Aunque vivimos en un mundo absolutamente irracional, por instinto –única manera de entender el comportamiento humano civilizado--, desconfío de las cosas demasiado obvias. Como todos, me sentí sorprendido, al principio, y después estafado, al saber que la Academia Sueca había concedido el Premio Nobel de la Paz a Barack Obama. Es cierto que ese es el más desacreditado de los Nobel; pero aún las peores decisiones –un Henry Kissinger, un Anuar el Sadat o un Oscar Arias, por ejemplo--, apelaban a hechos concretos que podían cuestionarse en su significado, pero no desconocerse. El problema obvio en este caso es que no existen hechos: la base de Guantánamo sigue siendo una cárcel gigante repleta de secuestrados sin los más elementales derechos; las tropas estadounidenses siguen en territorio iraquí sin una fecha plausible de retirada; las de Afganistán se han incrementado considerablemente; fuerzas no tan ocultas del propio gobierno de Obama incitaron, respaldaron y sostienen a los golpistas hondureños; está a punto de firma un acuerdo militar con Colombia que instalará en su territorio, de cara a los rebeldes vecinos, siete bases militares norteamericanas; las “buenas intenciones” para reformular las relaciones con Cuba –siquiera en términos de encontrar una política “más efectiva” para incidir en su destino, de acuerdo a un criterio francamente imperialista--, no han sobrepasado el mínimo de posibilidades. Son apenas algunos tópicos de campaña o afirmaciones de un presidente que deseaba recuperar la credibilidad del imperio. Bien, entonces la única explicación –mi afirmación no pretende ser espectacular--, es la vehemencia de sus palabras, la retórica que lo llevó al poder, y que empezaba a desgastarse con rapidez. Los analistas dicen –y el plano es tan inclinado que no existe otra posible conclusión--, que es un Premio otorgado para estimular o impulsar el cumplimiento de aquellas promesas. La reacción del ala más conservadora de Estados Unidos, enemiga de la teoría del “poder suave o inteligente” –en la que se incluye, no por su poder económico, sino por ideología y negocios, el sector tradicionalmente influyente de la comunidad cubano-americana y al segmento de intelectuales cubanos recién llegados a Miami o a cualquier otro territorio subsidiado--, ha sido de irritación. Obama o la imagen que conocemos de Obama –no se sabe si el presidente es un holograma--, estaba ya acorralado; empezaba su caída en picada en el barranco del desprecio mediático, una caída minuciosamente preparada por el racismo, el odio, y el más feroz apetito de ganancias. El Premio lo rescata. Si de verdad el Poder en Estados Unidos está fatalmente dividido en dos bandos con soluciones diferentes para fortalecer la hegemonía imperialista, el de los halcones que insisten –y actúan sin recato, sin límites--, en implementar la guerra y el de los “racionales” (les llamo yo), que comprenden que la guerra obtiene victorias pírricas inmediatas y derrotas esenciales a largo plazo, entonces el Premio Nobel fortalece a Obama y uno puede esperar que su otorgamiento le permita vencer a sus adversarios y cumplir el programa de cambios. Porque la impresión que ofrece Obama es la de un presidente que no manda. Pero si –y esto sí es peligroso--, la existencia de esos bandos es relativa, y lo “más inteligente” del “poder inteligente” es ser pura palabrería sin actos, entonces el Premio tiene otro significado: rescatar el prestigio del holograma hacia el exterior, relanzar la buena cara de una máscara, para asestar mejor la mordida fatal. Algo de esto se viene haciendo en el experimento hondureño: condenar el golpe de estado, pero admitir que la “legalidad” burguesa sobrepasada, tiene el derecho de sobrepasar a la democracia. Golpes suaves, inteligentes –aunque las balas maten igual--; acciones o rostros suaves, inteligentes, para la guerra. Entonces sería –aún si aceptamos la responsabilidad de Kissinger en la muerte de miles de vietnamitas y camboyanos bombardeados por sus aviones o en la desaparición de miles de sudamericanos por las juntas militares que apoyó--, el primer Premio Nobel de la Paz construido no para la inevitable rendición de una potencia humillada, o para un efímero pacto de tramoya, sino para una era de guerras asépticas apenas iniciada. Un Premio Nobel de la Paz para hacer la guerra. Un Caballo de Troya, con miles de soldados en el vientre. Dejemos el obsequio en el jardín de la casa y observemos. Ojalá Obama exista, y tenga agallas para ganarse alguna vez el Premio Nobel que le regalan.
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