Fernando Martínez Heredia.
Me preocupa mucho que la circunstancia de la cual es hija “Palabras a los intelectuales” haya sido olvidada. Fue en el verano de 1961, cuando salían legalmente por el aeropuerto hacia Estados Unidos casi sesenta mil personas en tres meses. Es decir, un sector que podía viajar en avión se marchó, horrorizado ante la victoria de los revolucionarios en Girón. El 1º de Mayo desfilaron los milicianos desde el amanecer hasta la noche. Una semana después, fue nacionalizada toda la educación en el país. La administración de las grandes rotativas había pasado a la Imprenta Nacional de Cuba desde marzo de 1960; entre mayo y los inicios de 1961 desapareció o fue nacionalizada la mayoría de los medios de comunicación de propiedad privada. La prensa de la ciudad de La Habana era de una riqueza y una diversidad extraordinarias. Tení a más de una docena de diarios nacionales, varios de ellos con decenas de páginas y secciones en rotograbado, otros pequeños pero muy ágiles; estaban llenos de informaciones, reportajes, crónicas, secciones, comics. Por toda la isla había numerosos diarios. La revista semanal Bohemia era la más leída e influyente, la más importante de su tipo en la región central del continente y fue una sistemática opositora a la dictadura. No debemos olvidar que el consumo de esos medios era la actividad intelectual más extendida e importante de las mayorías.
Aquel mundo de tanta amplitud y alcance tenía a su cargo tareas principales de socialización de la palabra, escrita y hablada, esta última a través de un formidable conjunto de emisoras radiales, nacionales y regionales, que gozaba de una audiencia y una influencia descomunales. La novedosa televisión era la pionera de América Latina, se había implantado para todo el país y avanzaba en numerosos terrenos a una velocidad impresionante. Los medios cumplían funciones de la mayor importancia en el equilibrio tan complejo que mantuvo la hegemonía de la dominación durante la segunda república. Una libertad de expresión muy amplia había sido, al mismo tiempo, una gran conquista ciudadana y un instrumento delicado de manipulación de la opinión y de desmontaje de las rebeldías. Pero desde enero de 1959 estaban cambiando las ideas y los sentimientos, las motivaciones y los actos, en todas las esferas públicas, cada vez con más fuerza, extensión y profundidad, y este sistema social de reproducción –el universo de los medios, como diríamos ahora-- tenía que transformarse a fondo, como tantos otros campos de la sociedad. Durante su vertiginoso proceso de eventos y cambios la Revolución trabajó con los medios que existían y con los que ella fue creando, en medio de conflictos crecientes. La intensificación de los enfrentamientos marcó la crisis y el final de aquel sistema, mediante la expropiación de casi todas las empresas privadas de medios de comunicación. El Estado cubano se hizo cargo de ellas.
¿Cómo ilustrar la trascendencia de esos hechos? En los días de “Palabras a los intelectuales” habían desaparecido el mundo empresarial en una actividad especializada que en Cuba contaba con más de siglo y medio de existencia, y un proceso de libertades de expresión burguesas comenzado ochenta años antes, bajo el régimen colonial. El periodismo de las dos últimas décadas del siglo XIX contó con un mar de publicaciones, que creció mucho en la primera república, e incorporó la radio desde los años veinte.
Esa época terminó en 1960-1961. No hay que confundirse: la mayor parte de los medios siguió existiendo, y continuó allí una buena parte de los que trabajaban en ellos. La nacionalización de los medios es un hecho histórico decisivo; la vida, el contenido y otras muchas cuestiones de los medios en los años sesenta es otro hecho histórico. Doy dos simples ejemplos. La emisora COCO, “el periódico del Aire”, de Guido García Inclán, un periodista que tenía un gran prestigio cívico, continuó diciendo más o menos lo que le daba la gana durante varios años más. La Revolución mantuvo el diario El Mundo, una empresa moderna nacida con el siglo, en manos de antiguos activistas católicos, patriotas revolucionarios, hasta su desaparición a fines de la década. Allí tenía una sección Monseñor Carlos Manuel de Céspedes, y recuerdo una polémica fraternal que sostuvo con el joven profesor de marxismo Aurelio Alonso, acerca del origen de la vida.
