lunes, 13 de agosto de 2012

Fidel y la revolución cubana

 
Este artículo fue concebido para los lectores alemanes, y resume algunas ideas que han aparecido 
en este blog y en mi último libro. Para el lector cubano, quizás resulte repetitivo. Lo publico, no obstante, porque es mi homenaje al invencible Comandante en jefe en su cumpleaños 86, y porque me lo han pedido algunos lectores.

Enrique Ubieta Gómez
Fidel Castro Ruz –Fidel para su pueblo, que ha apoyado la Revolución mayoritariamente durante más de medio siglo, Castro para la oposición y la prensa trasnacionales–, cumple 86 años. La historia de Cuba, desde el inicio de su gesta independentista en 1868, situó en extremos irreconciliables a sus revolucionarios (partidarios de la independencia y de la justicia social), y a sus reformistas (aferrados a un poder extranjero que garantizaba sus intereses, desde el proyecto autonómico con la metrópoli española, o desde el anexionista, que aspiraba a integrarse a los Estados Unidos); dos actitudes, la revolucionaria fundacional, que propició el nacimiento de la Patria, y la reformista conservadora, asidero de una elite vacilante, excluyente. Los autonomistas decimonónicos cubanos oponían al independentismo una supuesta cordura, un realismo apegado a lo posible, un concepto mediocre de lo útil. Y resultó que el esfuerzo reformista fue inútil e imposible, que lo único posible, cuerdo y útil, fue el salto sobre “lo imposible”.
¿Qué significaba ser revolucionario en Cuba? Ir a la raíz de los problemas sociales con la convicción de que lo ético es lo útil; creer en las capacidades del pueblo; rescatar la posibilidad oculta, no visible, y hacer posible lo que parecía irrealizable. El primer acto útil de quienes se alzaron en armas por la independencia en 1868 fue inevitablemente de justicia: la liberación de los esclavos. La identidad entre lo ético y lo útil engendró la Patria. Cuando le correspondió organizar a José Martí la nueva guerra de 1895 y prever la República, no habló de nación –un concepto viciado por los usos metropolitanos, y por reivindicaciones raciales–, sino de Patria, que era, decía, Humanidad. Y no llamó Independentista a su Partido, sino Revolucionario. La intervención de los Estados Unidos en la guerra hispano-cubana en 1898 frustró el proyecto martiano.
No puede entenderse el siglo XIX en Cuba sin el estudio de José Martí. No podrá entenderse el XX, sin la comprensión del significado de Fidel Castro. No trato de reducir la historia de un pueblo a dos hombres: trato de decir que lo que fueron o son lo deben a la peculiar historia de ese pueblo y que de alguna manera sus vidas, sus obras, dialogan en el tiempo y establecen en cada caso un antes y un después. 
La respuesta que dio Fidel a sus captores en 1953, en el juicio por el asalto al Cuartel Moncada, era coherente y certera: el “autor intelectual” de aquel acto rebelde era José Martí, quien había caído en combate en 1895. El destacado intelectual cubano Cintio Vitier rememoraba –en una entrevista que me concediera en 1998–, la entrada del Ejército Rebelde a La Habana, de esta manera:
Enero de 1959 fue el éxtasis de la historia, sin ánimo religioso, éxtasis en el sentido de suspensión del tiempo: pareció que se producía una visión, ya no una metáfora o una imagen, sino una visión de algo que se realiza y que parecía imposible. Pero lo cierto es que el imposible aquel de pronto se hace posible, cuando entra en La Habana un ejército de campesinos. Si eso no es poesía, yo no sé lo que es. Ahí sí que la poesía y la historia se fundieron absolutamente. Un momento que ni Martí ni nadie pudo ver, ni Céspedes, ni Agramonte, ni Maceo, ni Gómez, ni Mella, ni Rubén, ni nadie. Nos lo regalaron a nosotros, ¡lo vimos! Fuimos testigos de esa visión en que la historia se puso del lado del bien de forma absoluta. Eso no puede olvidarse.
La Revolución de 1959 no fue una solución a la crisis de legalidad que produjo el golpe de estado de Batista, ella siempre se entendió a sí misma, y fue asumida por el pueblo como solución radical a la crisis de legitimidad de la República surgida de la intervención estadounidense. Cuando Vitier en sus palabras cita a grandes hombres de la historia de Cuba, y dice “nosotros vimos lo que no pudieron ver ellos”, establece ese nexo ineludible con toda la historia anterior. El poema de Nicolás Guillén titulado “Se acabó” (1960), captaba un sentimiento auténticamente popular:
Te lo prometió Martí
Y Fidel te lo cumplió;
Ay, Cuba, ya se acabó
Se acabó por siempre aquí,
(…)
el cuero de manatí
con que el yanqui te pegó.
