E. U. G.
La guerra que se nos hace no es de pensamiento. El propósito no es vencer, sino ganar. Y no existen normas éticas que delimiten la conducta: ganar a toda costa –dicen ellos--, también es ganar. Ganar es tomar el poder y arrasar con todo lo que la Revolución construyó en medio siglo de esfuerzos incalculables, de bloqueo económico y de asedio mediático. A veces se exponen razones (no se esfuerce inútilmente, sus contrarazones serán ignoradas), pero cada idea es solo una trampa disfrazada de idea: los mismos que hablan de elecciones, organizarán el artero golpe de estado. Ganar significa hacer lo necesario para frenar y revertir la historia: mentir, sembrar falsos testimonios, manipular los hechos. Cuando muere un grande, un hombre o una mujer que fueron útiles, los inútiles, los cobardes, los que solo han pensado en sí mismos, debieran callar. La gloria y el odio se repelen. He leído con asco y asombro en estos días de luto, las frases más soeces, las mentiras más burdas, los insultos más despreciables; nada roza el cuerpo del héroe: el comandante Almeida no pudo ser vencido en la guerra de las balas, ni en la de las ideas. No me refiero a calificativos de sentido ideológico, que pueden ser rebatidos con argumentos, me refiero a insultos de barrio, que son el último recurso de los derrotados. Cada mentira es la expresión de una derrota: sin ideas que esgrimir, hay que ofender. Cada autor que ofende es un derrotado. Mientras más luz irradia el héroe, más grises y cobardes son sus adversarios. Aunque a veces la guerra no es de pensamiento, ganémosla a pensamiento.
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