Enrique Ubieta Gómez
Especial para Adelante, de Camaguey
La Patria no es simplemente un lugar de la geografía, es sobre todo una propuesta de convivencia. Confluyen en ella la memoria histórica y la memoria afectiva: el ideal (realizado o por realizar) que los habitantes de un espacio histórico enarbolan como patrimonio heredado, y los afectos construidos en el espacio físico. La memoria histórica se torna decisiva en la configuración de la Patria, porque contiene los futuros posibles. Durante décadas, después del colapso de la República soñada, el pueblo cubano se mantuvo asido a un referente ético: José Martí.
Los politiqueros jugaban con su nombre y entresacaban las frases más hermosas –como si ser martiano fuera cuestión de palabras–, pero la gente simple, la que albergaba el espíritu de Martí, juzgaba a esas personas por su comportamiento. El legado martiano era profundamente ético y solo podía consumarse en actos. Por eso, al coincidir el instante de la crisis –un golpe de estado evidenciaba la corrupción y el fracaso del proyecto martiano de Patria–, con las conmemoraciones por el centenario de su nacimiento, llenas de palabras y gestos vacíos, apareció la nueva generación redentora. Un instante de creación que unía el pasado y el futuro –un segmento preterido del pasado con su ya impostergable futuro–, en un acto de dación extrema. Eso fue lo que ocurrió el 26 de julio de 1953. No solo lo comprendieron los asaltantes al cuartel Moncada, algunos de manera racional, otros intuitivamente; lo comprendió el pueblo al conocer lo ocurrido, más de boca en boca que por la prensa sensacionalista de entonces, al servicio de otros intereses, cuando supo de los muchachos asesinados con rabia y de las palabras de autodefensa del joven abogado. Esa fue la victoria secreta, anticipada, de Fidel: las palabras llegaron después de los actos. La Generación del centenario se había bautizado en su propia sangre. Cuando Fidel señaló a Martí como autor intelectual del asalto, el pueblo comprendió que no mentía.
Algo similar ocurrió en la corrupta Venezuela de adecos y copeyanos, cuando Hugo Chávez intentara sin éxito inmediato derrocar a un gobierno que se había deslegitimado en el ejercicio del poder. Su invocación de Bolívar no pasó inadvertida por el pueblo. Tampoco su “por ahora”, al admitir la derrota. Sucede que los héroes del pasado suelen ser congelados en mármol o bronce; pero si se les invoca, vuelven a cabalgar. El mito haitiano de Mackandal, que supone que los héroes nunca mueren porque reencarnan en otros seres, es una bella imagen del papel que estos cumplen en la historia. Los revolucionarios latinoamericanos son martianos y bolivarianos, pero también sandinistas y tupamaros (de Tupac Amaru), y son guevarianos, fidelistas, chavistas. Son las estelas de ciertas tradiciones justicieras, truncas en la mayoría de los países de la región, que los pueblos enarbolan como espadas redentoras. La letra de la canción venezolana de Camila Moreno no es un simple juego retórico o una metáfora alucinada: “alerta, alerta, alerta que camina, la espada de Bolívar por América Latina”. Como sucedió con los versos de Guillén convertidos en letra de canción, “te lo prometió Martí y Fidel te lo cumplió”; son frases que reniegan de los autores, de tan populares, parecen anónimas.
Por eso en los años noventa, ante el advenimiento de otra crisis, de características muy diferentes, cuando el llamado campo socialista desaparecía de forma abrupta (y con él, el horizonte de la Utopía, hacia el que nuestra embarcación navegaba) y todo el sistema de relaciones comerciales de Cuba colapsaba en meses, en el instante ¿casual?, ¿causal?, en que los cubanos conmemorábamos otro centenario martiano, el de su muerte en combate, el pueblo acudió a la cita. No se trataba, como insinuaron los enemigos de siempre, de un cambio de paradigmas ideológicos: no se sustituía a Marx o a Lenin por Martí, se recordaba el origen del primer impulso, el que nos llevó hasta las puertas del anticapitalismo. Porque una Revolución es ante todo una acción ética: la justicia y el saber para todos, para que todos puedan ser libres. En los noventa, la euforia de la derecha era tanta, que algunos de sus ideólogos orgánicos se atrevieron a anunciar la muerte de Martí, al que ya sin reparos identificaban con la Revolución. Martí debía morir. Martí era el culpable de la Revolución, repetían, en palabras que recordaban las de Fidel en el juicio del Moncada.
En las últimas dos décadas el combate por el futuro de Cuba se ha librado, de manera intensa, en los predios de la memoria histórica. Toda interpretación del pasado responde a un proyecto de futuro. Y los que quieren hacer retroceder a Cuba hasta el país injusto y sometido que fue, apuestan a la desmemoria de una población que nació después o en los límites de 1959. La nostalgia inducida por una década del cincuenta que no existió como ahora nos la cuentan los enemigos del socialismo, compendio de luces, bares, fiestas, mansiones y carros del año; o la creencia de que la Revolución es aburrimiento, o sacrificio perenne, y no realización plena, se conjugan con una sutil o burda –según el lector al que se dirige–, reescritura de la historia. Batista reaparece en los textos de ciertos escribas como un demócrata que, naturalmente, tuvo defectos. Por eso resulta tan importante que recordemos hoy los móviles de aquel asalto histórico. Las generaciones más jóvenes deben saber que así sean los héroes que escojan para sí, así será el proyecto de país por el que abogan. Que recordar el asalto al cuartel Moncada, donde murieron asesinados decenas y decenas de jóvenes martianos solo tiene sentido si defendemos la Revolución que empezó a gestarse aquel día, hace 61 años; por lo logrado hasta hoy, desde luego, pero sobre todo, porque es el único escenario que nos permitiría derrotar las imperfecciones y alcanzar las metas pendientes, que nos hacen sentir hoy inconformes.
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