Estoy en mi oficina, y mientras el diseñador busca la solución perfecta –que en unos minutos se volverá imperfecta, ya lo sé--, rastreo imágenes y textos en Internet. Son las diez de la noche y estamos cerrando un número más de La Calle. De casualidad topo con una colección de fotos de La Habana, mientras escucho algunas excelentes versiones de la música de los Beatles. Y paseo lentamente por la ciudad. No puedo evitar la nostalgia. No es una nostalgia espacial, porque estoy en La Habana. Es una nostalgia de tiempo, de época, que acaba por confundir la percepción de mis sentidos y me hace revivir –recordarme--, en una ansiedad de imposibles reencuentros. Para quienes vivimos los años universitarios en otro país, las fotos de la ciudad amada podían transitarse, recorrerse, respirarse. Era el teatro donde se clavaban los recuerdos. Desde Kiev, donde cumplí los veinte años, podía caminar por la calle 23 e imaginar el regreso dos años después a la casa de mis padres. Puedo sentir, con el mismo dulce dolor de entonces, el recuerdo de mi futuro. Allí, allá, estaba Papá. Papá amigo, confesor, cómplice, cálido Papá siempre a la mano. Recibo su abrazo de bienvenida. Fuerte y breve, porque los sentimientos excesivos nos incomodan. Regresar por la calle 23 hasta mi casa de infancia, tenía sentido solo para abrazar a Papá. Miro estas fotos, y siento la misma nostalgia de aquella lejanía, ahora doblemente lejana, porque él ya no está y yo soy otro. La ciudad persiste en sus encantos, en su música, en sus olores. ¿Hacia donde corro por la calle 23? En algún rincón de la ciudad esperan mis hijos, mi Mamá, que sin él ya no es la misma, y una mujer que entonces no estaba.
Me encantaria ser esa mujer que espera...
ResponderEliminar