Atilio A. Boron
Chile se enfrenta mañana a una disyuntiva crucial: ratificar un modelo de país construido por la siniestra dictadura pinochetista y el rumbo económico seguido durante décadas por una democracia de (muy) baja intensidad y que finalmente dio luz a una sociedad injusta, excluyente y de “manos libres” para un capitalismo depredador como pocos; o, en esa vital bifurcación histórica, comenzar a transitar por un camino alternativo pero que si a primera vista no parece muy diferente al anterior, encierra posibilidades extraordinarias que no existían desde 1973 y que chilenas y chilenos harían muy mal en desaprovechar.
Sospecho que habrá quienes al leer este párrafo introductorio se encojan de hombros argumentando que Sebastián Piñera y Alejandro Guillier son lo mismo, que “les da igual” como tristemente lo decía una izquierda desastrada y sonámbula en la Argentina cuando la opción era entre un emisario y representante de Estados Unidos como Mauricio Macri y un político de centro, “inmoderadamente moderado”, como Daniel Scioli, pero cuyas apoyaturas sociales, compromisos políticos (que no rompió pese a que desde la Casa Rosada se lo invitó a ello) y vínculos con la sociedad civil jamás le hubieran permitido, en caso que lo hubiera deseado, impulsar el holocausto social que Macri está consumando en la Argentina. También se decía que no había casi diferencias entre Dilma Rousseff y Aecio Neves y su fuerza política. Consumada la destitución de Dilma aquellas mínimas diferencias aparecen con rasgos pesadillescos: veinte años de congelamiento del presupuesto de salud y educación y cuarenta y nueve años de aportes jubilatorios para recibir una pensión, tal es la propuesta de Michel Temer.
Por eso, sin negar que en el Chile de hoy las diferencias entre los dos candidatos no son tan grandes como nos gustarían, existen y abren una ventana de oportunidades que estaba herméticamente clausurada desde aquel nefasto 11 de Septiembre del 1973. Si esto no satisface a los espíritus más inquietos, ¿por qué no avanzar por el camino de una “revolución socialista y anticapitalista”, como quieren algunos? Porque no se puede, porque es una peligrosa ilusión.
Quienes la proponen deberían identificar el proceso insurreccional de masas en curso en las calles y plazas de Chile, no el que se evoca en los claustros universitarios o en los cafés de moda como recordaba hace algunos días Álvaro García Linera. Sin abusar de los clásicos del pensamiento socialista es innegable que en el marco del capitalismo dependiente latinoamericano no existe un solo país en donde exista la feliz coincidencia de las célebres “condiciones objetivas y subjetivas” que dan luz a una revolución anticapitalista. En ninguno. Y Chile no puede ser la excepción, como no lo es Argentina, Brasil, México, Colombia e, inclusive, mismo Bolivia y Venezuela. Ante ello, ¿qué hacer?
La respuesta la ofreció Fidel en su visita a Chile en Noviembre de 1971, que tuve la inmensa fortuna de acompañar como un fervoroso estudiante de la FLACSO. En su conferencia pública ante los estudiantes de la Universidad de Concepción se le planteó una pregunta que se relaciona con la coyuntura actual de Chile: ¿qué estaba ocurriendo en Chile, cuál era la naturaleza del proceso dirigido por Salvador Allende? Y la respuesta de Fidel fue terminante: “si a mí me preguntan qué está ocurriendo en Chile, sinceramente les diría que en Chile está ocurriendo un proceso revolucionario (APLAUSOS). Y nosotros incluso a nuestra Revolución la hemos llamado un proceso. Un proceso todavía no es una revolución. Hay que estar claros: un proceso todavía no es una revolución. Un proceso es un camino; un proceso es una fase que se inicia.” Obviamente, Fidel descartaba el milenarismo de quienes piensan a la revolución como un acto, un rayo que en un día maravilloso cae del cielo y clausura en un santiamén un ciclo histórico y alumbra el nacimiento de otro. Pero eso es religión, o magia, pero no análisis político. Por eso el Comandante remató su argumento diciendo que algunos dicen que “en tal fecha se produjo el triunfo de la revolución bolchevique, y el triunfo de la Revolución Francesa, y el triunfo de tal y más cual. Y para que nos entendieran, dijimos (que) el primero de enero no había triunfado la Revolución. Se había abierto un camino, se había creado una posibilidad, se iniciaba un proceso. Eso es lo que ocurría en nuestro país el primero de enero de 1959.”
