En estos días una cuadrilla de intelectuales de extrema derecha se reunió en Caracas. Son personas cultas, y al menos uno de ellos posee una obra literaria de indudable valor. Algunos fueron hombres de izquierda en los sesenta, cuando estaba de moda. Después fueron de derecha, cuando también estuvo de moda. Aunque ahora parece resurgir la izquierda, ya son demasiado mayorcitos para un nuevo viraje radical. Y la derecha los ha encumbrado. Forman una Hermandad Secreta Anticomunista, que se moviliza con rapidez frente al terrible fantasma de la voluntad popular, siempre al acecho. Fueron invitados por Hugo Chávez a dialogar con intelectuales revolucionarios –micrófonos y cámaras abiertos para toda la población, sin el resguardo de un moderador bien entrenado en el arte de interrumpir el debate cuando el invitado está perdiendo, y de extenderlo si está ganando--, y rehusaron la oferta. La “democracia” termina allí donde los poderosos no pueden imponer “democráticamente” sus ideas. He seleccionado un pequeño fragmento –con entrevista incluida--, de mi libro La utopía rearmada (escrito en la Nicaragua de 1999, aunque la entrevista es de 1998 y fue publicada ese año de forma íntegra en la desaparecida revista Contracorriente), para homenajear a un intelectual auténtico, que nunca se mareó ni perdió el rumbo en alta mar, a pesar de soportar tormentas severas y disfrutar de plácidos amaneceres: Cintio Vitier.
POESÍA E HISTORIA
“Después de haber soñado también, de joven, con la sociedad perfecta –confiesa el escritor peruano Mario Vargas Llosa en carta abierta al escritor japonés Kenzaburo Oe— hace treinta años que me convencí de que es preferible, para la supervivencia de la civilización humana, conformarse con los lentos y aburridos progresos de la democracia, en vez de buscar la inalcanzable utopía, que genera hecatombes”. Estas palabras fueron reproducidas el 23 de enero de 1999 por La Prensa Literaria, suplemento del periódico nicaragüense La Prensa. En realidad, habían sido publicadas antes en El País de España, y estaban disponibles en internet. Pero los médicos cubanos habían envuelto un pequeño lote de medicamentos con la página de periódico que contenía los criterios del ilustre ex soñador. Mientras ellos recibían a sus pacientes, me leí esas sabias reflexiones, ahora estrujadas por un destino superior. “¿Cómo explicar la fascinación que el mito de la violencia redentora ejerce sobre tantos pensadores y artistas? Tal vez –continuaba Vargas Llosa--, por la repugnancia que les merece la democracia, un sistema que rehuye la perfección y hace de la mediocridad un ideal social. (...) No es posible ni deseable renunciar al cielo y las estrellas. Pero, a sabiendas de que aquel mundo coherente, bello, racional, justo, sin mácula, a la medida de nuestros deseos, no existe fuera del dominio del arte, la literatura y la fantasía, o del solitario destino de un puñado de personalidades excéntricas”.
No sé por qué siempre nos acusan de no ser perfectos; necesitan demostrar que las revoluciones y que los revolucionarios no somos divinos sino humanos. Semejante intento de demostración es de por sí un homenaje. Y sin embargo, es una petulancia intelectual creer que el horizonte visible es sólo una construcción literaria. Cristóbal Colón lo halló para sí e impuso uno nuevo, distinto, pero muy real. La Revolución cubana corrió el horizonte de los latinoamericanos, aunque Vargas Llosa, sentado en el malecón de la añoranza, un cómodo malecón retro que abolió por decreto los años sesenta, se aferre al horizonte de los que regresaron mentalmente a tierra. Alguna vez le pregunté a Cintio Vitier sobre la manera en que los poetas reunidos en Orígenes concebían la relación entre poesía e historia.
En nuestra conversación surgió la pregunta: ¿la justicia siempre será el horizonte inalcanzable? “Lo importante es que siempre haya un horizonte –me respondió--. Eso es lo que el hombre necesita. Es verdad que puede resultar angustioso en determinadas épocas esa especie de tantalismo: algo que está ahí, pero que no se llega a tocar. Pero lo que sería terrible es carecer de horizonte, que era lo que nos pasaba a nosotros antes de la Revolución. (...) Pienso que la historia, como los poemas, está hecha de una combinación de éxtasis y discurso. Esta idea está en la Poética que yo escribí hace algunos años; allí digo aludiendo a una frase muy inteligente de Valery, quien dice que un poema no está hecho de cien instantes divinos de poesía, sino de un discurso que parte de un instante divino, porque hay un momento en el que el tiempo se suspende, que es el instante de poesía, pero ese instante hay que decirlo y hay que decirlo en el tiempo, en un discurso. Pienso que eso le pasa también a la historia. Enero de 1959 fue el éxtasis de la historia, sin ánimo religioso, éxtasis en el sentido de suspensión del tiempo: pareció que se producía una visión, ya no una metáfora o una imagen, sino una visión de algo que se realiza y que parecía imposible. A lo que Orígenes se había adelantado en Cuba. Aunque ya venía andando desde Casal y desde Martí, que dijo que lo imposible es posible, que los locos somos cuerdos. Pero lo cierto es que el imposible aquel de pronto se hace posible, cuando entra en La Habana un ejército de campesinos. Si eso no es poesía, yo no sé lo que es. Ahí sí que la poesía y la historia se fundieron absolutamente. Y el que vio eso –algo muy difícil de trasmitir a los más jóvenes-- nunca lo olvida. Un momento que ni Martí ni nadie pudo ver, ni Céspedes, ni Agramonte, ni Maceo, ni Gómez, ni Mella, ni Rubén, ni nadie. Nos lo regalaron a nosotros, ¡lo vimos! Fuimos testigos de esa visión en que la historia se puso del lado del bien de forma absoluta. Eso no puede olvidarse.
“Después viene la sucesión y con ella los problemas del tiempo, de la época, los problemas ideológicos, los aciertos y los errores. Ese es el discurso, donde el poeta a veces falla y a veces acierta. El poeta en este caso para mí es el proceso revolucionario. Pero sí creo que esa dirección cargada de valores positivos –lo que se estaba jugando era la poesía de la justicia, la poesía ética, la poesía de la ética y la ética de la poesía--, no obstante todos los descalabros, esa dirección hacia un horizonte, pienso yo, cada vez más prometedor está vigente”. Todo poema es finito, ¿el éxtasis de una Revolución hecho discurso tiene un fin?, pregunté. “Es infinito –respondió convencido--. Una de las condiciones de lo poético es que no termina nunca”. ¿Pero una Revolución puede ser asesinada?, insistí. “Definitivamente, no creo en esa posibilidad. Puede ser mal herida, muy maltratada, humillada, pero aunque parezcan palabras muy gastadas, sinceramente creo que las aspiraciones de un pueblo son invencibles. Lo que más puede ocurrir es que desaparezca ese pueblo.”
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