En aquellos tres años del 59 al 61, la gente se fue apoderando de su país: empresas, escuelas, tierras, bancos. Y de su condición humana, su dignidad, su ciudadanía, su esperanza. La riqueza social comenzaba a ser repartida entre los miembros de la sociedad. Pero todo era muy complicado y difícil; por ejemplo, en un momento dado amenazaron quebrarse las relaciones entre la ciudad y el campo, algo imprescindible para que se pueda vivir en ciudades. Se rompió para siempre la subordinación que existía de la gente de abajo, los jornaleros, los obreros, los desempleados, las mujeres, los negros. No hay manera de describir bien cuántos significados tuvo eso. Un orden social es una maquinaria muy compleja, gigantesca, pero con mecanismos delicadísimos en los que basa su funcionamiento, su reproducción y el consenso de las mayorías a ser dominadas y vivir del modo en que vive cada clase y cada sector . Aquel orden se fue desbaratando, y en 1961 fue identificado, aplastado y despreciado. Por eso la Revolución reunía, al mismo tiempo, victorias inigualables, necesidades sin cuento, urgencias graves, desórdenes y disciplina, desafíos mortales, un descomunal sentido histórico y un hambre insaciable de personas capaces.
Girón fue el gran triunfo del pueblo entero armado. A veces el artista es más sintético –y más acertado-- que el científico social, como cuando Sara González canta: “¡nuestra primera victoria, nuestra primera victoria!”. Para la clase alta y amplios sectores de clase media fue, tenía que ser, el certificado de su derrota. Su respuesta más socorrida fue con los pies. Entre ellos se marcharon la mitad de los médicos y un gran número de profesionales y de técnicos. Se vivía en eterna tensión, cambiaban las relaciones y las ideas que se tenían sobre ellas, y sucedían extraordinarias desgarraduras. Desde 1960 eran una realidad las bandas contrarrevolucionarias en el Escambray y otros lugares del país; en su mayoría era gente de pueblo, que peleaba contra la revolución que pudo haber sido su revolución. Algunos ponían b ombas en La Habana, provocaban incendios, asesinaban milicianos. Es decir, se desplegaba ante todos el correlato inevitable del poder popular: la virulencia de la lucha de clases.
Como todos saben, el imperialismo norteamericano ha sido el protagonista principal de la contrarrevolución, desde el inicio hasta hoy, con saña criminal y con método al mismo tiempo; lo ha hecho contra la más elemental decencia, y a veces también contra su propia eficiencia. Pero ha sido y es el pueblo de Cuba el que ha vivido y sufrido todo este proceso. En 1961 y 1962 una cantidad enorme de jóvenes pasó a dedicarse a la defensa del país, se multiplicaron las escuelas militares y los batallones de milicias, convertidos en unidades militares, y se crearon los tres ejércitos. Lo fundamental para la revolución durante la primera mitad de los años sesenta fue la defensa, aunque al mismo tiempo se realizaron las tareas más asombrosas. La declaración de que la revolución era socialista y democrática, de los humildes, por los humildes y para los humildes, se la hizo Fidel en la calle a una multitud armada. Todos cantaron a continuación el Himno Nacional y se dio la orden a todos de regresar a sus unidades militares. La primera orden del socialismo cubano fue: “marchemos a nuestros respectivos batallones”.
El proceso revolucionario era el centro de la vida intelectual del país en 1961. En junio, ya la Revolución controlaba directamente todo el sistema escolar y todos los medios de comunicación, y se planteaba la necesidad de transformar la Universidad; seis meses después se promulgó la ley de reforma universitaria. La mayor revolución intelectual de 1961 fue, con mucho, la Campaña de Alfabetización, un acontecimiento intelectual incomparable por su contenido, su alcance transformador y su trascendencia. La gran invasión no fue la de Girón, fue la de los alfabetizadores por toda Cuba. Los héroes intelectuales del año 61 se llaman Conrado Benítez y Manuel Ascunce, y la canción de tema intelectual más importante comienza así: “Somos la Brigada Conrado Benítez…”
Este es el país y esta es la circunstancia en que se celebraron las reuniones de los intelectuales en la Biblioteca Nacional. Me extendí tanto porque me parece necesario. Las artes tienen una importancia excepcional en las sociedades, por su naturaleza, sus significados y sus funciones sociales, pero es imposible entender nada de las artes si no se sitúan en sus condicionamientos, en cada caso determinado históricamente. En aquel verano en que sucedían tantas cosas, la Revolución pretendía crear y desarrollar sus instituciones políticas, estatales y sociales. Cuba socialista necesitaba una unión de escritores y artistas, un partido político de la revolución, un aparato estatal apropiado, una asociación de agricultores y otras muchas instituciones. Por eso me falta todavía mencionar un condicionamiento.
