Enrique Ubieta Gómez
Hay días que me superan. Están llenos de recuerdos o de esperanzas, y todos quieren decir algo inteligente o emotivo. Entonces callo. En la sala de mi casa hay una foto grande del Che Guevara, y una pequeña estatuilla suya con su brazo en cabestrillo, que se pierde entre los Quijotes que colecciono. La puse ahí, aunque casi no se distingue, porque es el lugar que le corresponde (también hay un pequeño Martí, con su traje negro y sus zapatos pobres). He escrito algunas cosas sobre el Che, y no vale la pena –como diría él–, emborronar más cuartillas. Don Quijote, Martí, el Che y Fidel, son mis héroes. Hoy los necesitamos a todos, quizás más que nunca. También necesito a mi papá. Hace ya siete años que se fue. Aquel día, en el instante de la despedida final, no supe, no pude decir nada. Papá fue un maestro, un amigo, un hombre leal. Me enseñó a ser honesto, a ser revolucionario; él, que lo entregó todo, cada minuto de su vida, a cambio de poco o nada o mucho, según se mire; nada material, como pedía el Che. Ayer apareció de repente en un viejo video del cumpleaños de mi sobrina, que mi hermano rescató de un inservible VHS. No fue jamás ese personaje maniqueo que el cine cubano –falto de creatividad y muy lejos de la vanguardia revolucionaria–, quiere establecer como referente; ni dogmático, ni inflexible, ni oportunista. Papá fue como son los auténticos revolucionarios, un hombre comido por el ansia de ser útil, brillante en sus análisis, martiano y fidelista, antimperialista raigal, con certezas y principios bien fundamentados y también, como cualquier humano, con sus dudas y fantasmas. Su familia se fue del país (padres y hermanas), y no rompió con ella, y eso le costó no llevar el carné de una militancia que sin embargo, siempre asumió. Cuando sus hijos recibieron el carné que él no tuvo, se sintió reivindicado. En 1993, escribí estas palabras en la dedicatoria de mi primer libro, Ensayos de identidad: "A Papá, que entregó sus mejores años a la Revolución, con lealtad y desinterés. A Edi, que también algún día juzgará mi vida". Hoy es también el cumpleaños de Edi, mi primogénito. Recuerdo ahora aquella dedicatoria, porque Roberto Fernández Retamar –uno de los autores que más ha influido en mi escritura–, tuvo el gesto de enviarme poco después una carta de elogio, que terminaba augurándome el juicio aprobatorio de mi hijo. Puesto que mi vida creativa y revolucionaria no ha concluido –y no termino aún de acertar y de equivocarme–, dejo para después la comprobación de aquella conjetura. Edi y Víctor (no había nacido entonces), son mis hijos. Les dejo de herencia la honradez que me trasmitió mi padre; la de escribir, la de vivir, la de soñar con los brazos abiertos, de cara al sol. Y un país, una Revolución, que necesita de ellos. Algún día me juzgarán, como yo hice con mi padre, como la historia hará con ellos, con todos. Algún día.
Un abrazo con toda mi admiración.
ResponderEliminarIgual para ti, gracias, hace rato que no comentabas
ResponderEliminarEs un texto hermoso. Los padres, más temprano que tarde, suelen ser juzgados por los hijos no solo por como piensan sino también por su actuación cotidiana... y hasta por sus "pecados de juventud" aunque nosotros -los hijos que aún no somos padres- nos hayamos enterado de ellos muchos años después.
ResponderEliminarSin embargo, y lo digo por experiencia, una de las cosas que mas duele es darse cuenta una vez que el padre ha muerto de que no se lo conocía en realidad... que no se sabía quien era... y que se desperdició todo el tiempo que estuvieron juntos. Su caso no es uno de esos, pero hay tantos por ahí que da tristeza
Yisell