Enrique Ubieta Gómez
Tomado de La Jiribilla
Durante los años 2005 y 2006 recorrí casi todo el territorio venezolano, con el objetivo de escribir un libro. Entre las rutinas de trabajo, cada tarde archivaba en carpetas temáticas los principales artículos o reportajes de una prensa que es, ya se sabe, mayoritariamente contrarrevolucionaria. Ese ejercicio me convenció de que la guerra de ideas tiene un complemento indispensable: la guerra de los imaginarios. Estos últimos, son más efectivos. Los pobladores de los cerros capitalinos no pueden ser engañados con palabras, pero se dejan arrastrar por las historias de vida —expuestas como melodramas, en forma de artículos, reportajes periodísticos, telenovelas o películas—, que establecen modelos de conducta. Las historias de la realeza metropolitana, por ejemplo, la de la vieja Europa y Japón —a nadie se le ocurre una historia de reyes y príncipes negros en el África subsahariana—, se alternan de forma conveniente con las de “triunfadores” del sistema.
El capitalismo integra y subordina las formas de producción pre-capitalistas. Al espectáculo mediático están invitados todos los que conforman el imaginario del poder: príncipes, obispos, narcotraficantes “lavados”, empresarios, banqueros, especuladores, ladrones de cuello blanco o de manos sucias, deportistas, modelos y actores del star system. La nobleza europea tributa, paradójicamente, al imaginario del poder burgués. Lo complementa. Por entonces, se contaban dos historias de vida, seguidas en “tiempo real”, también por la prensa venezolana: la de Leticia, la plebeya que se convertía en princesa al casarse con Felipe, el heredero del trono español, y debía, la pobre, aprender a comportarse y a vestirse según su nueva condición; y la de una princesa japonesa, cuyo nombre no recuerdo, que renunciaba voluntariamente a serlo, para casarse por amor con un plebeyo, y debía, ¡oh la pobre!, aprender a manejar por sí misma el lujoso auto, y a comprar los víveres en un supermercado. La apoteosis de esta última historia sobrevino cuando, finalmente, se despidió de su padre el Emperador, abandonó Palacio y se instaló en su nuevo penthouse del centro de Tokio. ¿Qué muchacha no ha soñado con ser princesa?, ¿qué muchacha no ha soñado con un amor capaz de renunciar a todo, incluso a ser princesa? La renuncia, desde luego, no incluye el dinero, bendecido por el poder de lo simbólico: la nobleza de origen, y el amor.
Precisamente, esa indiferencia del dinero con respecto a su origen —no importa si robado, mientras no se pruebe, o heredado, o ganado en la ruleta de un casino—, otorga relevancia simbólica a la nobleza. En un mundo sin coordenadas éticas, el noble ejerce un tipo de contracultura reaccionaria, fácilmente asimilable e intercambiable por el sistema. Quizá por eso se llame Rey o Príncipe de las Finanzas al empresario exitoso, y algunas películas sustituyan al Príncipe por el Millonario en su actualizada versión del cuento de Cenicienta. En realidad, la nueva aristocracia, la que engendra el Capital, después de cinco siglos de reproducción, se define en la saga de unos pocos apellidos, de un árbol genealógico y un pedigree. Uno de los artículos más leídos de 2012, aparecido en un órgano reproductor de valores capitalistas, el periódico El País, de la trasnacional PRISA, da cuenta de la guerra desesperada que sostienen descendientes de la nobleza española por los títulos nobiliarios. Su autora Lola Galán, advierte: son “apenas 2200 personas que se reparten cerca de 3000 títulos”. No es dinero heredado lo que se reclama, es dignidad heredada. En una cultura que rinde culto al tener, la resistencia de los nobles a favor del ser es solo de apariencias, tan descarriada como inútil. ¿Puede heredarse la dignidad? Hermanos, primos y sobrinos se acusan mutuamente ante los tribunales —el Consejo de Estado decide a quiénes corresponden los títulos vacantes—, y acaparan cuantos nombramientos puedan para sí.
“Y es que los nobles viven pendientes del árbol genealógico —escribe Lola Galán—, al acecho de títulos vacantes o dinastías al borde de la extinción, porque los títulos siguen siendo un bien preciado. (…) En estos tiempos en los que triunfa el igualitarismo más total, un título es algo que distingue. Ninguna condecoración, ni siquiera la más alta, como el Collar de la Orden de Carlos III, vale tanto como un título que el Rey da. Los títulos están fuera del comercio y son intemporales’, dice Carlos Texidor, abogado experto en la materia que ha defendido a muchos nobles en sus pleitos familiares”.
No siempre los que ostentan títulos nobiliarios son ricos hoy —desde la época de Cervantes muchos hidalgos viven en la pobreza—, pero a veces la fórmula coincide. Es el caso de las hermanas Kopliwitz, millonarias, herederas de algunos títulos entregados en Cuba. Estas hermanas y sus hijas, según Lola Galán, “heredaron tres marquesados y un condado, y en largas peleas judiciales se hicieron con otro marquesado y un condado”. Como si no bastara, ahora pelean judicialmente con otro pretendiente por los títulos de marquesa de Arcos y condesa de Santa María de Loreto.
A veces se me ocurre que podría establecerse un linaje nobilario de otra estirpe, ajeno a los entresijos del poder real (feudal-capitalista). Por ejemplo, los descendientes de cada gran creador del arte o de la ciencia en todas las culturas y épocas, podrían considerarse nobles. La obra de sus antepasados los acredita. A Bolívar lo llamaban Libertador. “Cuando le ofrecieron la corona —y lo hicieron muchas veces—, él dijo que no se podía rebajar a aceptar una corona teniendo el título de Libertador, que es el más grande de los títulos que hay en la Tierra”, me apuntaba el escritor venezolano Luis Britto en una entrevista. A Martí lo llamaban Apóstol. Es el General de Hombres Libres, decían de Augusto César Sandino. Cuando un general traidor preguntó con ironía sobre sus grados, “¿y a usted quién le ha hecho general?”, aquel respondió: “Mis compañeros de lucha, señor. Mi título no lo debo ni a traidores ni a invasores”. Ernesto Che Guevara quedó identificado en la historia como Guerrillero Heroico y Fidel, es y será nuestro Comandante en Jefe. ¿No son acaso dignos títulos para otro tipo de linaje? Pero no son heredables. Cada generación debe construir su propia biografía, su propia historia. Algún día, los hombres y mujeres exhibirán como el mayor patrimonio personal lo que son —cuán útiles han sido—, no lo que tienen. Tampoco lo que viejos pergaminos heredados de nombres rimbombantes, dicen que son. Y triunfará el imaginario del ser, en un mundo otro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario