He revisado centenares
de papeles que yacían inertes, desahuciados, en cajas mortuorias. Papeles de mi
vida, no demasiado larga, no demasiado corta. Papeles de una vida que se transparenta,
que se refugia y se delata, que se describe en la escritura de cientos de
papeles. Notas, fotos, cartas, juegos de la fantasía, dibujos; esperanzas,
promesas, fracasos, obsesiones; amigos y amores, que llegan y se van. Una
pequeña vida en papeles. Algunos tuvieron suerte, y sobrevivieron a la
destrucción prudente. Después de cincuenta o cuarenta años de inútil
salvaguarda, fueron aniquilados en mis manos. ¿Cuántas veces los salvé de la
nada? En el comienzo no eran papeles, sino caminos; ahora son fósiles encerrados
en un simple papel. Volver a recorrerlos, a sentirlos, provoca tristeza, a
veces asombro: cuántas esquinas intransitadas, cuántos horizontes perdidos. He
sido torpe. Con frecuencia perdí el sentido del tiempo, de la distancia, me
aferré a las paredes como si fueran puertas y descarté las puertas que se abrían
a mi espalda. Qué difícil es vivir, pero qué lindo es. He condenado al olvido
una parte de lo que fui, y he salvado otra, como un pequeño Dios; dentro de
algunos años más, liquidaré la parte salvada. Cada vez importa menos lo que se
fue: toda la vida de un hombre (de una mujer) se decide en un breve instante de
tiempo, en unos pocos años, o en unos pocos segundos. Uno nace y vive durante
un tiempo relativamente largo, pero vino a este mundo para estar en el lugar
exacto, en el momento exacto: entonces se salva o se condena. Lo demás no
importa (o sí importa, porque nos prepara), es pura prehistoria o posthistoria. He sido muchas personas –aunque siempre la misma–, eso dicen mis papeles, pero solo una importará. Después
de todo, he tenido suerte, no he permanecido quieto. En mis manos solo sostengo papeles, la vida es mucho más.
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