Texto y fotos: Enrique Ubieta Gómez
En la ciudad se mezclan las viviendas confortables y las de barro o zinc, las calles asfaltadas y los terraplenes de polvo o fango, según la época, los muchos autos y los aún más numerosos vendedores ambulantes, con sus cestas, jabas, cubos o bandejas en la cabeza, llenas de las más disímiles mercancías. Las camionetas del transporte colectivo pasan atestadas de pasajeros, indiferentes al peligro del contacto personal con algún portador del virus. La ciudad no se amilana, no se recoge, a pesar de que la epidemia marca, como promedio, a siete personas por día. Otras enfermedades cobran más vidas, y son más antiguas. La gente no parece temerle a este juego de dados. El Gobierno dicta esporádicos toques de queda, y comprueba la temperatura de choferes y pasajeros en puntos claves de la ciudad y sus alrededores. En cada establecimiento, al entrar, hay que lavarse las manos en un tanque de agua con cloro.
Monrovia es posiblemente más grande, pero Freetown se reserva dos cartas de particular encanto: el litoral de playa –que en Monrovia no se integra a la ciudad-, y las montañas, por las que suben y bajan edificaciones. Las dos capitales carecen de un sistema mínimo para la distribución de agua y de la suficiente capacidad de generación eléctrica. En las afueras de Freetown hay un hotel singular, nombrado Compañero, así, en español. Su dueño estudió en Cuba. En el muro lateral de la rampla de entrada, un mural muestra un dibujo a color de Fidel y las banderas de Cuba y Sierra Leona.
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