Enrique Ubieta Gómez
Hay novelas en las que las palabras se hacen invisibles: la historia transcurre vertiginosa, como en los thriller cinematográficos, y los sucesos opacan a los personajes. Hay novelas, sin embargo, que están hechas de palabras. No me refiero a las que juegan con las palabras, y las usan en actos circenses, en experimentos formales o en exhibiciones de vana erudición; me refiero a las palabras que pesan, que tienen cuerpo y dicen cosas. Hace algunas semanas leí la novela Deseo de ser punk de Belén Gopegui, una obra que dice cosas. No es una historia pretenciosa, al menos no desde el punto de vista formal. Bien contada, se deja leer. Narra los asombros, las decepciones, las esperanzas, los descubrimientos íntimos de una adolescente que no se conforma, que se rebela ante una sociedad que promueve el individualismo y que, paradójicamente, detesta a los individuos. La novela no es ni sentenciosa ni didáctica; su adolescente es un ser esencialmente reflexivo, que todo lo evalúa y lo siente –lo quiere o lo odia--, lo etiqueta; pero también es un ser rebelde, activo, que no está dispuesto a aceptar que las cosas sean como son. La autora cuela, por supuesto, algunas conclusiones propias, más elaboradas (o de más peso vivencial), artísticamente bien disfrazadas. Porque Belén quiere y logra comunicarse con los jóvenes. Y uno disfruta sus palabras, sus frases rotundas, vivas, autónomas.
Sucede que Belén no sigue modas o corrientes espirituales de ocasión (como las ofertas de temporada en los supermercados); ha puesto su talento al servicio del arte, lo que para ella significa decir, de la vida. Ahora que la conozco personalmente –privilegio que agradezco--, y que su obra se consolida, quiero recordar la primera vez que leí su nombre (para mí era solo eso: un nombre) y escribí sobre ella, porque arroja mucha luz sobre la mujer que es y sobre la evolución de su personalidad literaria. Ocurrió en octubre de 1996, y en mi artículo, explicaba el hecho:
“El ABC cultural, suplemento del homónimo y muy conservador diario madrileño, en su edición del 19 de mayo de 1995 –precisamente el día en que conmemorábamos el centenario de la caída en combate de José Martí--, publicaba una encuesta a 35 jóvenes escritores y artistas españoles sobre el sentido de sus vidas. El análisis periodístico fue titulado, lapidariamente, ‘Ni sombra del 68’, en alusión a ese mayo de efervescencia juvenil. Es decir, cien años después de la muerte de Martí, cincuenta años después de la derrota del nazi-fascismo ocurrida también en un mes de mayo y veintiséis años después de aquellos sucesos esperanzadores, los niños que entonces nacían y que hoy marcan con fuerza el sentido de la cultura española, rehúsan al parecer cualquier compromiso político y se refugian en un profesionalismo sectario.
Sin embargo, estas son conclusiones a primera vista: los entrevistados, en lo que dicen y en lo que no dicen, revelan otras coordenadas. Belén Gopegui, por ejemplo, nacida en 1964, declara: ‘Nos robaron el error, nuestros mayores; nos robaron la creencia en nuestra responsabilidad colectiva; nos robaron la creencia, pero no el deseo’. Palabras trágicas porque expresan una paradoja iluminadora: estos jóvenes españoles no están conformes con ellos mismos, no creen pero desearían creer, lo que sitúa de inmediato nuestra reflexión en el ámbito no de las tenencias, sino de las carencias”. (En “El Che y los aduaneros de la historia”, publicado en el periódico Granma, el 8 de octubre de 1996, e incluido en mi libro De la historia, los mitos y los hombres, Editora Política, La Habana, 1999, pp. 90 – 95).
¿Cómo habrán evolucionado los otros 34 intelectuales entrevistados por la publicación? Yo seleccioné las palabras angustiadas de Belén, y no me equivoqué. ¿A quiénes enfrenta la protagonista de la novela, a los padres coetáneos de Belén que se descomprometían en los noventa, o a los padres de Belén, que se robaron el derecho de sus hijos a creer y a ser responsables? Lo cierto es que hoy en España los jóvenes –no todos, quizás no la mayoría, pero cada generación tiene su vanguardia--, rescatan el espíritu del 68. Y los cínicos, los descreídos, no importa la edad o el número, son cada día más viejos. Me gusta la literatura de Belén: ella no escribe para las editoriales o para los críticos literarios, para quienes han envejecido de acumular objetos y frustraciones, escribe para sus contemporáneos. Para mi hijo de 15 años, a quien regaló y dedicó un ejemplar de su novela Deseo de ser punk. Por eso, estoy seguro, dejara una obra imperecedera.
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