La unidad política estaba en el centro de la estrategia de la dirección, en dos planos: la unidad del pueblo y la de los revolucionarios. La primera tuvo como base original la identificación masiva con el Ejército Rebelde, Fidel y el movimiento revolucionario. Entre 1959 y 1961, esa base se amplió una y otra vez, al mismo tiempo que se definía y cambiaban aspectos de su contenido y su composición, según se iba desplegando la revolución socialista de liberación nacional iniciada el 1º de enero. El pueblo del 61 no es igual al pueblo del 59. La unidad de los revolucionarios se había iniciado en los meses finales de la guerra, alrededor del polo que estaba próximo a obtener la victoria. En el curso de 1960 fue definida como unidad entre el Movimiento 26 de Julio, el Directorio Revolucionario 13 de Marzo y el Partido Socialista Popular. Fidel había completado su liderazgo y era el m&a acute;ximo referente popular, el eje, el símbolo, el principal impulsor y el jefe de ambas instancias de la unidad. En medio de esta coyuntura, ganó mucha fuerza la idea de que era necesario tener un partido político de la Revolución que, además de expresar la unidad, tuviera una estructura muy definida y unas funciones importantes. Ese partido debía salir de las Organizaciones Revolucionarias Integradas, que la gente llamó “la ORI”. Pero ella no supo expresar la vocación y los logros de unidad entre los revolucionarios, porque se convirtió en el instrumento de un grupo sectario y ambicioso que pretendió, en pleno Caribe, expropiar la revolución popular y convertir al país en una “democracia popular” como las que dirigía la URSS en Europa. El desvío del rumbo revolucionario y los malestares, contradicciones y conflictos que ese hecho generó eran un a realidad dentro de otra en el proceso que se vivía.
Las reuniones de intelectuales celebradas en esta Biblioteca Nacional estaban muy relacionadas con el objetivo de la Revolución de crear una asociación nacional de los intelectuales y artistas, pero estaban condicionadas por todo lo que he dicho. Por tanto, expresaban también esos condicionamientos y eran un teatro de ellos, aunque está claro que lo principal era la actividad misma a la que se dedicaban los participantes, y las cuestiones específicas que ellos estaban viviendo y dirimiendo. Todos los participantes actuaron de acuerdo con sus conciencias de lo que hacían y lo que querían, sus motivaciones y sus intereses inmediatos, sus ideologías, sus ideales trascendentes y sus prejuicios y creencias del día. Eso es lo que sucede en todos los eventos que después se considerarán históricos. Si analizamos con cuidado todo el material de aquellos meses referido a este campo, por lo menos hasta el Congreso de fundación de la UNEAC, en agosto, podremos tratar de establecer el significado que tuvieron entonces los acontecimientos y las declaraciones. Casi siempre existe una historia de selecciones, olvidos y utilizaciones de cada evento histórico, que configura ella misma sus realidades, discernibles respecto al hecho original. Ellas tienen sus sentidos y sus funciones, pero no hay que confundirlas con lo que sucedió originalmente.
Los intelectuales y artistas estaban sometidos a tensiones extraordinarias en aquel verano del 61. Desde el triunfo unos habían participado, y otros apoyado o aplaudido, a una revolución vertiginosa, hecha de cambios profundos, desafíos a Goliat, alegrías de pueblo y justicia evidente. Pero además de su inmensa rectoría moral, sus hechos excepcionales y su inagotable capacidad movilizadora, ahora la Revolución parecía haber comenzado a encargarse de todo. Prácticamente todos los medios para comunicarse estaban sus manos, la mayor parte del trabajo intelectual y artístico debería transcurrir dentro de sus instituciones o de su orden, y este ámbito en su conjunto recibiría sus orientaciones. Y todo sucedía mientras la extrema agudización de la lucha de clases llevaba a muchas personas a decisiones que afectaban totalmente a sus vidas, convertía en hostilidad los desa cuerdos y a los juicios en definiciones de amigos o enemigos.
