Alina Perera Robbio
La Calle del Medio No. 16
Como un parte aguas que de un lado ha desatado detractores y del otro cómplices, «Diana», la más reciente telenovela cubana, es una realidad en el espacio estelar de la noche, ese que desde hace tantos años asociamos en la Isla con el momento de refrescar las pupilas y aflojar las tensiones del día.
Las opiniones más recurrentes entre quienes rechazan la propuesta tienen que ver con una incómoda sobredosis de angustia si se sientan frente al televisor: para qué más de lo mismo —piensan no pocos—, si con el bregar cotidiano se tiene más que suficiente… Desde otro flanco de insatisfacciones otros apuntan, por ejemplo, a los rápidos movimientos de cámara, y a unos encuadres que huelen demasiado a obra experimental.
Los que están con «Diana» se han colgado de su audacia temática; se maravillan de cómo la realidad ha sido atrapada y luego compartida sin atenuantes ni algodones, con una pulsación que es exactamente la de la vida nuestra. Pasan incluso por encima de alguna que otra arista formal a la que puedan no estar acostumbrados como espectadores, para esperar pacientemente ese instante en que alguna verdad cae como mazazo sobre ellos y provoca el asentimiento grave, la confesión casi al borde de las lágrimas: «Es la verdad; la pura verdad…». O una frase de consuelo: «No estoy tan mal como ellos…».
Lo cierto es que, entre los que dicen rotundos «yo no la veo», y quienes entusiastamente afirman no perdérsela pues «está durísima», hay un umbral más reflexivo, y por tanto de mayor hondura, donde se ubican quienes no se dejan cegar por la pasión y así pueden disfrutar mientras advierten más de una sutileza usada por los creadores durante la confección del producto audiovisual.
En este grupo están quienes se han percatado de que «Diana» desafía en más de un sentido, no solo en lo formal. Parten de la premisa de que no hay uno solo de nosotros que pueda estar al margen de los asuntos abordados en la telenovela, pues ella —aunque su director Rudy Mora ha hecho hincapié en tópicos específicos y abrasivos como la situación de la vivienda y sus consecuencias para la familia—, se sumerge en el universo espiritual de la sociedad toda, ese tan erosionado al cabo de más de veinte años de estoica resistencia, de «estática milagrosa» dirían los arquitectos, desde los días en que cayó el Muro de Berlín.
Desde la presentación de cada capítulo, la imagen de unas manos llenas de prendas y abigarradas con largas uñas postizas —manos que remueven expedientes personales—, nos pone sobre aviso con cierta invasión de la vulgaridad y tráfico de intenciones nada limpias en espacios delicados.
Y mientras avanzan las múltiples tramas, se nos obliga a meditar sobre la guerra entre hermanos, la desigualdad entre nietos que viven bajo el mismo techo, la neurosis de las mujeres frustradas, el diálogo de sordos entre personas que se han amado, la incapacidad, en fin, para concebir la existencia como algo bordado por encima de las miserias terrenales y del alma…
«Diana» —como yo lo percibo y siento— es un magnífico espejo que un grupo de artistas y creadores han compuesto esperanzados para ayudarnos a exorcizar nuestros egoísmos, para hacernos pensar. Ahí radica el valor más trascendente, digno de atención, de la propuesta a la cual sería útil, en aras de hacerle y hacernos justicia, seguirle los pasos hasta el último de los desenlaces.
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