Este artículo fue concebido para los lectores alemanes, y resume algunas ideas que han aparecido
en este blog y en mi último libro. Para el lector cubano, quizás resulte repetitivo. Lo publico, no obstante, porque es mi homenaje al invencible Comandante en jefe en su cumpleaños 86, y porque me lo han pedido algunos lectores.
Enrique Ubieta Gómez
Fidel Castro
Ruz –Fidel para su pueblo, que ha apoyado la Revolución mayoritariamente
durante más de medio siglo, Castro para la oposición y la prensa trasnacionales–,
cumple 86 años. La historia de Cuba, desde el inicio de su gesta
independentista en 1868, situó en extremos irreconciliables a sus revolucionarios
(partidarios de la independencia y de la justicia social), y a sus reformistas
(aferrados a un poder extranjero que garantizaba sus intereses, desde el
proyecto autonómico con la metrópoli española, o desde el anexionista, que
aspiraba a integrarse a los Estados Unidos); dos
actitudes, la revolucionaria fundacional, que propició el nacimiento de la
Patria, y la reformista conservadora, asidero de una elite vacilante,
excluyente. Los autonomistas decimonónicos cubanos oponían al independentismo
una supuesta cordura, un realismo apegado a lo posible, un concepto mediocre de
lo útil. Y resultó que el esfuerzo reformista fue inútil e imposible, que lo único
posible, cuerdo y útil, fue el salto sobre “lo imposible”.
¿Qué significaba ser
revolucionario en Cuba? Ir a la raíz de los problemas sociales con la
convicción de que lo ético es lo útil; creer en las capacidades del pueblo;
rescatar la posibilidad oculta, no visible, y hacer posible lo que parecía
irrealizable. El primer acto útil de quienes se alzaron en armas por la
independencia en 1868 fue inevitablemente de justicia: la liberación de los
esclavos. La identidad entre lo ético y lo útil engendró la Patria. Cuando le
correspondió organizar a José Martí la nueva guerra de 1895 y prever la
República, no habló de nación –un concepto viciado por los usos metropolitanos,
y por reivindicaciones raciales–, sino de Patria, que era, decía, Humanidad. Y
no llamó Independentista a su Partido, sino Revolucionario. La intervención de
los Estados Unidos en la guerra hispano-cubana en 1898 frustró el proyecto martiano.
No puede entenderse el
siglo XIX en Cuba sin el estudio de José Martí. No podrá entenderse el XX, sin
la comprensión del significado de Fidel Castro. No trato de reducir la historia
de un pueblo a dos hombres: trato de decir que lo que fueron o son lo deben a
la peculiar historia de ese pueblo y que de alguna manera sus vidas, sus obras,
dialogan en el tiempo y establecen en cada caso un antes y un después.
Enero
de 1959 fue el éxtasis de la historia, sin ánimo religioso, éxtasis en el
sentido de suspensión del tiempo: pareció que se producía una visión, ya no una
metáfora o una imagen, sino una visión de algo que se realiza y que parecía
imposible. Pero lo cierto es que el imposible aquel de pronto se hace posible,
cuando entra en La Habana un ejército de campesinos. Si eso no es poesía, yo no
sé lo que es. Ahí sí que la poesía y la historia se fundieron absolutamente. Un
momento que ni Martí ni nadie pudo ver, ni Céspedes, ni Agramonte, ni Maceo, ni
Gómez, ni Mella, ni Rubén, ni nadie. Nos lo regalaron a nosotros, ¡lo vimos!
Fuimos testigos de esa visión en que la historia se puso del lado del bien de
forma absoluta. Eso no puede olvidarse.
La Revolución de 1959 no
fue una solución a la crisis de legalidad que produjo el golpe de estado de
Batista, ella siempre se entendió a sí misma, y fue asumida por el pueblo como
solución radical a la crisis de legitimidad de la República surgida de la
intervención estadounidense. Cuando Vitier en sus palabras cita a grandes
hombres de la historia de Cuba, y dice “nosotros vimos lo que no pudieron ver
ellos”, establece ese nexo ineludible con toda la historia anterior. El poema
de Nicolás Guillén titulado “Se acabó” (1960), captaba un sentimiento
auténticamente popular:
Te
lo prometió Martí
Y
Fidel te lo cumplió;
Ay,
Cuba, ya se acabó
Se
acabó por siempre aquí,
(…)
el
cuero de manatí
con
que el yanqui te pegó.
Se
acabó.
