablar inglés ni contar
con apoyos familiares se acogió al llamado bombo
y se marchó a Las Vegas: nunca, por supuesto, encontró trabajo. O como ese
chef de cocina de un lujoso hotel de Varadero, que fue estafado por un turista
mexicano que le prometió una plaza en su inexistente hotel, y tuvo entonces que cruzar la frontera norteamericana para
sobrevivir, comprar una pequeña lancha y regresar a Cuba. Historias múltiples
–amores traicionados, deseos de aventura, reencuentros familiares–, razones
para partir muy alejadas de la política, aunque siempre supeditadas a ella. Quince
cubanos de Matanzas, Sancti Spíritus y La Habana, me contaron sus historias. Por razones de
espacio, presentaré tres de ellas.
I
Laura tiene hoy 24 años. Cuando el padrastro fue seleccionado en el sorteo
(el bombo) de la Sección
de Intereses de Estados Unidos, tenía apenas 18, era una maestra de primaria
recién graduada de la Allende
y estudiaba el primer año de la
Licenciatura en Comunicación Social. No quería emigrar, pero
tanto ella como su pequeño hermano fueron arrastrados por la mamá. Vivió en
Miami desde el 2004 hasta el 2006. Durante ese tiempo mantuvo la comunicación
con el novio que dejó en La
Habana, y cuando decidió y pudo regresar –su familia se quedó
allá–, se casó con él. Vive
actualmente en la casa de la suegra. Y recuperó su puesto de maestra en la
misma escuela que abandonó al partir.
«Primero trabajé en una cafetería como dependiente. La
cafetería tenía servicio de lunch,
para que las personas que salen del trabajo y no quieren o no tienen tiempo de
cocinar, compren la comida ya hecha. Yo hacía eso. Las otras muchachas se
encargaban de atender a los clientes, de servirles. Yo no hablo inglés, no
tenía tiempo de estudiar. Llegó un momento en que tuve dos trabajos a la vez. Pero
la mayoría de los clientes eran latinos, allí hay muchos cubanos.
»Ya después que salí de la cafetería –no duré mucho porque
no me gustaba–, empecé en una fábrica, y ahí me quedé fija hasta que regresé.
Una fábrica de juguetes y golosinas, de confituras. Trabajábamos de lunes a
viernes, desde las siete de la mañana hasta las tres y media de la tarde. Si
nos daban horas extras las aprovechábamos, porque las pagan doble. Aunque
estuviera reventada me quedaba. Igual, si el dueño anunciaba que el sábado podíamos
ir, llegábamos desde la mañana. Y una hacía un esfuerzo, aunque el miércoles ya
uno pensara que era viernes, porque el trabajo te acababa. Era muy duro.
»Yo era la más jovencita, allí cumplí 19 años. Como era la
más joven y era rápida –y eso era lo que hacía falta para aumentar la
producción–, la jefa del salón me fue pasando por todos los trabajos, hasta que
terminé en menos de nada en un puesto que normalmente hacían las personas que
más tiempo llevaban allí, que era el más duro, aunque no pagaban más. En otros
tiempos –me contaban las más viejas–, quienes hacían ese trabajo (sellando en
la máquina las bolsas de juguetes y poniéndoles la etiqueta), se iban con dos
cheques. Imagínate, tenía que sellar la mercancía que hacía todo el salón. Pero
eso después lo quitaron y yo ganaba igual que todas las demás: el salario
mínimo, que cuando yo estaba allá era de 6.15 la hora. No sé, ahora debe ser más.
»El segundo trabajo que tuve lo conseguí por la izquierda.