Se acabó.
Te lo prometió Martí
Y Fidel te lo cumplió.
La gesta libertaria del Movimiento 26 de Julio había sido un desafío a lo aparentemente imposible: asaltos “al cielo”, travesías marítimas, desembarcos fantasmales, y la frase de Fidel al reunir apenas a ocho sobrevivientes del desembarco y siete fusiles, frente a un ejército bien armado y la previsible hostilidad del imperialismo más poderoso de la Tierra: “¡Ahora sí ganamos la guerra!” El “huracán” de 1959 –antecedido por el de 1933, que no tuvo una fuerza centrípeta que atrajera a sus diversos componentes–, unió esta vez a todos los revolucionarios cubanos, algo que solo había logrado antes José Martí. Las divergencias y los sectarismos fueron barridos por los acontecimientos. Hombres como Blas Roca y Raúl Roa –representantes de tendencias divergentes del movimiento revolucionario anterior a 1959–, sentados uno al lado del otro en la presidencia de la primera Asamblea Nacional del Poder Popular, eran símbolos de la unidad alcanzada. Una Revolución que transitó del anticolonialismo del siglo XIX al antiimperialismo del XX, era necesariamente anticapitalista. Buscar explicaciones externas al proceso, especular sobre las consecuencias que hubiese tenido una reacción más comprensiva por parte del gobierno estadounidense, es ignorar la naturaleza de los sucesos y de sus protagonistas: o era anticapitalista o no era.
Los barbudos fueron jóvenes irreverentes, que despreciaban las normas burguesas de comportamiento e invadían con sus botas guerrilleras los salones de la burguesía derrotada. Pero no eran hombres y mujeres políticamente inmaduros; Fidel, en específico, había leído concienzudamente a Marx y Lenin, a Martí, conocía en profundidad la realidad de su país –la visible y la latente--, poseía un optimismo revolucionario arrollador (solo es posible, lo que se cree posible), y un instinto político poco común. Como todos, vivió el diario, acelerado aprendizaje, que propicia una Revolución. El saldo, en cinco décadas que no se parecen entre sí, de continuas búsquedas y rectificaciones, éxitos y equivocaciones, sin recursos naturales, sin desarrollo industrial heredado, atenazada la economía por un bloqueo que se volvió doble en los años noventa al cesar el apoyo del antiguo campo socialista, borroso el horizonte ideológico, siempre en contacto directo con el pueblo, es pese a todo alentador: más de un millón de graduados universitarios de los cuales 31 528 son extranjeros de ciento veintinueve países –casi el 10 % de la población total de Cuba es universitaria–, y el resto de la población, con un nivel mínimo de noveno grado, un índice de mortalidad infantil que en los primeros cuatro meses del año 2012 era de 4, 5 por cada mil nacidos vivos, más médicos y estudiantes de ballet clásico per cápita que cualquier otro país del mundo, 194 medallas olímpicas y 67 títulos hasta los Juegos de Beijing, de las cuales solo 12 (5 de oro) se obtuvieron antes del triunfo revolucionario, la certeza de que cada cubano puede estudiar y ser lo que elija, neurocirujano o deportista, científico o artesano, un sentido popular de la dignidad conquistada, entre otros sueños “descabellados” y parcialmente cumplidos.
Siendo como fue una Revolución auténtica, la cubana nunca se percibió –y la verdad, tampoco hubiese podido hacerlo, aún de querer--, como asunto interno: fue Primer Territorio Libre de América, y en esencia, un eslabón de la Revolución mundial. Por primera vez en la historia, la vocación internacionalista de un estado revolucionario no se ejercía desde los presupuestos, los prejuicios o los intereses de un país de mayor desarrollo. Cuba alzó la vista hacia sus hermanos de infortunio como un igual: de pobre a pobre, de ex colonia a ex colonia. El internacionalismo cubano se practicó como deber, no como favor. Compartió médicos, maestros, soldados, guerrilleros. Por eso, ante la solidaridad que recibía mostraba agradecimiento, pero también la convicción de que no recibía un favor, sino un trato justo. Fidel fundó como estadista una nueva práctica del internacionalismo, ajena a todo interés geopolítico, fundada en el humanismo revolucionario. El médico cubano no habla de política, cura a ricos y a pobres, a neoliberales y a comunistas, a niños y a delincuentes; puede colaborar incluso con autoridades sanitarias de gobiernos fascistas si de salvar vidas se trata –como ocurrió en la Nicaragua de Somoza, en los días posteriores al terremoto--, o con instituciones de estados con los que no existen ni se reclaman relaciones diplomáticas.
El 23 de junio de 1998, Fidel había dicho:
Hoy ya la cosa es de otro carácter, es mundial, es la fuerza del pueblo, la educación, la conciencia; las masas, con un creciente poder, son las que tendrán que resolver estos problemas. (...) Serán otras tácticas, ya no será la táctica al estilo bolchevique, ni siquiera al estilo nuestro, porque pertenecieron a un mundo diferente. Serán otros caminos y otras vías por los cuales se irán creando las condiciones para que ese mundo global se transforme en otro mundo. Yo no concibo otra globalización que no sea la globalización socialista.
Unos meses después, llegarían los nuevos guerrilleros del siglo XXI a Centroamérica y Haití, a Venezuela y al continente africano. De la experiencia solidaria cubana y el afán revolucionario venezolano, un país con inmensos recursos naturales, surgió el ALBA. Cada acuerdo solidario entre estados subdesarrollados es un golpe que desestabiliza la aceptación acrítica de la insolidaridad del mercado. La red solidaridad pacífica, efectiva, entre Cuba y Venezuela, y Bolivia, Ecuador o Nicaragua, alcanza la magnitud de una guerra de guerrillas contra la globalización capitalista, en la que, dicho sea de paso, el individuo vuelve a situarse en el centro de la acción, como héroe irremplazable. Es una guerrilla de ideas contra el avance del individualismo en el interior de nuestros países (incluida, naturalmente, Cuba), en un combate global. Es un convenio que trasciende a los gobiernos y que solo puede aplicarse con la participación popular, que contribuye a la organización barrial y a la inclusión de las personas como protagonistas de su propio futuro. Fidel despedía en largas conversaciones nocturnas a los médicos cubanos que marchaban a otras tierras, o recibía a los deportistas que regresaban de unos Juegos Olímpicos, recorría los territorios inundados, bajos intensos aguaceros, aún sin irse el huracán de turno, visitaba a los estudiantes becados en sus escuelas y cuando era más joven, jugaba baloncesto con ellos.
En la Cuba de hoy, la guerra cultural que promueven los medios trasnacionales y el dinero que el Congreso estadounidense y sus aliados europeos destinan sin  recato lo atraviesa todo: la nostalgia inducida por un pasado no vivido que puede colorearse convenientemente, la promesa del enriquecimiento para deportistas, científicos y otros profesionales, la duda sembrada, el conflicto que intenta avivarse, la inversión sistemática de cualquier información que provenga de la Isla, los personajes fabricados en laboratorios, el calificativo despectivo de oficialista para cualquier persona que defienda a la Revolución, el de independiente a los que se le oponen, etc.
¿Es el socialismo cubano un hecho histórico del siglo XX?, ¿existe un socialismo del siglo XXI que lo relega al pasado, para estudio de academias?, ¿fracasó el socialismo cubano? Más de veinte años después de la caída de los otros, Cuba reajusta su economía, y busca acomodar sus fuerzas, esencialmente humanas, en un mundo hostil, y en circunstancias revolucionarias diferentes. La actualización –o si se prefiere decir, la reforma–, de su modelo económico, no es reformista; en la historia de Cuba, como hemos dicho, el reformismo conduce a la ruptura entre lo ético y lo útil. Los revolucionarios podemos hacer reformas, pero no somos reformistas. Nuestros sueños escritos y nuestras realizaciones colosales permanecen intactos.
¿Es obsoleto el concepto de Revolución? La respuesta adquirió recientemente forma de pregunta. En un lugar perdido de la geografía latinoamericana –tan alejado de Dios como cercano al vecino codicioso–, me la entregó, urgido de respuesta, un joven campesino analfabeto: “¿es verdad que Fidel existió?”, dijo. El mito irrumpía como fuerza revitalizadora de la utopía. La historia quedaba resumida en una pregunta, en un intento provisionalmente último de rescatar la esperanza, en un sencillo preguntador. Porque ésa, su pregunta, ¿acaso no intentaba construir el futuro?

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