Por si fuera poco, el socialismo según los usufructuarios de las ORI incluye un control político del contenido de las artes y unas valoraciones sobre ellas que gozaban de una muy bien ganada mala fama. En la URSS se habían cometido represiones criminales contra artistas e intelectuales, y en aquel momento sus adeptos tenían todavía por artículos de fe dogmas como el del llamado realismo socialista. La Revolución contaba con varias instituciones culturales propias que ya adquirían obra y prestigio, pero no con una elaboración ideológica en ese campo que pudiera funcionar como norma. No existía unidad entre sus personalidades, ni la dirección del país les encargaba –al conjunto o a algunos de ellos-- la conducción del sector.. El sectarismo y el dogmatismo trataron entonces de imponerse, en nombre de la unidad y de lo que supuestamente era el legítimo socialismo.
Muchos intelectuales sentían zozobra ante aspectos de la situación y de lo que podía depararles el futuro cercano. Tenían razones para sentirla, porque en el campo cultural hubo funcionarios autoritarios, maniobras sectarias y dogmáticas, abusos e injusticias: esos hechos formaron parte del problema. Me imagino que cuando Virgilio Piñera dijo que él debía hablar primero, por ser el que más miedo tenía, Fidel quizás debe haberse sonreído para sí y pensado: “y yo soy el que más dolores de cabeza tengo”. Piñera expresaba el lícito temor de un intelectual acostumbrado a trabajar solo y defender su dignidad en un mundo hostil, pero me niego a creer que era un intelectual que vivía sobre una nube, ciudadano únicamente de la república de las letras. Invito a releer su carta a Jorge Mañach de 1942, en la que el joven Virgilio le expo ne lo que piensa sobre los deberes sociales del intelectual, la cultura cubana en aquel tiempo posrevolucionario y el sentido cívico que tiene su revista Poeta. Le enrostra a Mañach el significado de su actuación pública --“no hay cosa más difícil para una nueva generación que toparse con que la precedente ha capitulado”, le dice-- y le devuelve el dinero que ha pretendido aportar al novel editor. O podemos volver a ver cómo presenta Piñera a la sociedad burguesa neocolonial en su pieza Aire frío, un hito trascendente en el teatro cubano del siglo XX.
Los intelectuales reunidos en la Biblioteca Nacional no constituían un areópago de tontos cultísimos a los cuales Fidel ofreció, en dos frases rotundas y brillantes, la orientación de la política cultural, desde la no historia, de una vez y para siempre, que es lo mismo que decir de una vez y para nunca. Fidel ha sido extraordinariamente grande, entre otras causas, porque sus interlocutores no eran tontos, y porque él supo cabalgar sobre sus circunstancias históricas, obligarlas a andar en una dirección determinada y darle trascendencia a lo que pudo haber quedado en unos nobles intentos y un conjunto de anécdotas para ser contadas. Opino que el sentido de sus palabras en la Biblioteca era mantener abierto el diálogo revolucionario con los intelectuales y artistas, defender abiertamente la libertad de creación, respaldar a todo el que echara su suerte con la Revolución y evitar que el sectarismo-dogmatismo consumara un desastre en ese campo. Al mismo tiempo, se proponía sostener la primacía de la Revolución frente a cualquier problema específico, y por tanto su derecho a controlar la actividad intelectual y la libertad de expresión en todo lo que resultara necesario, reclamar a los intelectuales tener fe o confianza en la revolución, respaldar al Consejo Nacional de Cultura sin dejar a su pleno arbitrio el campo cultural y fortalecer la política de institucionalización estatal y de organizaciones sociales, que llevaba hacia la constitución de una Unión de Escritores y Artistas.