Tiene la ventaja de que no te cobran los impuestos, los casi 40 dólares a la
semana que se descuentan de tu salario. Estuve un tiempo hasta que el dueño
dijo que ya no nos necesitaba. Era en una papelera, sentada, a diferencia del
primero que me obligaba a estar las ocho horas de pie, con media hora nada más
de almuerzo. Trágate la comida y entra otra vez. Cargando cajas. El primero sí
me acababa. Este era como un Correo, yo tenía que meter en un sobre grande,
cartas y cosas de la gente, sellarlo e irlo poniendo, facilito. Terminaba a las
diez y media u once de la noche. En ese tiempo no tenía paz, porque yo salía a
las tres y media del primer trabajo, pasaba a recoger a mi mamá –yo le conseguí
también a ella ese segundo trabajo y nos íbamos juntas–, y cuando ella se
montaba en el carro ya me traía la comida, porque de un trabajo al otro era
lejos, y yo comía en ese intervalo. Entraba a las cinco, pero como era lejos,
llegaba justo rayando. Salíamos a las diez y media, once de la noche, regresaba
a bañarme y a dormir, para levantarme al otro día a las seis y media de la
mañana. Así era.
»Mira, al lado de mi mesa trabajaba una señora que tenía
cáncer. Ella vivía sola, y todos sus hijos estaban en Cuba. Tenía 65 años. Su
enfermedad estaba en una fase avanzada, pero vivía solita en una renta que le
costaba 300 dólares y pico, que no era un apartamento, era un eficiency: dentro de una casa grande, un
espacio que cerraban con salida independiente, un apartamento dentro de una
casa. No tienes privacidad, porque cuando no estás, no sabes si los dueños
entran. Ella pagaba eso.
»Al final murió. En mi trabajo no te podías sentar, las
cámaras estaban por todos lados y nada más que te sentabas, venían a regañarte
y podían llamarte a la dirección para hacerte pasar una pena o para botarte, y
allá no te puedes dar el lujo de que te boten de un trabajo porque tú vives de
él. Pero ella estaba en un estado terminal, y una amiguita y yo nos poníamos
frente a las cámaras para que se pudiera sentar. Se quejaba pobrecita del
dolor. Era cáncer en los huesos. Le dolía estar tanto tiempo de pie, y la
ayudábamos a adelantar, porque con el dolor no producía casi, y si no produces
te botan. Yo tenía que sellar, por ejemplo, seiscientas docenas en el día, que
son seiscientas cajas. Sellarlas, cargarlas, situarlas en un lugar para que los
hombres se las llevaran. Era lo único que hacían los hombres, todo lo demás lo
hacíamos las mujeres. Nosotras sabíamos que ya la jefa del área había hablado
con ella para que hiciera un esfuerzo porque el jefe ‘estaba puesto para ella’,
decía que no producía lo suficiente. Nosotras la ayudábamos porque si perdía
ese trabajo, con qué iba a pagar la renta…
»Si mi novio hubiese estado conmigo no creo que las cosas
hubieran sido diferentes. A mí lo que no me gustaba era el sistema de vida de
allá. Tú vives para trabajar, no tienes tiempo para nada…, hay lugares para ir
de paseo, pero estás muy cansada. El trabajo te saca el kilo. No tienes tiempo
para tomarte un respiro, para ir a la playa… Mi padrastro se fue prácticamente
joven de aquí, y ya casi está calvo de la tensión, que si la renta la subieron
y tengo que buscarme otro trabajo, porque el que tenía me daba exacto, y ahora
no da. A él allá le han dado dos parálisis, de la misma tensión, de que si me
botan porque están haciendo recorte de personal… Vivir eso no es fácil. El año
antepasado la renta subió tres veces: tres veces en un año. A los dueños no les
importa, ellos pasan y te dicen el día antes: la renta va a subir 75 dólares.
Lo que a ellos les dé la gana. No cuentan con que tú llevas una contabilidad,
que ya tienes ese dinero separado. A veces en el trabajo si el dueño es cubano –como
era el caso–, es más malo aún, no sé por qué. Esos cubanos que llevan mucho
tiempo allá a veces son peores que los americanos…
»Cuando vi que me quedaba sin trabajo, porque el dueño iba a
vender la fábrica donde estaba, me entró la locura por regresar. Cuando ellos
venden la fábrica o el trabajo que sea, el dueño que llega cambia todo el
personal, trae el suyo de confianza, todas nos íbamos a quedar en la calle.
»Para que veas si tuve suerte, llegando a Cuba me dio un
dolor muy fuerte, fui al policlínico, el doctor me hizo las pruebas y le dijo a
mi esposo, llévala directo a la
Covadonga, porque esto es una apendicitis. Ahora estoy
estudiando para alcanzar el doce grado integral, e imparto clases en la
enseñanza primaria, no sé lo que haga después.»
