Hace unos días salía yo caminando de mi centro laboral, cuando una persona a la que
aprecio llegaba en su carro. Paró para saludarme y en tono jocoso me dijo: “tu
personalidad no se ajusta a que estés caminando bajo este sol”. “Hace mucho
tiempo que no tengo carro, ni privado ni estatal”, respondí sorprendido.
Todavía alcanzó a ripostar: “pero te llevan a los lugares…” Sé que mi interlocutor bromeaba, y que sus
palabras no albergaban alguna segunda intención. Simplemente, se imponía el
estereotipo. Permítaseme decirlo rápido: bailo casino, me gusta la pelota
(suelo ir al estadio) y no tengo carro. Pero quisiera tenerlo, aclaro. Con él
haría que mis horas de trabajo y de esparcimiento fuesen más productivas. La
mayoría de las veces no consigo un chofer de piquera que me lleve a las
actividades propias de mi labor. Defiendo la cultura del ser, no la pobreza. Y
no presumo de ser pobre. Algunos suponen que si apuesto por el ser, frente al
desenfrenado tener consumista, es porque mi vida está cómodamente asegurada.
Desde otra esquina, la de la mala fe, la contrarrevolución intenta vender la
idea de que si defiendes al (contra) poder revolucionario, es porque tienes
miedo o porque recibes prebendas. Como el camino a pie es largo, seguí con mis
meditaciones.
Los
estereotipos crean prejuicios. En una entrevista recientemente publicada,
Silvio decía con razón que los dirigentes están en la obligación de conversar con
la gente, de llegar a conclusiones propias, que partan del “original” y no de “versiones”
que por lo general yerran. Lo decía al recordar que Haydée Santamaría se
sentó a escucharlo, cuando su imagen llegaba cargada de prejuicios e
incomprensiones, cuando “lo archivaban en copias y no en originales”, como dice
en una canción. Pero sucede otro tanto a la inversa: si usted acepta una
responsabilidad, la gente busca los estereotipados “por qué” fuera del ámbito
del compromiso revolucionario y de la voluntad de servicio, a pesar de que hay
caminos mucho más expeditos y redituables para la obtención de prebendas y
privilegios en la Cuba de hoy. La sociedad que defendemos a contracorriente
reivindica una moral que no es la que predomina en el mundo. El pueblo acepta
el reto a condición de que sus dirigentes la practiquen. Se impone la sospecha
en unos y otros: un acto de vigilancia colectiva que puede convertirse,
paradójicamente, en paranoia, en un obstáculo para el triunfo. Ninguna otra
sociedad es más sensible a la llamada “doble moral”. Y ninguna otra sociedad necesita
más de la confianza en el otro.
Aprovecho la
ocasión para saldar una incómoda deuda. Durante el Congreso de la UPEC, al que
asistí como invitado, apareció de repente en la sala un actor que se había
maquillado y vestido como José Martí. Su rostro era muy parecido al del Prócer
cubano y el actor había estudiado sus textos y su personalidad, lo que añadía
verosimilitud a su interpretación. Muchos se fotografiaron con él, como si se
tratase del propio Martí. A mí, sin embargo, me produjo una impresión ambigua.
Creo que necesitamos más de los parecidos esenciales, y menos de los aparentes:
si Martí estaba en el espíritu de las discusiones, no era necesario traer a un
actor que lo representara y dijera, “van bien”. Escribí un artículo que titulé
“Imitadores del ser y la nada”, y lo publiqué en el mensuario La Calle del Medio. El texto menciona de
pasada el hecho descrito, y se centra en aquellos que viven “disfrazados” de
otras personas (de Hemingway o de Elvis Presley, por ejemplo), para terminar
censurando a quienes imitan simplemente el glamour (asociado al tener) de
fugaces “estrellas” de moda. Al paso de los días, ocurrió algo inesperado.
El actor que
había interpretado a Martí leyó mi texto y sintió que había sido evaluado su
trabajo desde un inaceptable estereotipo. Esto lo supe por terceros, pues la
carta a la redacción que envió su hija y que con gusto publicaría en La Calle del Medio, al parecer fue
dirigida a una dirección equivocada. Lo de la carta, además, lo supe por un
artículo aparecido en el portal Rebelión
sobre las incomprensiones que ha sufrido el artista y su grupo teatral,
absolutamente ajenas a mi reflexión. El autor de ese texto reivindica el
martianismo esencial de un hombre que, dice, ha consagrado su vida al arte, con
escasos recursos y retribuciones. Nadie escapa a los estereotipos, y quiero
reconocer que probablemente juzgué mal al hombre que es Roberto Albellar
Hernández. Pido disculpas. Su mención no se ajustaba a la intención de mi
análisis, que sigo considerando válido. Los estereotipos nos tienden trampas a
todos.
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