Fidel habla aquí como el máximo dirigente revolucionario, y logra mantener una relación íntima entre los principios, la estrategia y la táctica, en medio de una situación política e ideológica muy compleja. Su largo discurso es siempre en tono persuasivo, maneja argumentos y trata de influir y convencer. No ordena ni comunica decretos, no condena al documental PM y es muy cuidadoso en cuanto a no pretender que unos u otros tengan la razón, reconoce que se han expresado pasiones, grupos, corrientes, querellas, ataques, incluso víctimas de injusticias. No utiliza nunca expresiones como las de “problemas ideológicos” o “servir consciente o inconscientemente al enemigo”, que han sido tan funestas para la cultura en la revolución. Al contrario, su discurso contiene gran cantidad de giros como estos: “la Revolución no puede ser, por esencia, enemiga de las liber tades”; “la Revolución no le debe dar armas a unos contra otros”: “cabemos todos: tanto los barbudos como los lampiños…”; “tenemos que seguir discutiendo estos problemas (…) en asambleas amplias, todas las cuestiones”. Lo que reivindica es el derecho del Gobierno Revolucionario a fiscalizar lo que se divulga por el cine y la televisión en medio de una lucha revolucionaria, por la influencia que puede tener en el pueblo. Pero también matiza esa exigencia: “lo puede hacer equivocadamente –dice--, no pretendemos que el Gobierno sea infalible”. Y sabe inscribir las discusiones de la Biblioteca en el marco de los hechos portentosos que está viviendo el país en el campo cultural.
Todos recordamos las frases famosas: “…dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada (…) ¿Cuáles son los derechos de los escritores y de los artistas, revolucionarios o no revolucionarios? Dentro de la revolución: todo; contra la revolución, ningún derecho.” Las frases que son repetidas hasta el cansancio y sin atender a su significado, como si fueran rezos, pierden su valor, cualquiera sea su autor. Si recuperamos las que pronunció Fidel aquí hace cincuenta años, contienen, a mi juicio, la defensa de la posición revolucionaria cubana, de un poder muy reciente e inexperto en medio de una lucha tremenda, frente a la política elitista y la pretendida “pureza ideológica” predominante en las ORI. La idea del intelectual honesto, valioso en sí mismo, que no milita en la revolución, le permite a Fidel hacer planteamientos fundamentales respecto a los problemas reales que confronta la transición socialista. “La Revolución debe tener la aspiración de que no sólo marchen junto a ella todos los revolucionarios (…) la Revolución debe aspirar a que todo el que tenga dudas se convierta en revolucionario (…) la Revolución nunca debe renunciar a contar con la mayoría del pueblo.”
Yo veo la trascendencia de Palabras a los intelectuales en el conjunto de la intervención de Fidel y en los objetivos que tuvo, más que en la frase famosa. A mi juicio, esa frase atendía a lo esencial de aquella coyuntura, y no al propósito imposible de enunciar un principio general permanente de política cultural. Opino que resultó trascendente porque supo relacionar muy bien las actividades intelectuales y artísticas con la gran revolución que estaba sucediendo en Cuba, y porque estableció una forma honesta y clara –revolucionaria-- de relación entre el poder y los intelectuales, que ha sido transgredida innumerables veces, pero sigue ahí, enhiesta, con su prestigio y su alcance, como una meta a conquistar.
Aquellos que al inicio de los años sesenta éramos apenas unos jóvenes revolucionarios estudiosos, utilizamos con entusiasmo a nuestro favor la frase famosa de Palabras... En nuestra interpretación, “dentro de la revolución todo”, quería decir: “todos los que somos revolucionarios activos tenemos derecho a pensar, a expresar libremente nuestros criterios y a leer lo que nos dé la gana”.
En la etapa reciente se ha venido multiplicando la información pública acerca del proceso de la cultura en los primeros años del poder revolucionario, a través de documentos personales, testimonios, reediciones de trabajos polémicos de entonces y algunos textos de análisis. Ese hecho tan positivo nos puede ayudar mucho a la imprescindible tarea de recuperar la memoria, y sobre todo a que los jóvenes se apoderen del proceso histórico de la cultura en este medio siglo y de la totalidad del proceso histórico de la Revolución. Es imprescindible, y es vital para saber bien quiénes somos, de dónde venimos, a qué herencia no debemos renunciar, qué enemigos y qué combates han tenido y tienen una y otra vez ante sí los que pretendan ejercer sus cualidades y realizarse como individuos en el mismo proceso en que crean un medio social que fomente el crecimiento y el desarrollo de la libertad y la justicia social, una sociedad que conquiste liberaciones, en la que sea factible gozar y repartir entre todos los bienes, la belleza y la imaginación. Para poner en marcha esa aventura maravillosa, Palabras a los intelectuales puede ser convocada también, y constituir un instrumento sumamente valioso.
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