II
Yamil es chapista, tiene el doce grado vencido y
vive en el barrio habanero de Pogolotti. Vivió en Miami entre los años 2006 y
2008, adonde llegó por el bombo.
«Vivo con mi familia aquí, tratando de ver cómo creo lo mío.
Aquí somos cinco personas. Todavía no estoy casado. Hoy cumplo 37 años. Tengo
un tío en Canadá y otro en Estados Unidos.
»A mí me iban a mandar para Carolina del Norte, imagínate…,
ahí sí me hubiese ahorcado. Y un día antes de irme lo encontré, mediante
amistades de aquí del barrio. Él sabía que yo iba, pero no sabía cuándo. Nosotros
estábamos desvinculados. Me había dado un teléfono, pero él es una gente que
contesta cuando le da la gana; allá la gente hace así, tú miras el teléfono y
si no sabes de dónde es no contestas la llamada. Entonces él no sabía que yo llegaba
ese día. Pero la gente de aquí del barrio cuando me vio y les conté que me iban
a mandar para Carolina, me dijeron: no, espérate, vamos a buscarlo. Nos
montamos en un carro y empezamos a recorrer todo Miami, a preguntar, oye, ¿por
dónde se mueve fulano? Hasta que llegamos a un lugar donde una gente conocía a
mi tío, y con tremendo misterio lo llamó, porque allá matan a cualquiera parece
–esa fue la primera impresión que me llevé al llegar–, mira el lío este para
llamar, me miraban como un extraño, abrían una ventana y me miraban, y yo
decía, ¿en qué está esta gente? Entonces lo llamaron: oye, tu sobrino está
aquí; ah sí, mi sobrino, entonces me recibió. Y me fui a vivir a casa de mi
tío. Me recibieron bien, él, su mujer y mis dos primos. Tenía un buen
apartamento. Él me consiguió un trabajo como chapista en un taller.
»Pero ahí me sacaron el kilo. No quiero acordarme de eso. Yo
ganaba 150 dólares a la semana…, cuando me lo dijeron dije: coño, bastante
dinero, y aquello no me alcanzaba ni para comer casi, me salvaba por los
cheques que me daba el gobierno, que me los dio por ocho meses, 150 en una
tarjeta para comida y 180 en efectivo, para ir tirando. Si yo hubiese tenido
que vivir solo…, con 150 dólares a la semana nadie vive. Y trabajando diez y
doce horas al día. El local tenía un dueño, y cinco personas rentaban espacios
de ese local. Yo trabajaba para una de esas personas. A él le decían el Negro,
era nicaragüense. Estuve trabajando con él un mes y pico, pero había un cubano que
rentaba otro pedazo del local, y como su asistente se fue, empecé después con
él. Ahí ganaba 200, un poquito más, y él me enseñó, porque yo no conocía el
sistema de trabajo de allá. Allá no se usa soldadura, hay mil cosas que no son
iguales que aquí. Estuve allí como tres meses. Después nos fuimos juntos para
un taller de una gente que tenía varios locales de pintura. Y ahí sí estuve
hasta que regresé.
»¿Que por qué regresé? Porque la gente cree que todo lo que
brilla es oro; hay de todo, pero aunque no lo creas, se extraña…, la comunidad,
tú me entiendes, mil cosas. Y la situación estaba fea, para una persona que
tenga vista larga no había un futuro. Allá más nunca voy a tener una casa ni
voy a tener nada, no hay ni tranquilidad ni estabilidad, no hay nada. Allá se
tiene que vivir al día. Y si pierdes el trabajo mañana, no duermes. Yo no veo
la posibilidad, como está el mundo hoy, de vivir allí. La gente dice: pero aquí
está más malo; pero bueno, aquí es donde nací yo. Aquí yo sé cómo es todo. Allá
yo pierdo el trabajo y termino debajo de un puente, yo tenía miedo de ir al
médico porque la consulta más barata me costaba 80 dólares, y no tenía seguro
médico. Hay que pensar en mil cosas también. Para vivir, mi país. Aquello es
duro, yo trabajé diez, doce horas al día, me salía sangre de la yema de los
dedos, escupía sangre cuando iba al baño, porque el polvo de lijar carros es
tóxico y te dan unas careticas que son incómodas, te falta el aire, la gente no
las usa. No pude aprender inglés, cuando iba a la escuela me quedaba dormido.