Y de eso se trata mañana en Chile: de abrir un camino, un proceso que si se transita sustentado en la organización de las clases y capas populares, en su formación y educación política, en estrategias y tácticas adecuadas para ir cambiando progresivamente la correlación de fuerzas sociales este primer paso puede, gracias a la dialéctica de la historia, no olvidar eso, culminar en el nacimiento del nuevo Chile que tantos queremos, dentro y fuera del país. El viejo Engels dijo una vez que uno de los más graves errores que podían cometer los revolucionarios era hacer de su impaciencia el fundamento de su táctica política. Un triunfo de Alejandro Guillier abre la posibilidad de, por fin, comenzar a marchar hacia el cambio profundo que chilenas y chilenos vienen reclamando hace tiempo ante la sordera gubernamental. Liquidar el mafioso negociado de las AFP, garantizar educación gratuita de calidad, reconstruir el sistema de salud pública, convocatoria por primera vez en la historia a una Asamblea Nacional Constituyente, resolver la asignatura pendiente de los mapuche y otros pueblos originarios, encarar seriamente la lucha contra la corrupción y varios temas más que son por todos conocidos. Esta agenda se abriría con su victoria, pero sería sellada a fuego por una ratificación de Piñera. Será un camino arduo, cuesta arriba. Pero el Frente Amplio, la esperanzadora novedad de Chile, debe enfrentar este desafío, y tras las elecciones estar firme asegurando que esos compromisos -que sin duda encontrarán resistencias enormes dentro del gobierno y desde los sectores económicos- sean empujados por las grandes mayorías. Si en cambio se desalienta y abandona la lucha, promueve la indiferencia y esta actitud se combina con el escapismo de los impacientes que especulan con la ilusoria productividad política de la abstención volverá a imponerse en Chile una derecha cada vez más radicalizada, como infelizmente lo demuestra Macri en la Argentina.
No puedo concluir este análisis sin subrayar la enorme importancia que la elección de este domingo tiene para toda América Latina. Por primera vez desde el golpe contra Allende una elección chilena adquiere proyección continental. Si Piñera es derrotado y si a esto se le suma a la de Juan Osvaldo Hernández, el lacayo del imperio en Honduras, las chances de una recomposición progresiva del mapa sociopolítico de América Latina se verán considerablemente reforzadas. Será un poderoso estímulo para el pueblo brasileño, en su empeño por reinstalar a Lula en Brasilia. También para Andrés Manuel López Obrador en México, para poner fin a la masacre que ha sumido en sangre a ese país; o para fortalecer el apoyo al proceso de paz en Colombia, que el amigo de Piñera, Álvaro Uribe, ha saboteado sin pausa; para forzar nuevas (y honestas) elecciones en Honduras; para los argentinos que salieron a la calle a parar la eutanasia política de los pobres, los adultos mayores y los sectores más vulnerables que promueve la Casa Rosada. Por eso, no puedo sino terminar estas líneas pidiéndole a las hermanas y hermanos de Chile que este domingo dejen de lado sus aprensiones y el enojo que les provoca la decadencia democrática sufrida durante casi medio siglo a manos de distintos gobiernos de la derecha y salgan a votar con entusiasmo, con visión de futuro, como recordaba Fidel, para abrir un camino. Si tal cosa llegara a suceder, la construcción de un promisorio futuro para Chile estará en sus manos y dependerá de su inteligencia política, vocación revolucionaria y capacidad de organizar al campo popular.
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