Mañana, 18 de mayo se cumplen 120 años del asesinato del nicaragüense Augusto César Sandino, General de Hombres Libres. Como homenaje a su memoria, reuno los fragmentos en que hablo de Sandino en mi libro La utopía rearmada, La Habana, Casa Editora Abril, 2002. La Nicaragua que describo en esos pasajes es la del presidente neoliberal Arnoldo Alemán.
Enrique Ubieta Gómez
En lo más alto de la colina del hospital militar hay una enorme silueta de Sandino, toda de negro. No es una estatua, no sé de qué material habrá sido hecha, pero allí permanece bajo la lluvia o el sol, incólume, erguida: es la sombra omnipresente de Sandino proyectada sobre la ciudad, abarcándolo todo; la sombra de Sandino en los ojos de los transeúntes, en la mirada clara de la maestra, en la mirada triste y dura de los niños descalzos que le cobran al turista frente al antiguo Palacio Nacional la morbosa impertinencia de retratarles, en la mirada indolente de los ricos de siempre. La Revolución se fue, pero está. Participé el 19 de julio de 1999 en la conmemoración capitalina del XX Aniversario del triunfo, efeméride para la nostalgia y la reflexión. Me impactaron más que nada, los cientos de muchachas y de muchachos que se habían dibujado en la frente y en las mejillas la bandera rojinegra de Sandino, de los sandinistas, la misma bandera del 26 de Julio, muchachos que no vivieron los años ochenta o que entonces eran muy pequeños. Son los hijos bastardos pero legítimos del neoliberalismo. (…)
Cuando los cubanos iniciaban su lucha contra Machado, los nicaragüenses combatían ya con las armas a las fuerzas interventoras de Estados Unidos. Mella, martiano raigal y marxista, era un antimperialista convencido. Augusto César Sandino, símbolo del antimperialismo insurgente, escribía en 1928: “Hablando de la doctrina Monroe dicen: América para los americanos. Bueno: está bien dicho. Todos los que nacemos en América somos americanos. La equivocación que han tenido los imperialistas es que han interpretado la doctrina Monroe así: América para los yankees. Ahora bien: para que las bestias rubias no continúen engañadas, yo reformo la frase en los términos siguientes: los Estados Unidos de Norteamérica para los yankees. La América Latina para los indolatinos. (...) No será extraño que a mí y a mi ejército se nos encuentre en cualquier país de la América Latina donde el invasor asesino fije sus plantas en actitud de conquista”. ¿Es acaso una casualidad histórica que la bandera rojinegra de Sandino fuese enarbolada en Cuba por el Movimiento 26 de Julio? (…)
Augusto César Sandino navegó en pipante por el río Coco, desde Wiwilí hasta Waspám, en viaje de nueve días. Seguramente el grupo de muchachas misquitas que le ayudó en Puerto Cabezas a rescatar las armas abandonadas en el mar por los liberales ante la llegada de las tropas norteamericanas eran “las pobres prostitutas del pueblo”. Pero la gesta antimperialista de Sandino respondía a otros códigos del honor patrio, a otra historia. Para los misquitos, todos aquellos que los visitaban esporádicamente con el fin de obtener ganancias eran extranjeros, hablasen inglés, español o alemán, fuesen rubios o mestizos, norteamericanos o nicaragüenses. (…)
El centro médico de Raití es una casa de madera de dos habitaciones sobre pilotes de concreto. Fue una de las tres construcciones que resistieron la llena provocada por el Mitch; las otras dos fueron la Iglesia Morava –que acapara aquí a la mayor parte de los feligreses–, y la casa pastoral. El interés prusiano en la colonización de la Costa Atlántica de Nicaragua motivó el arribo el 2 de mayo de 1847 de los dos primeros misioneros moravos, quienes regresaron en 1849 comisionados por el Sínodo General de Herrnhut para la cristianización del Reino Misquito. La Iglesia Morava tiene su origen en el protestantismo checo y el nombre indica su región de procedencia. Su enraizamiento en esta zona del país determina el desarrollo posterior de la cultura religiosa local, convirtiéndose en una de las expresiones de la identidad misquita. La religiosidad de los misquitos se expresa mayoritariamente en el culto cristiano moravo, pero la trasciende en sus mitos y creencias ancestrales. Los misioneros moravos se opusieron a la gesta de Sandino, por los sentimientos anticlericales de éste –“los primeros ladrones de la tierra fueron los sacerdotes y los militares”, escribía Sandino en 1931–, y probablemente también por sus estrechos vínculos con las compañías extranjeras. Muchos años después se opusieron también a los nuevos sandinistas. (…)
