Enrique Ubieta Gómez
En La Habana nací y me formé. Pero hay dos ciudades que contribuyeron de manera decisiva a mi formación. En Kíev, entonces capital de la desaparecida Ucrania soviética, viví mis años universitarios y tuve a mi primer hijo. No pretendo hablar hoy de ella. A Kíev regresé, apenas por una semana, en 1985, y nunca más he vuelto, aunque deseos me sobran. En estos días arde, con la complacencia de Occidente y el dinero de los magnates que han invertido su capital en otros países de Europa. A Camagüey, en cambio, que es una de las más hermosas ciudades de mi Cuba, regreso una y otra vez. Precisamente en esa urbe, que hoy cumple sus primeros cinco siglos, inicié mi vida laboral. Fui ubicado como profesor de filosofía en el Instituto Superior Pedagógico José Martí –nombre del prócer hacia el que todos los caminos de las ciencias sociales, la literatura o la política conducen–, y durante los dos años de mi servicio social viví en sus albergues estudiantiles, donde los profesores contaban con la mínima exclusividad de un piso.
Agradezco esa ubicación, porque la ciudad agramontina –bello gentilicio que sus habitantes adoptan del apellido de uno de los iniciadores de la gesta independentista, precisamente el más romántico y cautivador–, siempre ha sido un centro cultural, y todo lo que La Habana dispersa y diluye en las trabajosas distancias y la multiplicidad de ofertas, aquella ciudad nos la entregaba de forma concentrada, dosificada. Todo lo que Camagüey ofrecía, que era mucho, estaba al alcance de la mano: fui, poco a poco, descubriendo a las mismas personas en las funciones de su exquisito Ballet, en los conciertos de la Orquesta Sinfónica, en las tertulias literarias, en los debates y estrenos cinematográficos, en las exposiciones de artes plásticas, en los estrenos del Teatro Dramático. De inmediato, me integré a la Brigada Hermanos Saínz de Jóvenes Escritores y Artistas, porque ya me consideraba escritor. Mi tesis de graduación era de Estética y allí, durante tres cursos, dos de ellos posteriores a mi partida, impartí un programa de postgrado sobre esa asignatura. La ciudad me cobijó, y permitió que hiciera lo que mi impulso juvenil me permitiese: publiqué creo que dos artículos en el periódico Adelante, fui jurado –por única vez en mi vida–, del Carnaval, y también de concursos literarios, leí y comenté versos de poetas cubanos y extranjeros en el espacio que Luciano Castillo conducía en la Biblioteca Provincial, participé en la creación de una efímera revista universitaria lezamiana (eran años de fervor lezamiano) nombrada Resonancias por Marrero, su principal impulsor. En ella participaron también el profesor Varona, de la Universidad y quien fuera mi más cercano amigo de esos años, el poeta y ensayista Roberto Méndez. Hasta intenté escribir un guión de ballet para un conocido coreógrafo de la compañía. Tuve por supuesto una novia, de quien guardo un hermoso recuerdo.
Si me preguntan cuáles son las ciudades imprescindibles de Cuba, además de su capital, nombro a dos que se me antojan antagónicas: Camagüey y Santiago de Cuba. La primera, introvertida, de espíritu aristocrático, íntima como sus calles, gentil y precavida ante el intruso o el desconocido, para el que no se ofrece una amistad fácil, aunque una vez ganada sea trascendente; la segunda, popular, extrovertida y recta como sus calles, con sus azarosas subidas y bajadas, capaz de cobijar por una vez al desconocido en alguna de sus casas, y nunca más saber de él. Solo en mi segundo año de vida en Camagüey empecé a ser invitado a los hogares de mis compañeros, pero ellos todavía son mis amigos.
Vuelvo a Camagüey, a mi Pedagógico, siempre emocionado, porque de alguna manera en sus calles y en sus aulas comenzaron a concretarse mis sueños de estudiante. Allí aprendí que toda generación es una trabajosa construcción que solo tangencialmente tiene que ver con la comunión de las edades. Hace pocos meses me reencontré con dos de aquellos amigos, profesores del Departamento de Marxismo, Marcelo y Lopeteguis; allá vive el profesor Fidel Martínez, compañero de mis dos ciudades –Kiev y Camaguey–, y el doctor Veranes; el fino y hospitalario pintor Joel Jover, y los nuevos amigos del Partido Provincial. Hoy festejarán el aniversario 500 de la ciudad que cada mañana de sus días defienden. Dicen que se ha remozado y que luce aún más bella. Iré en algún momento, a felicitarla, cuando las luces de la conmemoración se hayan apagado; mi Camagüey y yo, en la intimidad de sus calles, y de mis recuerdos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario