Santiago Alba Rico
La Calle del Medio 44
Uno de los productos que quintaesencia el “espíritu estadounidense” es sin duda la conocida revista Time. Fundada en 1923 por Britton Hadden, “el joven más rico del mundo”, refleja e impone desde entonces el molde de una sociedad muy contagiosa que combina el populismo consumista con el individualismo más belicoso y el patriotismo más pedestre. Como es sabido, en el mes de diciembre Time elije “el hombre del año” –que a veces puede ser también una mujer– para honrar así a la personalidad más destacada, la más influyente, la más nombrada, durante el curso recién terminado. No es que la elección no responda a criterios ideológicos determinados; es que, en todo caso, la ideología subyacente tiene que ver con un modelo contable y deportivo –el del capitalismo– que celebra siempre, indiferente al contenido, las grandes cifras, los grandes momentos, los grandes gestos. Time se inclina ante la “notoriedad” en su sentido más estricto: ante los que se hacen notar. Adora a los “monstruos”: es decir, a los que más se “muestran” en público. Su esperada portada anual festeja el mundo tal y como es, generalizando entre los lectores la felicidad de formar parte de una humanidad que pugna, por distintas vías y con distintos medios, por merecer la atención del Time.
Cualquiera puede ser “hombre del año” de Time. ¿Asesinos? Lo fueron Hitler, Stalin y George Bush. ¿Millonarios? Lo fue Bill Gates. ¿Fabricantes de miseria? Lo fue Ben Bernanke, presidente de la Reserva Federal de los Estados Unidos. ¿Todos? En 2006 lo fuiste TÚ, el “you” genérico con el que la publicidad comercial suele interpelar a sus clientes (“por qué tú lo vales”, “siempre pensando en ti”, “nuestro centro eres tú”). Con arreglo a este criterio, podríamos elegir también los personajes más “notorios” de la historia: en el siglo I, la duda estaría entre Cristo y Nerón; en el V la palma se la llevaría Atila, azote del Imperio Romano; en el XIV la peste negra que asoló Europa; en el XVI, los Reyes Católicos, fusta de indígenas, se impondrían por unos pocos votos a Fray Bartolomé de Las Casas, defensor de indígenas; en el siglo XVIII se premiaría ex aequo a María Antonieta y Robespierre; y en el XIX, Napoléon y Marx se disputarían el título con el gran Jack el Destripador. La historia no es lucha de clases sino lucha de celebridades; no es una carnicería sino un escaparate. ¡Qué emocionante y variado es el mundo y qué tranquilidad saber que, pase lo que pase, la fotografía del ganador aparecerá en la portada de la revista Time!
En 2011 “la persona del año” ha sido El Manifestante, representado en la figura andrógina de un indignado universal, étnico, postmoderno y orientalista, molde que recoge, para deformarlo, el malestar profundo de los pueblos del mundo contra una civilización injusta y agonizante. Porque El Manifestante es celebrado como un as del balón, un príncipe filántropo o una actriz pornográfica de mucho glamour. Cuando se denuncian justamente las mentiras, manipulaciones o silencios de los grandes medios de comunicación se suele olvidar este efecto antropológico tranquilizador asociado a los formatos populistas y mercantiles del periodismo hegemónico. Millones de personas se han manifestado en todo el mundo, de Túnez a Wall Street, de Grecia a Wisconsin, para derrocar dictaduras, denunciar a los responsables de la crisis capitalista y, en definitiva, cuestionar el modelo cuyo mascarón de proa es precisamente la revista Time. El Manifestante puede aparecer en su portada porque no ha triunfado en sus demandas; pero sobre todo –y al revés– el Time lo recoge en su portada para despuntar y banalizar su combate. El Manifestante, digamos, sí ha vencido; El Manifestante ha alcanzado su objetivo porque su objetivo no era cambiar el mundo sino alcanzar, en pugna con Benedicto XVI, el Fútbol Club Barcelona o el Ejército de Salvación, la portada de Time. Y el lector de Time se siente así completamente a salvo en su sillón, disfrutando de su café en un mundo construido –como un hipódromo o una pista de carreras– para su seguridad y diversión. Nada tranquiliza más que una mala noticia si nos la da la televisión; nada calma más que una amenaza, si es la “persona del año” de la revista Time.
Pero el verdadero personaje del año –el que realmente tranquiliza al lector burgués de Time– está detrás de El Manifestante, como su reverso y su destrucción. De hecho, estoy casi seguro de que el consejo editor de la revista tardó en decidirse y tuvo muchas dudas, como las habría tenido en el siglo I entre Cristo y Nerón. El otro candidato a la portada era, sí, el Policía. Basta un mínimo esfuerzo para verlo a un lado y otro del romántico Manifestante, homenajeado junto a él, cediendo generosamente el protagonismo a su víctima: los policías asesinos en Túnez, Egipto, Yemen y Bahrein; los policías salvajes que golpearon a los pacíficos muchachos en Plaza de Catalunya de Barcelona; los que abrieron la cabeza a los huelguistas de Atenas; los que detuvieron a porrazos a los ocupantes de Wall Street. ¿El hombre del año? Dos. Enfrentados en las plazas, unidos en portada: el joven manifestante tocado con su kufiya palestina al viento, un ojo morado, la sangre corriéndole por la cabeza, con una sonrisa de satisfacción en los labios –¡portada de Time!–, y a su lado, pasándole el brazo sobre el hombro, el policía acorazado y musculoso que sonríe bajo el casco –¡portada de Time!– mientras esgrime victorioso su escudo, su porra y su pistola.
Los policías y manifestantes que luchaban y siguen luchando en las plazas luchaban en realidad, ahora lo sabemos, por ver cuál de los dos alcanzaba la portada de Time. Como en las plazas suele vencer la policía, porque en las plazas suele vencer la policía, mientras en las plazas suela vencer la policía, Time podrá dar la victoria al Manifestante en su portada.
Cuando la justicia, la libertad, la democracia, la igualdad y el socialismo sean la realidad del año, Time habrá desaparecido.
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