Te
lo prometió Martí
Y
Fidel te lo cumplió.
La gesta libertaria del
Movimiento 26 de Julio había sido un desafío a lo aparentemente imposible:
asaltos “al cielo”, travesías marítimas, desembarcos fantasmales, y la frase de
Fidel al reunir apenas a ocho sobrevivientes del desembarco y siete fusiles,
frente a un ejército bien armado y la previsible hostilidad del imperialismo
más poderoso de la Tierra: “¡Ahora sí ganamos la guerra!” El “huracán” de 1959
–antecedido por el de 1933, que no tuvo una fuerza centrípeta que atrajera a
sus diversos componentes–, unió esta vez a todos los revolucionarios cubanos,
algo que solo había logrado antes José Martí. Las divergencias y los
sectarismos fueron barridos por los acontecimientos. Hombres como Blas Roca y
Raúl Roa –representantes de tendencias divergentes del movimiento revolucionario
anterior a 1959–, sentados uno al lado del otro en la presidencia de la primera
Asamblea Nacional del Poder Popular, eran símbolos de la unidad alcanzada. Una Revolución que transitó del
anticolonialismo del siglo XIX al antiimperialismo del XX, era necesariamente
anticapitalista. Buscar explicaciones externas al proceso, especular sobre las
consecuencias que hubiese tenido una reacción más comprensiva por parte del
gobierno estadounidense, es ignorar la naturaleza de los sucesos y de sus
protagonistas: o era anticapitalista o no era.
Los barbudos fueron jóvenes
irreverentes, que despreciaban las normas burguesas de comportamiento e
invadían con sus botas guerrilleras los salones de la burguesía derrotada. Pero
no eran hombres y mujeres políticamente inmaduros; Fidel, en específico, había
leído concienzudamente a Marx y Lenin, a Martí, conocía en profundidad la
realidad de su país –la visible y la latente--, poseía un optimismo
revolucionario arrollador (solo es posible, lo que se cree posible), y un
instinto político poco común. Como todos, vivió el diario, acelerado
aprendizaje, que propicia una Revolución. El saldo, en cinco décadas que no se
parecen entre sí, de continuas búsquedas y rectificaciones, éxitos y
equivocaciones, sin recursos naturales, sin desarrollo industrial heredado, atenazada
la economía por un bloqueo que se volvió doble en los años noventa al cesar el
apoyo del antiguo campo socialista, borroso el horizonte ideológico, siempre en
contacto directo con el pueblo, es pese a todo alentador: más de un millón de
graduados universitarios de los cuales 31 528 son extranjeros
de ciento veintinueve países –casi el 10 % de la población total de Cuba es universitaria–, y el resto de la población, con un
nivel mínimo de noveno grado, un índice de mortalidad infantil que en los
primeros cuatro meses del año 2012 era de 4, 5 por cada mil nacidos vivos, más
médicos y estudiantes de ballet clásico per cápita que cualquier otro país del
mundo, 194 medallas olímpicas y 67 títulos hasta los Juegos de Beijing, de las
cuales solo 12 (5 de oro) se obtuvieron antes del triunfo revolucionario, la
certeza de que cada cubano puede estudiar y ser lo que elija, neurocirujano o
deportista, científico o artesano, un sentido popular de la dignidad
conquistada, entre otros sueños “descabellados” y parcialmente cumplidos.
Siendo como fue una Revolución
auténtica, la cubana nunca se percibió –y la verdad, tampoco hubiese podido
hacerlo, aún de querer--, como asunto interno: fue Primer Territorio Libre de
América, y en esencia, un eslabón de la Revolución mundial. Por primera vez en
la historia, la vocación internacionalista de un estado revolucionario no se
ejercía desde los presupuestos, los prejuicios o los intereses de un país de
mayor desarrollo. Cuba alzó la vista hacia sus hermanos de infortunio como un
igual: de pobre a pobre, de ex colonia a ex colonia. El internacionalismo
cubano se practicó como deber, no como favor. Compartió médicos, maestros,
soldados, guerrilleros. Por eso, ante la solidaridad que recibía mostraba
agradecimiento, pero también la convicción de que no recibía un favor, sino un
trato justo. Fidel fundó como estadista una nueva práctica del
internacionalismo, ajena a todo interés geopolítico, fundada en el humanismo
revolucionario. El médico cubano no habla de política, cura a ricos y a pobres,
a neoliberales y a comunistas, a niños y a delincuentes; puede colaborar
incluso con autoridades sanitarias de gobiernos fascistas si de salvar vidas se
trata –como ocurrió en la Nicaragua de Somoza, en los días posteriores al
terremoto--, o con instituciones de estados con los que no existen ni se
reclaman relaciones diplomáticas.
