Atilio A. Boron
La intempestiva designación del Juez
Sergio Moro como Ministro de Justicia de Brasil quedará registrada en la
historia como el caso paradigmático, por su desvergüenza rayana en lo obsceno,
de la emergencia de un siniestro actor en la siempre acosada democracia
latinoamericana: el “Sicario Judicial”.
A diferencia de sus predecesores que aniquilan a sus víctimas
físicamente, el sicario judicial como su colega económico de más antigua data
(como lo demuestra el conocido libro de John Perkins, Confesiones de un sicario
económico) el judicial los elimina utilizando un arma más silenciosa y casi
invisible a los ojos de sus contemporáneos: el “lawfare”. Esto es: la
utilización arbitraria y tergiversada del derecho para violar los principios y
procedimientos establecidos por el debido proceso con el objeto de inhabilitar
–por la cárcel o el exilio- a quien, por algún motivo, se constituye en una
figura molesta para las clases dominantes o el imperialismo. En otras palabras, matarlo políticamente.
El sicario judicial personifica el proceso
de putrefacción de la justicia de un país, desnudando impúdicamente su carácter
de clase y su abyecta sumisión a las órdenes de los poderosos. Por extensión,
revela asimismo la degradación de la vida democrática que tolera el accionar de
estos delincuentes. Cómo el pistolero, el sicario judicial actúa por encargo.
Se trata de un “killer” de nuevo tipo que gracias a su posición en la
estructura del poder judicial puede disponer a su antojo de la vida y la hacienda
de sus víctimas, para lo cual viola con
total impunidad no sólo la letra sino también el espíritu de las leyes,
torciendo premisas jurídicas fundamentales (la presunción de inocencia, por
ejemplo) y enviando a la cárcel a aquellos sin necesidad de contar con pruebas
fehacientes. Y al igual que sus tenebrosos precursores de pistola y explosivos
actúa bajo un manto de protección que le garantiza no sólo que sus delitos
permanecerán impunes sino que sus “asesinatos civiles” serán ensalzados como
ejemplos luminosos del respeto a la ley y las instituciones de la república.
Para perpetrar sus crímenes necesita estar
amparado por la complicidad de todo el poder judicial. Jueces, fiscales y los consejos de la
magistratura cierran sus ojos ante sus actos y la prensa hegemónica,
imprescindible cómplice del malhechor que con sus fake news y posverdades
produce el linchamiento mediático de sus adversarios, facilitando su posterior
condena, reclusión y ostracismo político. El renombre de este nuevo tipo de gangster
judicial reposa en las espectacularidad de sus intervenciones, casi siempre a
partir de datos y pistas procedentes de los organismos de inteligencia el Departamento de Justicia de Estados Unidos
y selectivamente dirigidas en contra de quienes se sospecha sean enemigos del
orden social vigente. Sergio Moro, fue un asiduo alumno de los cursos de
“buenas prácticas” que hace décadas Washington organiza para educar a jueces y
fiscales en la correcta administración de justicia. Una de las cosas que
aprendió fue sacar de la carrera electoral a un líder popular y crear las
condiciones para posibilitar la demolición de una construcción política
moderadamente reformista pero que, aún así, suscitaba el intenso repudio del
imperio. Este nuevo y desafortunado actor político que irrumpe en la escena
latinoamericana no dispara balas sino sentencias; no mata pero condena,
encarcela e instaura un fraude electoral gigantesco porque, como se decía en
Brasil, “sin Lula la elección es fraude”. Y así fue. Como todo sicario trabaja
por encargo y recibe magníficas recompensas por su deleznable labor. En el caso
que nos ocupa, su escandalosa violación del derecho fue retribuida por su
mandante con el Ministerio de Justicia, y desde allí seguramente organizará
nuevas cacerías para producir la “limpieza” política y social que prometiera el
energúmeno que a partir del año próximo será presidente de Brasil. Con su
designación los alcances de la conspiración para evitar, a cualquier precio, el
retorno de Lula al gobierno queda en evidencia. La irrupción de este nuevo
actor obliga acuñar una nueva –y
ominosa- categoría para el análisis político: el sicario judicial, tanto o más
dañino que los demás. Claro que sería un grave error pensar que lo de Moro es
una manifestación exótica de la política brasileña. El huevo de la serpiente,
dentro del cual madura este siniestro personaje, ya se advierte claramente en
Argentina, Ecuador, Bolivia y Paraguay.
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