Desde Wiwilí partió Sandino en pipante en viaje de nueve días por el río, dejándose llevar por la corriente, hasta Waspám, o quizás hasta Leimus, para seguir por tierra, como todavía se hace hoy, a Puerto Cabezas y encontrarse allá con Sacasa y con el general Moncada, quienes le recibieron con frialdad: “Mi buena fe, mi sencillez de obrero y mi corazón de patriota, recibieron la primera sorpresa política... Moncada se negó rotundamente que me entregaran las armas que pedía”. Desilusionado, pero igualmente dispuesto a proseguir su lucha, hizo el viaje de regreso por el río, a contracorriente. A contracorriente viviría desde entonces Sandino. Las Segovias, como entonces eran llamados estos Departamentos del norte: Jinotega, Nueva Segovia, Madriz, Estelí, fueron su escenario fundamental de vida guerrillera. Erguido como un titán frente a la Paz de Tipitapa, una paz que aceptaba la intervención militar norteamericana y la permanencia en el poder del títere Adolfo Díaz, Sandino proseguiría solo, a partir de 1927, la lucha desigual contra las fuerzas de ocupación. Citado por Moncada a la Junta de Jefes a una hora posterior a la acordada con los demás participantes, encontró a su llegada que todo había sido ya decidido. Ante su protesta, Moncada ironizó: “¿Y a usted quién le ha hecho general?” Pero Sandino dejó una respuesta para la historia: “Mis compañeros de lucha, señor. Mi título no lo debo ni a traidores ni a invasores”. En una extensa carta el propio Sandino relata cómo Moncada le había explicado unos días antes, el contenido del acuerdo de paz: “Yo me sonreí maliciosamente. Fue objeto de sorpresa mi sonrisa para el general Moncada, quien agregó: ‘También nos darán el control de seis departamentos de la República. Usted es el escogido para jefe político de Jinotega. El gobierno de Díaz pagará todas las bestias que actualmente estén en la guerra y usted puede recoger las que más pueda y será legalmente dueño de ellas’. Pregunté a Moncada si estaba de acuerdo todo el Ejército y me respondió: ‘Tiene que estarlo supuesto que a todos les será pagado el sueldo que hayan devengado. A usted le corresponden, –continuó– diez dólares diarios durante todo el tiempo que ha permanecido en armas’. Volví a sonreír sarcásticamente”. Sandino era un hombre de baja estatura, delgado, un ser en apariencia común, “extraordinariamente parecido a los demás”, dice un testigo. Un hombre “común” que encarnó la dignidad de su pueblo: “Sentí un profundo desprecio desde ese momento por Moncada. Le dije que yo consideraba un deber morirnos o libertarnos. Que con ese fin yo había enarbolado la bandera Rojo y Negro simbolizando libertad o muerte. Que el pueblo nicaragüense de aquella guerra constitucionalista esperaba su libertad. Él sonrió sarcásticamente. Me dijo textualmente estas palabras, en tono despreciativo: ‘No hombre... ¿Cómo se va a sacrificar usted por el pueblo? El pueblo no agradece... Esto se lo digo por experiencia propia... La vida se acaba y la patria queda... El deber de todo ser humano es: gozar y vivir bien sin preocuparse mucho...’ ”.
Las motivaciones históricas de Moncada en Tipitapa no pueden ser comparadas con las de aquellos mambises que aceptaron una paz sin independencia en la Cuba de 1878, pero frente a las debilidades aparentemente colectivas de una nación, siempre surgen hombres “que reúnen en sí el decoro de muchos hombres”, como expresara Martí. Sandino parecía hasta entonces un caudillo local honesto en una guerra civil entre liberales y conservadores en la que el ejército norteamericano simulaba ser un interventor neutral, pero al rechazar el Pacto de Tipitapa y proseguir la lucha, demostró la identidad histórica y la traición de unos y otros, y situó el conflicto en su verdadero centro: se trataba ya de una guerra popular contra el invasor extranjero y sus lacayos locales, por la soberanía nacional. El Gobierno norteamericano trató de restarle importancia a su gesto, los medios informativos lo calificaron de bandolero –así se estudió su vida en las escuelas nicaragüenses durante muchos años y todavía hoy, un alcalde liberal del Atlántico Norte, ignorando que se trata de una figura mundialmente conocida, me “explicó”, al nombrarlo, que era “un alzado que hubo aquí en la zona”–, pero utilizó con saña todo su poderío militar para aplastarlo. “Podemos hacer constar aquí –escribe Gregorio Selser, el más acucioso biógrafo del nicaragüense– un hecho poco menos que desconocido: uno de los primeros entrenamientos de aviones y de aviadores militares con posterioridad a la primera guerra mundial, se realiza en territorio de Nicaragua, ocho años antes que los abisinios y diez años antes de que los pilotos de la escuadrilla Cóndor de Hitler dejaran a Guernica reducida a escombros. Era la época de creciente desarrollo de la aviación cuando los aviadores de todo el mundo trataban de batir records