Enrique Ubieta Gómez
Recuerdo
vívidamente el juicio de Alan Gross. Fui uno de los periodistas invitados.
Entró con desenfado, dispuesto a ofrecer el mejor de los espectáculos, en una
porfía legal que pretendía ganar con la sonrisa tímida del hombre ingenuo y
sorprendido que no era, y la prepotencia en la mirada. Negocios son negocios,
nada personal, más aún si son los negocios del imperio. Había rehusado comer en
exceso en los últimos meses, y se veía más delgado, mucho más enfundado en una
guayabera que medía dos tallas más que la suya. Gross no es un hombre joven. No
es un inexperto. Apostaba a la imagen, a los estereotipos, a su ciudadanía. Los
médicos sin embargo aseguraron que el peso perdido contribuiría favorablemente
a su salud. Prueba tras prueba, la imagen ensayada se vació. Ese día conocí al
escritor cubano Raúl Antonio Capote, hasta entonces considerado “disidente”, es
decir, contrarrevolucionario. Era más que eso; desde el año 2005 trabajaba para
la CIA, aunque en realidad era un agente de la Contrainteligencia cubana. Cuando
llegó, una sombra agorera pasó por los ojos del subcontratista. Los supuestos afanes solidarios de Gross a
favor de los judíos en Cuba se desinflaron en las declaraciones de los
propios directivos de esa comunidad.
Condenado,
¡qué osadía!, pensó. No porque no supiese que su misión era ilegal, sino porque
se imaginaba impune. Creo que hasta esperó con cierta impaciencia el rescate de
marines aerotransportados, o quizás, la salvadora aparición de Spiderman, de
Mr. Increíble, de Superman. Pero nadie llegó a por él. Dijo después que no
había sido advertido, y alguna razón tenía: no le dijeron que Cuba es un país
distinto, que no teme. Y cuando comprendió que los políticos se desentendían, exclamó
que había sido traicionado. La esposa llevó su ira a los tribunales
estadounidenses, y reclamó una indemnización de 60 millones de dólares a los
contratadores, pero estos actuaron con la misma prepotencia inicial de Gross.
Nada podía reclamarle a la CIA, al Gobierno de su país, pues él sabía que
realizaba una acción encubierta de inteligencia, para instaurar –usemos sus
propios términos, qué más da–, la “democracia”. La empresa Development
Alternatives Inc. (DAI) que lo subcontrató,
a su vez contratada por la USAID, se defendió como pudo: revelando las
notas de sus conversaciones con esta última. La misión era una encomienda de
Washington y la USAID se comprometía a proteger la identidad de los contratistas
y de sus asociados, dado el riesgo que corrían. Gross no era ajeno a ello. Fue
seleccionado porque tenía experiencia en el cumplimiento de misiones similares
en otros países. Incluso en Cuba. En el 2004 había llegado al país para cumplir
un encargo de Marc Wachtenheim, entonces director y fundador de la Iniciativa
para el Desarrollo de Cuba en la Fundación Panamericana para el Desarrollo, o
FUPAD. Su contacto en La Habana era José Manuel Collera, líder de una
asociación fraternal, y en el juicio del 2011 se revelaría que, al igual que
Capote, también era agente de la Contrainteligencia cubana.
Hay
ladrones de pistola en mano, y ladrones de cuello blanco; hay mercenarios (contratistas)
para la guerra, que matan por dinero, y mercenarios (contratistas) para
misiones sofisticadas. Eso era Alan Gross. El apelativo de contratista es el
eufemismo empleado en una sociedad donde todo se compra y se vende. Su tarea
era suministrar a sus contactos cubanos (no precisamente de la Comunidad
Hebrea) los Broadband Global Area Network, BGAN, equipos de comunicación
satelital de última generación, que posibilitarían la conexión en Cuba de banda ancha a
Internet, las llamadas telefónicas internacionales y la configuración de redes
Wi-Fi, para la generación o recepción de contenidos de inteligencia y/o que
promuevan la subversión. A pesar de que esos equipos no son fácilmente
rastreables, Gross plasmaría por escrito su preocupación de que en el interior
del país la Seguridad cubana podría detectar las trasmisiones. “El
descubrimiento del uso de BGAN sería catastrófico”, escribió Gross, una
afirmación que revela su conocimiento de riesgos. Pero la presencia de Capote
en el juicio lo inquietó. Aquel había recibido en el 2007 el primer BGAN
entregado en Cuba. Como “agente CIA” el equipo serviría a Capote para el envío a
Langley de informaciones de inteligencia. Sin embargo, en las semanas previas
presentó problemas técnicos, y su oficial CIA, René Greenwald, anunció la
llegada a La Habana de un emisario que cambiaría la vieja tarjeta por una
nueva. Hubo un instante en que coincidieron en Cuba Greenwald, Wachtenheim y Gross.
El primero suspendería repentinamente sus actividades –entre ellas, un
encuentro con Capote–, y regresaría a los Estados Unidos. El segundo lo imitaría
apresurado. Capote los contacta y estos le dicen por las claras que debe
esconder o destruir el BGAN. “Es muy peligroso para ti, para mí y para alguien
que cayó preso”, escribe Greenwald. En otros mensajes aluden a esa persona
detenida, incluso por su nombre, como el emisario que traía la nueva tarjeta.
