Oscura anduviera la memoria si no se iluminara con la vida de los héroes de la patria.
José Martí
Cuando los medios masivos de desinformación del poder imperial globalizado arremeten contra la memoria de los hombres, raíz y sostén de los pueblos; cuando por los falsos senderos de la enajenación y del desarme emocional, tratan de seducir y conducir a las grandes mayorías del planeta a su propia desgracia; cuando con mensajes para nada ingenuos convocan a la juventud mundial al abandono de los sueños, la razón y el pensamiento; cuando los movimientos de hombres y mujeres indignados, cada vez en mayor número, despiertan en las mismas entrañas del monstruo y sus lacayunos servidores europeos; en medio de ese mundo convulso y confundido, conmemoramos los cubanos, fieles a nuestra memoria y a nuestras raíces, el día en que el espíritu patrio amaneció encarnado en la voluntad de un hombre volcánico y sereno: Carlos Manuel de Céspedes, el 10 de octubre de 1868.Para el cubano mayor, José Martí, «los misterios más puros del alma se cumplieron en aquella mañana de La Demajagua, cuando los ricos, desembarazándose de su fortuna, salieron a pelear, sin odio a nadie, por el decoro, que vale más que ella; cuando los dueños de hombres, al ir naciendo el día, dijeron a sus esclavos: “¡Ya sois libres!”».
Ni los desacuerdos en cuestiones de esencias, ni las diferencias en cuestiones de métodos podían impedir a un patriota cubano rendir merecido y tierno tributo a los hombres que en aquella alborada sublime lanzaron la clarinada emancipadora y despertaron para siempre la conciencia cubana. Así pensaba el Maestro cuando al rechazar, por lo que consideraba principio y obligación de su honor patrio, la invitación que los emigrados cubanos en Filadelfia le hicieran para hablar en el acto conmemorativo que preparaban ese año de 1885, luego de extenderse en sus razones, se despide diciéndoles: «De toda mi alma, si es digna de ello, hago una corona, y la pongo, por la mano de los emigrados de Filadelfia, en el altar de los mártires del 10 de Octubre».
De los muchos discursos que para enaltecer esta fecha pronunció Martí entre los cubanos de las emigraciones, quiero recordar el de 1887, en el Masonic Temple de Nueva York ante un nutrido grupo de patriotas. En este hace un análisis de la situación de Cuba bajo la bota despótica de España, donde los cubanos buenos vivían en dolorosa sumisión, si bien mantenían encendido en lo profundo de sus almas y en lo alto de sus conciencias limpias el fuego sagrado de la libertad.
Habló de los malos cubanos que por el apego bochornoso al «buen vivir», se sentaban a la mesa del amo criminal y lamían las mismas botas que pisaban la honra de su pueblo, pero resaltó también que «¡por cada uno que cae en vileza, hay dos que se avergüenzan de él!». Algunos podrían vacilar, otros mirar con tibieza los esfuerzos de pocos, pero al cabo «todos nos juntaremos, del lado de la honra, en la hora de la vindicación y de la muerte», porque «¡nosotros somos el deseo escondido, la gloria que no se pone, el fin inevitable!».
En estas reflexiones entre los cubanos independentistas, Martí expone lo que a su juicio constituiría la mayor garantía de convencimiento al pueblo cubano de la Isla y de las emigraciones: el mantenerse libre de ambiciones personales, de deseos de mando y de fortuna, porque los cubanos solo estaban dispuestos a seguir al desinterés por un camino donde, antes de acceder a la libertad, tendrían muchos de ellos que encontrar y desafiar la muerte. Por eso exclamará, en un arranque fervoroso y visionario de su propio destino: «¡Todo, oh patria, porque cuando la muerte haya puesto fin a esta fatiga de amarte con honor, puedas tú decir, aunque no te oiga nadie: “Fuiste mi hijo!” ¡No hay más gloria verdadera que la de servirte sin interés, y morir sin manchas!».
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