Jorge Ángel Hernández
Me parecía poco probable que, luego de que nuestra conversación con el periodista Ramón Lobo, mientras almorzábamos en Madrid en el Café de Oriente, el viernes 14 de mayo, le diera pocas oportunidades de corroborar sus prejuicios políticos y su incapacidad democrática, el diario que lo emplea, El País, publicase nada de lo que allí se habló. El austero costo del almuerzo podía incluso justificar la decisión. Fue una de las inmediatas impresiones con las que Rosa Míriam Elizalde y yo bromeamos, además de con la desesperación del periodista porque jamás apareció el fotógrafo. En principio, me resultó incómodo descubrir que ni conocía ni anotó mi nombre, aunque basta colocarlo en la barra de cualquier buscador para llevarse al menos una idea. Luego, al escucharlo equivocarse con otros personajes de mucha mayor repercusión mediática, se hizo evidente que estaba tan desinformado, que dependía apenas de clichés al uso, que ni siquiera entró en temas considerados “difíciles” para quienes, según la norma de la galopante contrarrevolución, trabajamos por guión. Y era evidente, como la propia Rosa Míriam lo anota, que el guión de rigor estaba previamente escrito para una publicación en la cual fines predeterminados justifican cualquier tipo de medio. Que tuviésemos diferente criterio, y que al mismo tiempo no repitiésemos la línea de consignas oficiales (o sea, que tuviésemos opinión propia, diferente a la que decía tener) parecía un poco más de lo que estaban dispuestos a admitir.
A pesar incluso de que se le dieron datos, elementos, impresiones, razonamientos que daban testimonio —testimonio, insisto— del ejercicio de la crítica y las transformaciones internas cubanas, el señor Lobo prefirió convertirlas en un acto de “marketing político” y dio por sentado, además, que repetíamos un discurso oficialmente planeado. Le hablé de la publicación que edito —Hacerse el cuerdo—, que se coloca en web, para que comprobara el tono de las críticas que, dentro, se llevaban a efecto. Se mostró, en los pocos cruces de opiniones que intentó sostener, incapaz de demostrar sus criterios, desde luego contrarios a los que sostuvimos. Me pareció uno de esos periodistas, que también tenemos por acá, firmes en su objetivo de no apartarse de los planes temáticos ni de la construcción sintáctica prevista. Cuando más, como cuando recurrió a los chistes, su actitud fue de inamovibles prejuicios y opiniones monolíticamente construidas. Acaso le molestara a Lobo que, por mi parte, entrara en valoraciones de tipo sociológico sobre la supeditación de oposición por democracia que lleva a cabo toda la campaña internacional de injerencia en el socialismo cubano, es decir, la guerra directa contra la soberanía nacional; y acaso además le molestara escucharme definir, someramente, para no apabullar con sobredimensionamientos teóricos al desarmado interlocutor, qué es una verdadera oposición, un grupo de presión y cómo se comportan los casos referidos, de los que poco conocía, en la sociedad civil cubana. Y estas cosas, mire usted, también las he estado publicando en web. Pero, es así y solo así, cuando las conclusiones están dadas antes del debate, no hay nada más seguro que ignorar.
El señor Lobo, de acuerdo con la habitual norma del diario que lo emplea, no circula ideas, sino constructos ideologizados, no ofrece a sus lectores verdades, sino mentiras insidiosas, amén de un aprovechamiento banal de la apariencia. Busca desacreditarme por la antigüedad de mi ropa, por su color, por la ubicación geográfica del lugar donde vivo, ya que la asociación cuyo comité de escritores presido no es “local”, sino nacional: se trata de la UNEAC (Unión de escritores y artistas de Cuba, con sedes de rango similar en todas las provincias del país), cargo que se ocupa por elección de sus propios miembros y no por designación de nadie y por el cual no se recibe retribución económica alguna. Y prueba además a desacreditarme con una absurda paradoja: me considera un comisario listo para socorrer a Rosa Míriam, entrenado para que “no surjan los grises” en la charla. De no haber sido un ignorante extremo de nuestras circunstancias, el periodista se habría ahorrado el ridículo de fallar un penalti sin portero.
Claro, que todo puede resolverse publicando el contenido de la conversación. Si tanto defendemos la verdad, pongamos la verdad en blanco y negro, sin los grises de la adaptación del periodista, empleado de El País. Pudiera verse entonces el tono de intercambio, el argumento en su expansión posible. Si el bloqueo, no embargo, como escribe, es pretexto, que lo quiten y ¡ya!, ¡a la porra el sistema caduco!, ¿No es verdad? Y, por si no fuera suficiente, pudiera comprobarse que fueron tres los chistes que cruzamos. Primero, el que él evoca una vez que se le han contestado la mayoría de sus inquietudes; consistía en el clásico panorama de varios jefes de estado que llaman al diablo, al infierno, y reciben altos costos por el concepto de larga distancia, en tanto la llamada de Fidel (Castro) resulta ser local. Contado, sí de su parte, con excesivo alargue de la situación y poca gracia. Un chiste de antiguo repertorio, como con facilidad se aprecia, cuya autoría adjudicó a su colega Mauricio Vicent. El segundo chiste se lo ofrecí de inmediato, lo he publicado incluso, y se resume a partir de que, luego de hibernar por siglo y medio, Gorbachov vuelve a la existencia a mediados del siglo XXII y, tras numerosas preocupaciones, pregunta qué ha sido de esa isla del Caribe que insistió en seguir hacia el comunismo. La respuesta es: —No se preocupe, Mijaíl, que eso está al caerse. El tercero de los chistes lo cuenta él mismo en su amañada reseña y lo hizo al final, cuando estábamos a punto de levantarnos y él seguía insistiendo en marcar el teléfono de su fotógrafo. El trabajo de Lobo, contrario a lo que le adjudica a Rosa Míriam Elizalde, no es difícil: puede mentir arteramente y seguirá siendo considerado un portador de serias opiniones; puede desconocer la libertad de opinión y seguirá siendo aceptado como un exponente de la diversidad; puede discriminar al otro por la elección de su ropa y seguirá siendo aceptado como un controlador del juicio; puede ser un analfabeto político y seguirá siendo instructor de concepciones altruistas (nos confesó que era de izquierdas); puede comportarse como un perfecto ignorante y seguirá sintiéndose un ente superior. Este señor periodista no sólo ignora mi nombre, sino mi obra literaria, publicada en Cuba y no muy complaciente que digamos. Allí debía ir, para que se entere de cosas que tal vez rompan su esquema. Pero leerse algo, de repente, acentuaría no sólo su cuota de ignorancia, si no la certeza de que lo que estoy diciendo responde a un ejercicio vivo, latente en la bloqueada Cuba que vivimos. Y hay mitos que no se pueden arriesgar, a menos que se esté dispuesto a enfrentar el peligro de despido.Si, por mi parte, dudaba de que El País publicase nuestra conversación, seguro estoy de que no se tomará el trabajo de incluir en sus páginas ningún comentario de respuesta. Es algo a tal grado opresivo, violador de la libertad de opinión y el derecho al ejercicio democrático del criterio, que por sí mismo se impone. Por paradoja básica, es la expresión del temor de quien se sabe con suficiente poder como para hundirse en el caos si lo pierde. Un monopolio sólo admite lo que a su monopolio beneficia. Un alienado, neopanglosiano feliz con su soldada, no admite más que lo que el monopolio del cual es propiedad está dispuesto a admitir. Son, en efecto, conductas muy antiguas, oscuras, comisariadas por la norma del lobo que de periodista se disfraza.
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