La escuela era gratis, pero me quedaba dormido, llegaba cansado del trabajo.
»La gente aquí me recibió normal, todo el mundo me ve
normal. Una pila de gente me ha dicho mil cosas, que yo estoy loco, pero no
cojo lucha con eso…, les paso por al lado y me río. Allá no hay perspectivas,
¿qué casa? Si allí todo el mundo está perdiéndolo todo, los negocios están cerrando,
todo está en candela. Yo sigo aquí, aunque digan que estoy loco.»
III
Aleida es arquitecta, una mujer decidida, hermosa a sus 53 años.
Su esposo, médico, se quedó en un viaje de trabajo. Entonces la reclamó a ella
y a sus dos hijos. Vivió en Canadá entre 2000 y 2007. La niña tenía 13 años
cuando abandonó el país; el varón apenas 10. Pero el matrimonio no se sostuvo.
Vivieron años difíciles bajo el mismo techo, hasta que pudo independizarse.
Pero el varón se enfermó de los nervios. El país, sin dudas más benévolo que
Estados Unidos, y la alta calificación profesional de los padres, auguraban un
futuro mejor que no llegó.
«El varón se adaptó más rápido porque se fue muy joven, y
asimiló mejor la música, las costumbres, el idioma. Para mi hija no fue igual.
Para ella es muy importante tener amigos. Y allí eso se convirtió en algo muy
difícil. Nosotros vivíamos en Toronto, una ciudad grande. Ella siempre extrañó mucho
esas relaciones, esos amigos que tenía antes de partir. A tal extremo que se
inscribió en un programa de intercambios entre universidades y el último año
que cursó allá lo hizo en España, porque quería irse de Canadá. Cuando regresó,
ya el hermano estaba enfermo y nuestra situación era difícil, porque en
aquellas condiciones tuve que acogerme a un programa de ayuda del gobierno de ese
país, porque no podía trabajar. Y entonces ella empezó a hacerlo.
»El medio social en que estábamos viviendo, el estrés, las
circunstancias que nos rodeaban, no ayudaban a que mi hijo mejorara. Aquí en
Cuba la vida es más tranquila. La nuestra allá era muy agitada, teníamos que
vivir pagando cosas, al día. No podía dedicarle el tiempo suficiente a mi hijo.
Y él se convirtió en mi primera prioridad. Mi hija y yo conversamos, porque él
no estaba en ese momento en condiciones de decidir. Los médicos me habían dado un
buen pronóstico, me dijeron que podía estar perfectamente bien, que era sólo un
desorden por estrés. Entonces me dije: el lugar especial para encontrar ese
ambiente que él necesita es Cuba.
»Llegué a trabajar para una compañía de arquitectos, pero no
como arquitecto, sino como dibujante. Yo pasé un curso para aprender un
programa que permite hacer diseños en computadoras, eso lo pagó el gobierno
canadiense y después empecé a trabajar en eso. Me pagaban como dibujante, pero
yo aprovechaba las libertades que me daban para aprender, porque lo que uno
pueda aprender nunca está de más. Hacía de todo en aquella compañía, lo mismo
mandaba planos por e-mail, que recibía faxs
o ponía llamadas por teléfono. Me creó un gran estrés al principio, pero al
final me fui sintiendo más cómoda. Yo trabajé en muchas cosas. Al principio no sabía
una palabra de inglés, tuve que limpiar, trabajar en restaurantes, en las
cocinas fregando platos; es una historia larga, aprendí a sacar sangre, a hacer
cardiogramas… Esa, en breves palabras, fue mi historia.