La
Supernación es cínica. Su concepto de justicia se adapta a la percepción del
más fuerte. El websitio Contrainsurgentes acaba de publicar el listado de los
agentes CIA en el mundo, país por país. Son los visibles, en la lista no están
los “tipo 002”, ni se enumeran los llamados contratistas, como Gross, los que
actúan en los entramados oficiosos de la USAID o la NED. Aquí es donde el
individuo desaparece, muy a su pesar. La discusión no es en torno a una
persona. Sus cálculos de hombre de negocios naufragan. Su contrato en La Habana
llegó a estipular el cobro final de 332 334 dólares, de los que solo alcanzó a recibir 65 132. En días pasados, perdió definitivamente la reclamación monetaria
de compensación contra la DIA, recurso que intentaba convertir su encierro en otro negocio rentable. La discusión es en torno al derecho de intervención que se arroga
el Gobierno estadounidense, en los asuntos internos de todos los países y
especialmente de Cuba; de organizar y de financiar la subversión interna en
aquellas naciones donde los gobiernos no se pliegan a sus intereses. El “suave”
Obama, en su primer mandato, aprobó más de 120 millones de dólares para el
cambio de sistema en Cuba, más dinero del que Reagan o Bush hijo concedieran
para iguales propósitos. Una cifra que no incluye el destinado por las agencias
de inteligencia.
Los
voceros del Departamento de Estado insisten en que su caso no se parece al de
los Cinco héroes cubanos. Coincido plenamente. Son muchas las razones, pero
enumero tres:
–
Los
cubanos no permanecían en territorio estadounidense con el propósito de
subvertir el sistema de ese país, ni imponer allí un Gobierno afín a los
intereses cubanos. El propósito de estos era por el contrario impedir acciones
terroristas y subversivas en territorio cubano o norteamericano;
–
Los
cubanos no trabajaban por dinero. No eran “contratistas”, es decir mercenarios.
Lo hacían por convicciones, por patriotismo;
–
Las
condiciones de confinamiento de los cubanos en los Estados Unidos han sido
abusivas, violatorias de sus derechos –constantes aislamientos, celdas de
castigo, y en algunos casos, negación de visas a sus esposas, y obstáculos para
sus abogados–, mientras que Gross ha recibido en Cuba un tratamiento
diferenciado, cumple su condena en una celda con aire acondicionado y un menú que atiende sus necesidades médicas. Abogados, familiares y políticos norteamericanos han podido
visitarlo con libertad, y a pesar del trato médico permanente que recibe, se
autorizó recientemente la visita de médicos de su país. Los cubanos, por demás, han cumplido ya quince años en cárceles norteamericanas, mientras que Gross apenas tres.
Es
absurdo condenar la defensa, e ignorar la agresión. Ya que están en la misma
guerra, la que impuso a Cuba el Gobierno de los Estados Unidos –este por
derribar el sistema cubano, elegido por su pueblo; Cuba, por impedir que esto
suceda–, y pese a que los Cinco cubanos no son “contratistas” sino héroes, la
simultánea condonación de las penas de aquellos y la de Gross sería un acto de
paz razonable. Quiero recordar estas palabras de René González, tomadas de su
alegato de defensa en el amañado juicio a los Cinco:
Ni la evidencia
en este caso, ni la historia, ni nuestros conceptos ni la educación que
recibimos apoyan la absurda idea de que Cuba quiera destruir a los Estados
Unidos. (…) Y si se me permitiera la licencia, como descendiente de
norteamericanos laboriosos y trabajadores, con el privilegio de haber nacido en
este país y el privilegio de haber crecido en Cuba, le diría al noble pueblo
norteamericano que no mire tan al sur para ver el peligro a los Estados Unidos.
Aférrense a los valores reales y genuinos que motivaron las almas de los padres fundadores de esta patria. Es la falta de esos valores pospuestos ante otros, menos idealistas intereses, el peligro real para esa sociedad. El poder y la tecnología pueden convertirse en una debilidad si no están en las manos de personas cultivadas, y el odio y la ignorancia que hemos visto aquí hacia un pequeño país, que nadie aquí conoce, puede ser peligroso cuando se combina con un sentido enceguecedor de poder y de falsa superioridad. Regresen a Mark Twain y olvídense de Rambo si realmente quieren dejar un mejor país a sus hijos.
Aférrense a los valores reales y genuinos que motivaron las almas de los padres fundadores de esta patria. Es la falta de esos valores pospuestos ante otros, menos idealistas intereses, el peligro real para esa sociedad. El poder y la tecnología pueden convertirse en una debilidad si no están en las manos de personas cultivadas, y el odio y la ignorancia que hemos visto aquí hacia un pequeño país, que nadie aquí conoce, puede ser peligroso cuando se combina con un sentido enceguecedor de poder y de falsa superioridad. Regresen a Mark Twain y olvídense de Rambo si realmente quieren dejar un mejor país a sus hijos.
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