Enrique Ubieta Gómez
Decimos que alguien es consecuente cuando actúa según sus principios, o dicho mejor, cuando sus actos se corresponden con sus dichos, cuando las palabras y los hechos de su vida coinciden, al menos en la línea básica que marcan los principios, las creencias. La rigidez de esa línea –o su equivocado trazado--, ocasionan una consecuencia infértil; o una inconsecuencia vergonzante, atormentada. Un puente es más sólido si permite que el viento lo balancee, aunque el ojo humano no capte ese leve movimiento.
Cuando una persona no es capaz de deslindar lo esencial de lo superfluo, el trazado de su línea ideal solo tiene resolución en los extremos, y de uno a otro se pasa con facilidad: en los monasterios y en los burdeles. Por eso la verdadera consecuencia, la única posible, se asocia al más profundo humanismo; en primer lugar, porque solo se acepta un principio de vida desde el conocimiento (conocimiento vivencial, razonado y sentido); en segundo lugar, porque un principio de vida no puede construirse de palabras o de simples razones, de textos sabios o místicos: tiene que tener como centro al ser humano, al otro, al todo. Si la teoría falla, y siguen existiendo los explotados, por ejemplo, no dejamos de ser revolucionarios: no se es revolucionario por convicción teórica, se es revolucionario por amor al prójimo, aunque la teoría indique caminos que son o pueden ser más expeditos, más eficaces. La teoría es un medio, no es un fin. Jamás es un principio.
Vivir a conciencia es una ardua tarea. Ser consecuentes es casi imposible, si no se revisan y ajustan continuamente los límites de nuestra línea de vida. Con frecuencia, la obstinada perseverancia en los viejos límites es una falta de consecuencia. Los hombres consecuentes son contradictorios, porque la vida lo es. Por eso admiré tanto a un hombre que ejercía el magisterio sin proponérselo: a golpe de vida. Creo que pocos hombres han sido tan consecuentes como Cintio Vitier. Ahora que ha muerto, no podrá reducirse a texto su legado, ni dividirse su obra en palabras y acciones, en textos trascendentes y textos comprometidos. Su obra escrita es indivisible; es su legado tangible, pero en cada palabra podrá leerse su vida.
Cuando triunfó la Revolución en 1959 el edificio cultural que fue Orígenes tuvo que enfrentar nuevas coordenadas vitales, y demostrar frente a ellas que no estaba hecho de palabras, de puro texto: el corazón moral –no moralista--, de Orígenes, lo conectó con el proceso revolucionario. Cintio fue –de la mano de Fina, su maestra y su discípula--, un cristiano consecuente, que entendió y asumió con sencillez la explicación martiana: ser cristiano es ser como Cristo. “Ser como” es tratar de ser, es tener un referente: ser como Martí, como el Che.
Como ocurre con los hombres verdaderamente consecuentes –así sucedió con Jesús, con Martí, con el Che--, Cintio fue amado y fue odiado. No dejó de ser católico cuando una Iglesia soberbia se alió a la contrarrevolución, y la Revolución, demasiado joven e inexperta, no pudo diferenciar entre la Institución y sus fieles. No dejó de ser revolucionario –de nacer y de crecer como revolucionario, junto a la mayoría de los cubanos adultos, para quienes la Revolución fue una sorpresa--, cuando la Revolución, entregada al frenesí de las transformaciones, no reparaba en las individualidades, ni cuando aquellos que construían una falsa consecuencia –y que pasaron con inesperada rapidez del monasterio al burdel, haciéndose enemigos acérrimos de la Revolución--, lo aislaron como si fuese un enemigo. Cintio siempre fue Cintio. Ese sol del mundo moral (1975) estaba potencialmente contenido en Lo cubano en la poesía (1958). Es el mismo libro, escrito desde la atalaya de una Revolución.
No dejó de ser un católico revolucionario cuando los nuevos falsos consecuentes lo llamaron, cuando quisieron cobijarse en su espléndido universo cultural para sentirse a salvo de compromisos. Ni siquiera intentó vengarse de sus antiguos censores. Cintio saltaba siempre sobre el odio mundano. Por eso lo odiaron. He contado mi encuentro fortuito en el vedadiense parque de la calle H con uno de sus más fieros detractores. Yo acompañaba a un amigo suyo, y él no me conocía. Era el año 1994 y se preparaba un gran evento homenaje por el cincuentenario de la revista que dio nombre al grupo origenista. Con desfachatez, con insolencia, el joven detractor explicó a mi acompañante que “ellos”, los nuevos dioses, acabarían con Cintio, lo destruirían. No ofreció explicaciones literarias o filosóficas, sino políticas. Se sentían defraudados porque Cintio había deshecho el intento de rescatar la vieja publicación como estandarte de un falso apoliticismo.
Sucedió lo contrario. Cintio Vitier crecería en los años noventa hasta convertirse en un inesperado líder revolucionario, en la conciencia más lúcida y comprometida de la intelectualidad cubana. Como a Varona en los años treinta, a Cintio le correspondería un papel para el que se necesitaba limpieza de alma y auténtica consecuencia; solo un hombre que nunca se había traicionado, y que por tanto nunca había traicionado, podía ejercer ese misterioso liderazgo. Siento el orgullo de haber estado cerca de él durante esos años decisivos de su vida, de la vida de todos los cubanos. Ahora que no está –y que regresan las tiñosas para alimentarse de su cuerpo--, hay que recordar sus lecciones de consecuencia.
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