uniendo distintos puntos del globo como lo hizo Lindbergs al cruzar por primera vez el Atlántico en un vehículo aéreo. El gobierno de Coolidge empleaba los nuevos conocimientos del arte de la guerra moderna, probándolos sobre el pueblo de Nicaragua”. Años más tarde, los Estados Unidos probarían su bomba atómica en suelo japonés, sus armas químicas en tierra vietnamita y sus cohetes teledirigidos en Irak. El nombre de Sandino se convirtió en uno de esos mitos populares, fundantes, de la resistencia antimperialista latinoamericana y mundial. “Cuando los ejércitos del Kuomitang entraban victoriosos en Pekín –apunta Selser–, el retrato de Sandino figuraba como estandarte en varios cuerpos del ejército revolucionario chino”.(…)
El ejército norteamericano no sólo fue, como se conoce, maestro distante en la tortura y el crimen contrainsurgentes. En su desesperación frente a la obstinada resistencia de Sandino, empleó en suelo nicaragüense métodos sádicos para la ejecución de los prisioneros de guerra. Somoza, buen discípulo, los explica detalladamente en un libro que escribiera (o que le escribieran): el corte de chaleco, que arrancaba de raíz los brazos como castigo por llevar armas; el corte de cumbo, consistente en la ablación del cráneo, con la que se daba muerte a la víctima, pero lentamente. No transcribo los detalles de ambos procesos, que Selser reproduce en su estudio biográfico, para no alterar más la paz del lector. El tema de la violencia es crítico en la historia centroamericana. En Condega, durante los años 70 la Guardia Nacional de Somoza cometió crímenes espantosos. (…)
En Ciudad Sandino o Jícaro, nombres por los que se conoce el pueblo, en el propio departamento de Nueva Segovia, está ubicada otra brigada cubana de la salud, compuesta por tres doctoras cubanas, la epidemióloga tunera Isabel Escalona, jefa del colectivo, la camagüeyana Olga Espinosa y la villaclareña Viridiana Pérez. Las acompaña el licenciado en enfermería Fausto Enríquez, de Cienfuegos. Hasta el mes de mayo han atendido 5 215 casos en el Municipio. Nos encontramos ya en pleno corazón del territorio que controlaba desde las montañas el “pequeño ejército loco” de Sandino. Muy cerca, en Ocotal, la capital departamental, se produjo el primer combate contra efectivos estadounidenses. Y éstos por primera vez también en esa guerra, emplearon la aviación con fines militares; el resultado lógico fue una masacre entre los soldados de Sandino y en la población de los alrededores. Un cable de AP, fechado el 18 de julio de 1927 decía: “Se calcula que los defensores de Ocotal mataron a un centenar de los hombres del general Sandino, creyéndose que otros doscientos más perecieron cuando cinco aeroplanos de bombardeo, enviados desde Managua por el general Feland, volaron sobre los rebeldes, haciendo uso de ametralladoras". El Presidente conservador Díaz y su opositor liberal general Moncada aplaudieron la acción y se apresuraron a solicitar condecoraciones y a homenajear a los jefes militares norteamericanos que ordenaron la matanza.
Cerca de Jícaro también, en dirección opuesta, se encuentra la antigua mina de oro de San Albino. Unas paredes escalonadas de ladrillo han sobrevivido entre enredaderas y bejucos, mientras las piezas de hierro oxidado yacen dispersas en los alrededores, escondidas en la hierba, de forma tal que en unos cincuenta metros de diámetro el olvido humano y la naturaleza han dispuesto un paradójico parque-memorial que nadie visita. Un viejo cuidador vive en un pequeño cuarto construido quizás con ese fin. Se le ve contento con nuestra presencia. Dice poco, porque sabe poco, pero nos acompaña. Los dueños –él naturalmente no los conoce– lo contrataron para cuidar el lugar, pero hace ocho meses que no le pagan. No sabe mucho, pero sabe que allí trabajó Sandino y que allí fue donde inició su épica lucha. Lo dice con orgullo mientras escudriña mi reacción. No sé por qué no se va de aquel lugar si no le pagan. Quizás, digo yo, porque ésa es su casa, quizás porque espera que alguna vez le paguen, quizás también, porque se siente importante y hay un río cerca, y el paisaje es hermoso. Extraña presencia la de los hombres ausentes. Sigo los pasos de Sandino en Nicaragua, pero es Sandino quien me sigue: ahí está, mudo, pequeño, imbatible, mirándome. Lo que más debe de haber molestado en él era su insignificancia física. Un testigo lo describía con rabia como un ser común, igual a todos. Igual a todos, todos en él. Ahí está todavía, imbatible, mirándonos.
Nota
Todas las citas son de:
Gregorio Selser: Sandino, general de hombres libres, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, tomo II, 1976
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