»El ser humano tiene una gran capacidad de adaptación. Llega
un momento en que te vuelves parte de aquel medio, aunque extrañas a tus
amigos, extrañas las conversaciones prolongadas, porque todo se vuelve rápido y
corto, en realidad frío y distante, es la verdad. Y una de alguna manera se vuelve
fría y distante también. A mí me pasó. Aquí nos faltan muchas cosas como todos
saben, económicamente hablando, pero tenemos a los amigos, tenemos a los
vecinos, a las personas con las que podemos contar si nos sentimos mal, tenemos
a quien llamar por teléfono por una hora, y molestarlo en su tiempo, y contarle
lo que nos pasa, y nos da recetas y nos dice. Hay cosas que no tienen precio en
la vida. Esas son las diferencias culturales más grandes que yo veo. Aunque en
Canadá existen beneficios bastante parecidos a los nuestros en el sistema de
salud, y tienen planes de apoyo a los desempleados; no es un país tan
contrastante como Estados Unidos donde las diferencias son abismales.
»En la escuela de mi hijo había problemas de drogas, de
violencia. Básicamente eso fue en la última escuela donde estuvo. La primaria
fue muy buena, muy infantil, tranquila, pero después de la primaria hay una enseñanza
que llaman Junior High, y después High School; la primera es corta, dura
dos años creo, pero la otra es más dura. Porque ellos tienen una teoría
completamente diferente a la nuestra, mientras más el alumno quiere estudiar,
más tonto parece. Allá mientras más loco y desaplicado eres, más muchachas
tienes detrás; es como decir, eres el cool,
porque te destacas en el deporte por ejemplo. El que se destaca mucho en los
estudios es un perdedor. Eso es en High
School, lo que aquí sería el preuniversitario, pero de cuatro años. Allí se
vuelven muy hostiles, los que son tranquilos empiezan a cambiar. Hay dos
grupos, o uno se integra al grupo de los bandidos, o se queda en el de los
perdedores. Y a estos los martirizan, les hacen la vida imposible. Los maestros
no se meten en eso. Y también aparece la droga, los vendedores de drogas se
aprovechan de las circunstancias y llevan la droga a la escuela y la cuelan.
Ellos nunca consumen. Su primer requisito es que no consumen drogas. Pero ponen
a todos esos infelices a tomar aquello que les desgracia la vida, porque jamás
son gente. De la droga no se sale. Y hay violencia, porque una vez que la droga
se mete en la escuela, el que la consume es capaz de cualquier cosa. Puede
matar por un poco de droga. También depende del área donde vivas. Esa es la
edad más mala. Ya después que salen de allí y cogen la universidad o los
estudios tecnológicos, está más controlado. Si usted es un adicto puede desde
luego encontrarla. Yo nunca la vi, pero sé que estaba allí, en la esquina.
»Nos hemos reintegrado bastante bien. Mis hijos venían a
Cuba todos los años. Allá teníamos en la casa una bandera cubana
permanentemente, créalo o no, eso es algo que yo no cuento, porque puede
parecer absurdo. Aquí la bandera es algo que uno asocia con los organismos, con
la escuela, etc., pero ese hijo que yo traje de vuelta se llevó de aquí dos
banderas cubanas y todas las noches tenía la misión de doblarla. Él la colgaba
en la pared, desde mucho antes de enfermarse…, y por la noche la recogía y la
doblaba como se dobla oficialmente. Siempre tuvimos la bandera. Se añora mucho
la patria.
»Yo pude volver a trabajar en Cuba como arquitecto. Mi hija
siguió estudiando Psicología en la universidad, tuvo que traer un millón de
documentos, pero logró continuar con sus estudios, aunque perdió un año de la
carrera. Estudia en Santa Clara. Está muy contenta porque ahora de nuevo tiene
amigos y amigas. Tiene un novio. Mi hijo está completamente recuperado, tengo
que dar gracias a Dios porque es algo milagroso. Él está en la universidad
también. Estudia y trabaja. Terminó el primer año de la Licenciatura en
Estudios Socioculturales. Tiene días en los que se entristece. De alguna
manera, me dice, yo no soy parte. Me perdí todos los años que mis amigos
vivieron aquí. Y me perdí esos cuentos que ellos hacen, esas historias que yo
no puedo hacer, porque no estaba. Mis amigos tienen calle, una calle que yo no
conocí, saben enamorar a una muchacha, y nosotros somos más tímidos, no nos
abrimos a la gente. Yo le digo que todo es un problema de tiempo.»
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