Carlos Rodríguez Almaguer.
Cuando el 25 de marzo de 1895 José Martí escribía con letras de alma y el espíritu de Cuba en el Manifiesto de Montecristi, que firmará junto al general Máximo Gómez, que “La guerra no es contra el español, que, en el seguro de sus hijos y en el acatamiento a la patria que se ganen, podrá gozar respetado, y aún amado, de la libertad que sólo arrollará a los que le salgan, imprevisores, al camino.—Ni del desorden, ajeno a la moderación probada del espíritu de Cuba, será cuna la guerra; ni de la tiranía.—Los que la fomentaron, y pueden aún llevar su voz, declaran en nombre de ella ante la patria su limpieza de todo odio,--su indulgencia fraternal para con los cubanos tímidos o equivocados,--su radical respeto al decoro del hombre, nervio del combate y cimiento de la república,--su certidumbre de la aptitud de la guerra para ordenarse de modo que contenga la redención que la inspira, la relación en que un pueblo debe vivir con los demás, y la realidad que la guerra es,-- y su terminante voluntad de respetar, y hacer que se respete, al español neutral y honrado, en la guerra y después de ella, y de ser piadosa con el arrepentimiento, e inflexible solo con el vicio, el crimen y la inhumanidad”, no hacía sino confirmar aquellas tesis primigenias sobre la absoluta incapacidad del odio para servir de cimiento a la felicidad duradera de un pueblo, planteadas ya en 1873 en su escrito El presidio político en Cuba, y resumidas en esta lapidaria afirmación: “Si yo odiara a alguien, me odiaría por ello a mí mismo.”
Difícil sería comprender la posibilidad de que se convoque a los hombres a matar y a morir sin emplear ese tósigo temible que destruye tanto a quien lo siente como a quien lo padece, al matador y a sus víctimas. Pero estamos hablando de un humanista, un poeta de versos y de obras.
¿Cómo explicar que la misma persona que rechazará en frase breve la idea de inspirar el odio de una clase social contra otra, al referirse elogiosamente a Carlos Marx en 1883, porque “espanta la tarea de echar a los hombres sobre los hombres”, o el que en sus numerosos discursos revolucionarios sembrara entre las emigraciones resentidas y a veces rencorosas, la idea de que otros emplearan “el odio inútil”, porque “el cubano es capaz del amor”; el que señalará como a un villano a quien promueva entre los hijos de la isla el odio de las razas, o, aún más, el odio a España como cultura y al español como individuo, se viera obligado a organizar una guerra en la que, inevitablemente, habrían de morir por igual cubanos y españoles?
La ética martiana es sacudida por dos fuerzas igual de formidables y acaso contradictorias. Por un lado su horror a la violencia y a la sangre, que habría de dejar claro en su artículo "Vindicación de Cuba" como característica específica del cubano; por el otro, su absoluta incapacidad para permitir impasible la podredumbre moral con que el gobierno colonial de España consumía a Cuba. Entonces la única vía para conciliar y encausar la tempestad inevitable, era “dar respeto y sentido humano y amable, al sacrificio”, preparando a los combatientes de la víspera en una rarísima mezcla de fuerza y ternura que, siguiendo la mejor tradición cristiana, fuera a la vez capaz de compadecer a los propios asesinos, de arremeter con incontenible violencia contra los cuerpos armados del ejército colonial, y de perdonar a los que se declaran vencidos o arrepentidos, por no hablar de aquellos españoles que solo aspiran a vivir en paz en la misma tierra donde le han nacido los hijos, han construido sus casas y afirmado sus vidas.
Varios apellidos le puso a la guerra, terrible en esencia, para amortiguar acaso el impacto de su significación en el ánimo de los libertadores y evitar que excesos de pasión, en la mayoría de los casos justificados por anteriores crímenes cometidos en las familias cubanas por los colonialistas españoles, los convirtieran en asesinos y mancharan con la crueldad la noble causa de la independencia de Cuba. Así, vemos cómo en diferentes escritos se refiere a la “guerra necesaria”, “necesaria y breve”, habla también de la “justa cólera”, y poco a poco va introduciendo en las conciencias de aquellos cubanos ofendidos, humillados, que habían perdido a seres queridos a manos de la maldad del régimen, la idea de que la guerra había que hacerla sin odio.
Habrá que hurgar más aún en lo hondo de la historia para tener otro ejemplo de repulsión a la idea de una guerra en la que inevitablemente habrían de morir muchos hombres y de llorar muchas madres, y a la vez de apasionada entrega a su organización, aprovisionamiento y desenlace. Pero siempre quedará en nuestro ánimo la sensación de la grandeza de aquel noble soldado de la luz que, puesto el pie en el estribo que lo llevará a la muerte, escribe en breve carta a su madre: “Ahora, bendígame, y crea que jamás saldrá de mi corazón obra sin piedad y sin limpieza.”
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