Enrique Ubieta Gómez
Recuerdo haber visto, hace unos años, en ese vasto universo que llaman Internet, una frase lapidaria, muy mexicana, por su cáustico sentido del humor: “Se busca con urgencia –decía–, sangre tipo Zapata”. Así expresaban su desesperación los colegas de aquel país. Hace apenas unos días, de regreso de la 8va Conferencia de CLACSO celebrada en Buenos Aires, una amiga mexicana con ese tipo de sangre se quejaba en las redes de que México no hubiese tenido una presencia mayor en las mesas de debate: “podríamos haber estado en varias, por ejemplo: ‘derecho a la información’ con nuestros más de 110 periodistas asesinados pero también con nuestras muchas radios comunitarias; ‘contra el patriarcado’, con nuestras muertas y asesinadas todos los días; ‘la lucha por la paz y la justicia’ con nuestros cerca de 40,000 desaparecidos y 200,000 muertos sin verdad ni justicia; ‘poder ciudadano y justicia’ con nuestros múltiples empeños organizativos en lucha en todos los ámbitos de la vida social…” La inconformidad era justa, y los datos irrefutables. ¿Acaso los organizadores no convocaron a los especialistas y a los activistas mexicanos? Saltémonos el hecho comprensible de que argentinos y brasileños hayan querido centrar las miradas en el eje dictatorial que el imperialismo impuso en el Sur, en elecciones fraudulentas (dinero, consorcios de medios, sicariato judicial y paramilitar): Macri – Bolsonaro – Piñera. Quiero referirme a ese pedazo de la América del Norte que pertenece al Sur, y que hoy abre, con la toma de posesión del presidente Andrés Manuel López Obrador, un capítulo de esperanzas.
En América Latina han existido tres grandes revoluciones sociales: la haitiana (1793 - 1804), la mexicana (1910), y la cubana (1959). Por lo que significó la segunda, por sus extensiones simbólicas, por la inyección revitalizadora que el mandato de Lázaro Cárdenas (1934 – 1940) le proporcionó, por la fusión de arte de vanguardia y vanguardia política en creadores de la magnitud de David Alfaro Siqueiros, Diego Rivera, Frida Kalho, José Clemente Orozco, José Revueltas, Efraín Huerta, Xavier Guerrero, Tina Modotti, y también de León Trotsky y Julio Antonio Mella, entre otros; por las sucesivas oleadas de emigrados revolucionarios que asimiló, desde la España republicana, la Guatemala de Arbenz, la Cuba en lucha contra la dictadura de Batista –fue el escenario en el que se entrenaron los jóvenes Fidel Castro y Ernesto Guevara y desde donde partió el yate Granma para la liberación de Cuba--, el Chile de Allende y en general, de aquellos que escapaban de las dictaduras de los setenta y ochenta en Centroamérica y en el Cono Sur, etc., México es una tierra mítica. Por un breve instante, incluso, ya en tiempos de desesperanza, acaparó todas las atenciones con una subguerrilla en Chiapas, y un subcomandante.
Quizás por eso, y por aquello de estar tan cerca de los Estados Unidos y tan lejos de Dios –y por ser México, “nuestra Grecia”, un país tan apetecible: hermoso y rico en recursos--, el imperialismo y sus lacayos nacionales se empeñaron con furia y constancia en desarticular su historia y corromper su institucionalidad, en desnacionalizarlo. ¿Cómo olvidar a los estudiantes masacrados en la Plaza de Tlatelolco aquel año esencial de 1968? Medio siglo después, ¿cómo olvidar a los desaparecidos de Ayotzinapa?, ¿a los cientos de miles de muertos y desaparecidos? Yanquilandia parecía imponerse en el imaginario mexicano, millones de pobres cruzaban la frontera para buscar trabajo, y los güeros (rubios), se sobrevaloraban. Mientras el Sur rechazaba el ALCA, y construía nuevos espacios de unidad e independencia, México firmaba el TLCAN con las metrópolis del Norte, hoy rebautizado en nuevos e igualmente desiguales términos. El equívoco los alejaba no solo de Dios, también de América Latina.
Pero México es duro de roer. Ahí están los Mc Donalds, pero en la esquina, a dos pasos, la taquería, porque los hombres y mujeres de pueblo, no los fresas que hablan con la lengua enredada, prefieren la tortilla, la de maíz, aunque el neoliberalismo haya logrado lo que parecía imposible, que la planta sea importada. La cultura popular mexicana es insobornable y tiene mil cabezas. La aristocracia apostó al Dios dinero, y lo vendió todo, incluso el honor. Pero la soberanía se refugió en el pueblo. Cuando ya nada parecía funcionar, y la gente se sintió desprotegida, se organizaron aquí y allá brigadas de autodefensa. Porque México sabe, aunque los manuales de escuela digan lo contrario, que su ubicación geográfica no es la que proclaman los corruptos y los corruptores, y los expertos de la National Geographic; que esta gran nación no se encuentra en el Norte, sino en el Sur. Lo dice alguien que ha sido maltratado en la frontera como un sureño sospechoso, y aceptado como un hermano en las calles de la ciudad, que el día que impartió su primera conferencia en la UNAM, muchachos desconocidos escribieron en una pared, a la entrada del recinto docente: “Cuba, te amo”. Sí, el país que se desmembraba se irguió para aferrarse a la esperanza.
He visto y escuchado por TeleSur al Presidente López Obrador en su “toma de protesta”. Su victoria fue arrolladora en las elecciones pasadas e impidió que se repitiera el fraude. No se propone, al parecer, más que un cambio: extirpar la corrupción que los imperialistas y los vendepatrias promovieron a su favor. Pero la corrupción hizo metástasis en el sistema, ¿cómo lograrlo sin quebrar las bases del poder, sin afectar a todos los poderosos? Mientras hablaba, vi algún rostro sombrío. Fue indulgente con los que ostentan el Poder –no se olvide que López Obrador solo tiene el Gobierno--, pero tanto el orador como sus oyentes saben que su empeño los afectará. “Por el bien de todos –dijo--, primero los pobres”, y se desmarcó del rumbo neoliberal de los últimos tres sexenios. Canceló las reformas educativa y energética. ¿Encajará su discurso en el pacto tripartito del Norte? Extirpar la corrupción es el más profundo y radical ataque al sistema. La izquierda mexicana debe apoyarlo, no sé si todos lo han entendido, pero el imperialismo sí lo entendió, clarito, clarito. Por eso, con plena conciencia, el presidente declaró que se iniciaba la Cuarta Transformación (las tres primeras fueron la Independencia, la Reforma y la Revolución). Los latinoamericanos vibramos junto a nuestros hermanos de México. Allí estaban Maduro, Díaz Canel (“la hermana Cuba”, dijo López Obrador) y “el amigo” Evo; allí estaban, representados en ellos, los pueblos del Sur.
El Gigante dormido se levanta. México subyuga a sus visitantes, y duelen sus desvaríos de enfermo. No hay país que quiera más, después del mío. Quizás sea el sentido del humor y la música que compartimos (boleros, danzones, mambos, pero también rancheras) la empatía que surge, natural, entre cubanos y mexicanos (sellada con una Revolución que se planeó en su suelo), o la calidez de su incondicional hospitalidad. Este fin de semana, en la sala de mi casa, en esta capital de la resistencia, grité frente al televisor: ¡Arriba México!
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