Graziella Pogolotti
La Feria del 2014 ha quedado atrás. Me gusta el jolgorio de esos días, con las familias arremolinadas en busca de lo nuevo y los muchachos que se agrupan para una excursión insólita y previsible. No me desagrada observar en La Cabaña el ambiente de campismo, las vendutas de comidas ligeras y de pacotilla variada. El bullicio conspira contra el espacio propicio de debate y presentaciones de libros. Año tras año, se repite el mismo ciclo. A las jornadas febriles suceden el silencio y la calma. Es el momento de pasar balance. Ha llegado la hora de los indispensables informes estadísticos. Pero resulta cada vez más apremiante convocar a una reflexión que trascienda lo anecdótico y lo puramente numérico. Corresponde analizar los eslabones que faltan para lograr una cadena productiva entre autores y el lector, verdadero destinatario de la obra, artífices todos de una auténtica vida literaria.
Para enmarcar el problema en su verdadera complejidad, precisa erradicar una terminología perversa, que se ha introducido entre nosotros hasta permear el análisis de muchos investigadores y especialistas. La cultura y, naturalmente, la literatura, no se consumen como un helado en una tarde calurosa. Leer constituye un acto de creación. Forma parte, en cierto modo, de una experiencia de vida. Para acceder a un libro en cualquier soporte, no basta con estar alfabetizado. Se requiere una práctica para escuchar la música y la resonancia de las palabras, para detectar claves esenciales, para descubrir el entramado oculto en la historia contada y percibir las zonas más intimas del verso. Este aprendizaje comienza por la escuela donde queda mucho por andar, se apuntala en el consejo del bibliotecario o en el intercambio con el amigo. La mirada del lector refracta y multiplica el texto.
La compleja escala de instalaciones que separa al autor de su público potencial requiere un análisis integral. Ninguno de los involucrados en el proceso puede considerar que el libro es una mercancía intercambiable con cualquier otra de su propia especie. La responsabilidad de cada uno trasciende el cumplimiento mecánico de una meta. Repensar el problema en su conjunto es un primer paso necesario que habrá de traducirse en acciones concretas. Mientras se va desenredando la madeja, el tiempo transcurre, implacable. El inmovilismo, la pasividad indolente en la espera de soluciones definitivas –nunca las habrá, porque el mundo se mueve y las circunstancias cambian- no puede entorpecer la búsqueda de fórmulas parciales, destinadas a echar a andar la carreta.
Me concentraré, por el momento, en dos personajes de primordial importancia: el editor y el promotor. Corresponde al primero la transformación del manuscrito en libro. Su función es la de un crítico altamente especializado, no reducible a la de un corrector. En diálogo con el escritor puede señalar aspectos concernientes a la dramaturgia general, reiteraciones innecesarias o relacionados con las pulsaciones del ritmo.
La tarea del editor no concluye con la revisión del texto. A su manera, desarrolla también una obra creadora. Con plena conciencia del sector del público al que se dirige, decide la colección a la que habrá de integrarse, orienta el diseño gráfico y establece los lineamientos básicos para un proyecto de difusión, incluido el monto de la tirada inicial.
Indispensable para la conquista del lector, el reiterado reclamo a favor del reconocimiento de las jerarquías en una vida cultural acrecentada día a día en lo cuantitativo, se reformula en términos abstractos sin traducirse en procedimientos concretos, siempre modificables en una realidad cambiante. Apresados en la inmediatez, no concedemos el tiempo necesario a la reflexión, al análisis y a la revisión de las experiencias aleccionadoras del pasado.
Mucho se ha hablado entre nosotros acerca de los errores cometidos en los setenta del pasado siglo. Poco se han estudiado las prácticas implementadas por el Ministerio de Cultura, bajo la dirección de Armando Hart, para modificar sustancialmente las perspectivas y las reglas del juego. En lo conceptual, favorecer la expansión de un clima creador se definió como función esencial en la instancia gubernamental. Muy inclusiva, la visión integradora abarcaba a escritores, artistas y a aun público muy diverso. Los primeros debían adquirir visibilidad social. Surgió entonces el Premio Nacional de Literatura, se impulsaron festivales de teatro y música, se estableció un sistema de condecoraciones y se enfatizó en la importancia de las instituciones básicas de la comunidad. Al decir de Julio García Espinosa, cada hecho cultural debía convertirse en verdadero acontecimiento.
En ese contexto, apareció la figura del promotor. Algunos especialistas de la UNESCO comentaron entonces que el término “animador” les parecía más apropiado por su vínculo etimológico con “alma”. Tenían razón, porque las palabras son portadoras de sentido. Con la rutinización impuesta por la vida, el concepto define un cargo en la plantilla de los organismos y la función aligerada por la tecnología, se limita a enviar correos a partir del directorio disponible. Se impone, por tanto, volver a los orígenes. En efecto, animar significa dotar de vida a un cuerpo inerte. Ocurre que el hambre de lectura no se satisface mientras numerosos libros amarillean en almacenes y librerías. Muchos visitantes de la feria contemplan confusos una avalancha de propuestas de autores desconocidos para ellos. Indecisos e insatisfechos abandonan el lugar sin haber encontrado respuesta para sus inquietudes. Corresponde al animador identificar los distintos públicos para formular el diseño específico para seducir al lector, empeño que no puede soslayar las circunstancias actuales con el desequilibrio existente entre precios y salarios.
Pero, sobre esta temática volveré en otra ocasión. La nostalgia alimenta el espíritu y contribuye con ello al sabor de la vida. Podemos solazarnos en los recuerdos cuando nos reunimos con viejos amigos. Hoy como ayer, el presente y el futuro son nuestros desafíos fundamentales. Desde esta perspectiva, mirar hacia el pasado es un modo de validar experiencias útiles para seguir construyendo un país, línea de continuidad entre el entonces y el ahora. Este irrenunciable propósito exige seguir ampliando el territorio de una cultura socialista, inclusiva, poder espiritual que revitaliza, alienta y transforma. El análisis inminente de las instituciones culturales tendrá que partir de definiciones conceptuales nunca subordinadas a nociones burocráticas y economicistas. Solo así podremos librarnos de lastres inútiles y alcanzar eficiencia, satisfacer necesidades para transformar el gasto en inversión.
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