El 23 de junio de 1998, Fidel había
dicho:
Hoy ya la
cosa es de otro carácter, es mundial, es la fuerza del pueblo, la educación, la
conciencia; las masas, con un creciente poder, son las que tendrán que resolver
estos problemas. (...) Serán otras tácticas, ya no será la táctica al estilo
bolchevique, ni siquiera al estilo nuestro, porque pertenecieron a un mundo
diferente. Serán otros caminos y otras vías por los cuales se irán creando las
condiciones para que ese mundo global se transforme en otro mundo. Yo no
concibo otra globalización que no sea la globalización socialista.
Unos meses después, llegarían los nuevos
guerrilleros del siglo XXI a Centroamérica y Haití, a Venezuela y al continente
africano. De la experiencia solidaria cubana y el afán revolucionario
venezolano, un país con inmensos recursos naturales, surgió el ALBA. Cada
acuerdo solidario entre estados subdesarrollados es un golpe que desestabiliza
la aceptación acrítica de la insolidaridad del mercado. La red solidaridad
pacífica, efectiva, entre Cuba y Venezuela, y Bolivia, Ecuador o Nicaragua,
alcanza la magnitud de una guerra de guerrillas contra la globalización
capitalista, en la que, dicho sea de paso, el individuo vuelve a situarse en el
centro de la acción, como héroe irremplazable. Es una guerrilla de ideas contra
el avance del individualismo en el interior de nuestros países (incluida,
naturalmente, Cuba), en un combate global. Es un convenio que trasciende a los
gobiernos y que solo puede aplicarse con la participación popular, que
contribuye a la organización barrial y a la inclusión de las personas como
protagonistas de su propio futuro. Fidel despedía en largas conversaciones
nocturnas a los médicos cubanos que marchaban a otras tierras, o recibía a los deportistas
que regresaban de unos Juegos Olímpicos, recorría los territorios inundados,
bajos intensos aguaceros, aún sin irse el huracán de turno, visitaba a los
estudiantes becados en sus escuelas y cuando era más joven, jugaba baloncesto
con ellos.
En la Cuba de hoy, la guerra cultural que
promueven los medios trasnacionales y el dinero que el Congreso estadounidense
y sus aliados europeos destinan sin recato
lo atraviesa todo: la nostalgia inducida por un pasado no vivido que puede
colorearse convenientemente, la promesa del enriquecimiento para deportistas,
científicos y otros profesionales, la duda sembrada, el conflicto que intenta
avivarse, la inversión sistemática de cualquier información que provenga de la
Isla, los personajes fabricados en laboratorios, el calificativo despectivo de
oficialista para cualquier persona que defienda a la Revolución, el de
independiente a los que se le oponen, etc.
¿Es el socialismo cubano un hecho
histórico del siglo XX?, ¿existe un socialismo del siglo XXI que lo relega al
pasado, para estudio de academias?, ¿fracasó el socialismo cubano? Más de
veinte años después de la caída de los otros, Cuba reajusta su economía, y
busca acomodar sus fuerzas, esencialmente humanas, en un mundo hostil, y en
circunstancias revolucionarias diferentes. La actualización –o si se prefiere
decir, la reforma–, de su modelo económico, no es reformista; en la historia de
Cuba, como hemos dicho, el
reformismo conduce a la ruptura entre lo ético y lo útil. Los revolucionarios
podemos hacer reformas, pero no somos reformistas. Nuestros sueños escritos y nuestras
realizaciones colosales permanecen intactos.
¿Es obsoleto el concepto de Revolución?
La respuesta adquirió recientemente forma de pregunta. En
un lugar perdido de la geografía latinoamericana –tan alejado de Dios como
cercano al vecino codicioso–, me la entregó, urgido de respuesta, un joven
campesino analfabeto: “¿es verdad que Fidel existió?”, dijo. El mito irrumpía
como fuerza revitalizadora de la utopía. La historia quedaba resumida en una
pregunta, en un intento provisionalmente último de rescatar la esperanza, en un
sencillo preguntador. Porque ésa, su pregunta, ¿acaso no intentaba construir el
futuro?
Fidel Castro el comandante de los pueblos oprimidos.
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