Yuris Nórido
La verdad es que hemos perdido valores, que la gente es menos inocente y menos amable que hace algunos años, que hay más corrupción (o al menos es más evidente), que las diferencias entre unos y otros es cada vez mayor, que se está instaurando entre no pocos la lógica de que vales por lo que tienes… La verdad es que muchos jóvenes no tienen la menor noción de la cortesía, de las buenas maneras, la verdad es que la grosería está a la orden del día en algunos espacios públicos, que las “malas palabras” abandonaron sus ámbitos más o menos subrepticios, que no todo el mundo dice gracias, qué tal, con permiso, hasta luego, pase un buen día, disculpe, buenos días, buenas tardes, buenas noches… Todo eso es verdad… pero señores, yo me resisto a creer que todo está perdido. Y no lo digo solo por mí, que sigo siendo el mismo individuo educado de toda la vida, sino por los millones de cubanos que van por esta vida ayudando al que lo necesita, haciendo su trabajo bien, tratando a todo el mundo con respeto y consideración. No hay que subestimar las “invasiones bárbaras” de las que somos testigos todos los días, pero tampoco la buena energía de muchísima otra gente, independientemente de sus posiciones sociales y los retos de la cotidianidad. Les voy a hacer un cuento. Soy un pagador moroso de la electricidad, casi siempre se me pasa la fecha límite. Como llego tarde a la casa, pocas veces coincido con el cobrador, así que lanzan el recibo por debajo de la puerta, lo veo o no lo veo, y lo pago cuando me acuerdo o cuando me cortan la electricidad por castigo. La historia es que este mes, además del recibo, el cobrador dejó una tarjeta que por un lado tenía una imagen de Papá Noel y por el otro una felicitación que decía más o menos así: “Próspero año nuevo y cosas buenas les desea Fulano de Tal, su cobrador de la electricidad”. Desarmado ante tanta amabilidad, pagué en tiempo.
El otro día llovió un mundo, yo estaba de mal humor porque el aguacero me sorprendió en medio de la calle sin paraguas y con unos zapatos muy permeables. Llegué corriendo al cine, lamentando mi suerte. Si yo viviera en otro país —me decía— probablemente hubiera llegado a este cine en un carro; y cuando saliera, me iría a un restaurante; y después, me iría en carro a mi casa; y si no tuviera carro —cosa casi segura, teniendo en cuenta mi compromiso ecológico—, tomaría un metro o un tranvía o un autobús que pasaría a su hora… Ya estaba a punto de maldecir la maldita circunstancia del agua por todas partes, los bloqueos externo e interno, la disfuncionalidad de buena parte de nuestros servicios, el relajo, la poca seriedad, el choteo, esta singularidad que a veces pesa tanto. Empezó la película, una cinta mexicana excelente: Heli. Tengo que decirles que me sobresaltó. Es un testimonio muy crudo de la inseguridad, de la falta de garantías, de la impunidad del crimen en muchas zonas de ese país. El protagonista, sin comerla ni beberla, se enreda en una historia tremebunda: matan a su padre, lo torturan, secuestran a su hermana, sufre las incompetencias y las corruptelas de ciertas autoridades… Lo que más me golpeó de todo ese entramado fue la violación absoluta de los más elementales derechos de un ser humano. La historia de la película puede ser un extremo, ya sé que en México millones de personas viven normalmente sus existencias. Pero otros millones están amenazados por el avance de la violencia. Viven con la espada de Damocles sobre sus cabezas. En Cuba, digan lo que digan —y dicen mucho—, nadie se acuesta con el temor de morir por la noche asesinado en su propia casa. Esa es una de nuestras mayores conquistas, ojalá no la perdamos nunca: la tranquilidad ciudadana. Salí del cine muy ligerito. El empuja-empuja y la gritería para coger el P-11 me pareció cosa de niños.
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