En tres ocasiones he pisado suelo salvadoreño, dos de ellas como simple pasajero de tránsito –para cruzar por vía área de un país centroamericano a otro es preciso viajar a San Salvador y cambiar de avión, como si de líneas de Metro se tratara: así tuve que hacer para cruzar de Nicaragua a Honduras y de Honduras a Guatemala en 1999, cuando escribía mi libro sobre Centroamérica--; pero algunos años antes dormí una noche en un lujoso hotel de la capital salvadoreña. Esta es la anécdota: resulta que en 1992 fui invitado a un Congreso Internacional de Filosofía en Tegucigalpa, Honduras. Por entonces era investigador del Instituto de Literatura y Lingüística de La Habana. Como no existían relaciones entre nuestros países, tuve que pedir la visa en territorio mexicano. Recuerdo que llegué un viernes a México y ya el consulado hondureño había cerrado; no había tiempo para realizar los trámites, así que el cónsul de aquel país me aseguró el lunes que podría recoger la visa en el propio aeropuerto de la capital de Honduras y me extendió un permiso para que abordase el avión ese mismo día, como estaba previsto. Así hice, pero la salida se atrasó por varias horas, lo que ocasionó un percance insospechado: la terminal aérea en Tegucigalpa no disponía de luces para aterrizajes nocturnos, y en pleno vuelo se nos comunicó que pasaríamos la noche en San Salvador, a cuenta de la compañía aérea. Acababan de firmarse los acuerdos entre el Frente Farabundo Martí y el Gobierno de El Salvador, pero todavía era precaria la paz. Yo era cubano de Cuba, sin visa para entrar a El Salvador (ni siquiera tenía visa para entrar a Honduras), así que me retuvieron bastante tiempo en la aduana de ese país. Recuerdo que advertí de la situación a mis compañeros de viaje –coincidimos en el vuelo participantes mexicanos y estadounidenses que asistirían al evento hondureño--, y ellos solidariamente se negaron a partir sin mí. Finalmente, después de comprobar que me esperaban en Honduras, pude entrar. Nos llevaron a un hotel, que resultó ser el antiguo (ya no lo era) Hilton de San Salvador, el mismo hotel que un tiempo atrás había tomado la guerrilla con rehenes norteamericanos, en golpe espectacular. Había actividad nocturna –no puedo precisar si existía un cabaret o una discoteca o si se trataba de una fiesta privada--, pero recuerdo a los hijitos de papás que llegaban en sus autos riendo como si aquel no fuese un país que empezaba a salir de una larga y cruenta guerra. Estuve tentado a caminar por la ciudad, pero desistí, porque era tarde en la noche. Pero en cuanto tomé posesión de la habitación, bajé a recorrer el hotel. Nunca olvidaré la extraña sensación de aquella noche, en la que me hallé en un lugar ajeno –casi podría decir: en una dimensión ajena del tiempo y del espacio--, inesperado para mí y para mis obligados anfitriones. Desde entonces, El Salvador adquiere forma para mí en algunas vivencias personales: la sensibilidad irónica de Roque Dalton, la música de Yolocamba Ita, el grupo guerrillero que conocí y escuché en su exilio mexicano –donde además hice amistad con su director, Roberto Quezada--, y los olores de aquella extraña noche de sentimientos confusos. Ahora que por fin un presidente es elegido como candidato del Frente y en primer acto simbólico se restauran las relaciones diplomáticas entre nuestros dos países, vuelvo a recordar esa única noche de mi vida en El Salvador. Otra Centroamérica se reúne, se levanta, se abraza.
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