AQUELLA GENERACIÓN DE PADRES
E. U. G.
Hoy es el día de los padres. Casi coincide este año con una fecha insoslayable: el aniversario 80 del natalicio del Che Guevara. Si menciono ambos festejos, a los que nada en apariencia une —aquel fue en sus orígenes un pretexto para inducir al consumismo y esta es una efeméride que celebramos quienes luchamos por vivir en un mundo más justo y menos consumista—, es porque me siento hijo de una generación extraordinaria, que hizo y sostuvo una Revolución que ha desbordado los límites de la pequeña isla que habito, los geográficos y los históricos.
Es esta una generación de grandes hombres. No me refiero únicamente a los que la historia recoge y enaltece con justicia. En la sala de mi casa hay fotos de Fidel y del Che; junto a ellas, están las de mi padre. Es natural, y no pretendo igualarlos. Además del amor de hijo, me une a su recuerdo el saber que vivió con limpieza y honradez, que se enamoró de la Revolución como antes de mi madre, con absoluto desinterés y pasión. Mi padre fue un hombre común en una época en la que lo común era ser extraordinario. Lo recuerdo muy delgado, tierno, lúcido, justiciero, Quijote de aquella gesta heroica. Llegaba tarde a casa, se iba temprano. Yo creía que era Dios, porque lo sabía todo. Se sentaba por las noches en el borde de mi cama e inventaba cuentos sobre el origen de las cosas: el tenedor, la bicicleta, los espejuelos. Entre nosotros no existían temas prohibidos. Cuando quería reforzar un criterio, discutía con él situándome en la posición contraria; él seguía mi juego, y vencía mis argucias retóricas. Quizá pudo ser escritor, pero el huracán de la Revolución se lo tragó: fue revolucionario y padre, y ya no le alcanzó más el tiempo.
Fue un protagonista de la historia, no porque ocupara lugares cimeros, sino porque asumió el suyo con tal convicción que fue útil. Me enseñó a ser revolucionario. Es decir, la Revolución tuvo para mí, y de cierta forma tiene, su rostro. Los discursos de Fidel, la leyenda del Che, todo pasaba por su ejemplo, por sus explicaciones apasionadas. Hasta que empezamos a hacerla juntos, porque los hijos un día fuimos también los protagonistas y cocreadores de aquel empeño colectivo. Y cambiamos de roles: yo me apropié de su apellido, de sus camisas, de sus sueños. Hice cosas que él no pudo o postergó demasiado, y él las vivió en mí. Siempre me sentí orgulloso de ser su hijo. De alguna imperfecta manera, ser como el Che era ser como él. Sé que no es un cuento raro, que muchos lectores comprenden a qué me refiero. Porque no hay grandes hombres sin grandes pueblos; unos y otros se rehacen continuamente, si la Revolución es verdadera (diría el Che).
La Historia con mayúsculas empieza en el hogar: nadie nace revolucionario, como suele decir Frei Betto, hay que hacerse y rehacerse, una y otra vez, por el camino de la vida. Ahora que nuestros padres arriban a la octava década de vida, ¡qué privilegio haberlos tenido! Haber nacido en Cuba, haber crecido en el entusiasmo de las transformaciones, haber estado aquí, en momentos de júbilo y de tristeza, de éxitos y dificultades, junto a Fidel, haber tenido un padre que se rehizo una y otra vez como revolucionario, sin traicionarse. Cuando enarbolo al Che en una discusión, o simplemente escucho una canción que lo evoca, recuerdo a mi padre. Y quisiera que mis hijos alguna vez me recordaran así, como un hombre que fue fiel a ese legado: un navegante a contracorriente —de esa nave llamada Cuba—, en los albores del siglo XXI.
Hoy es el día de los padres. Casi coincide este año con una fecha insoslayable: el aniversario 80 del natalicio del Che Guevara. Si menciono ambos festejos, a los que nada en apariencia une —aquel fue en sus orígenes un pretexto para inducir al consumismo y esta es una efeméride que celebramos quienes luchamos por vivir en un mundo más justo y menos consumista—, es porque me siento hijo de una generación extraordinaria, que hizo y sostuvo una Revolución que ha desbordado los límites de la pequeña isla que habito, los geográficos y los históricos.
Es esta una generación de grandes hombres. No me refiero únicamente a los que la historia recoge y enaltece con justicia. En la sala de mi casa hay fotos de Fidel y del Che; junto a ellas, están las de mi padre. Es natural, y no pretendo igualarlos. Además del amor de hijo, me une a su recuerdo el saber que vivió con limpieza y honradez, que se enamoró de la Revolución como antes de mi madre, con absoluto desinterés y pasión. Mi padre fue un hombre común en una época en la que lo común era ser extraordinario. Lo recuerdo muy delgado, tierno, lúcido, justiciero, Quijote de aquella gesta heroica. Llegaba tarde a casa, se iba temprano. Yo creía que era Dios, porque lo sabía todo. Se sentaba por las noches en el borde de mi cama e inventaba cuentos sobre el origen de las cosas: el tenedor, la bicicleta, los espejuelos. Entre nosotros no existían temas prohibidos. Cuando quería reforzar un criterio, discutía con él situándome en la posición contraria; él seguía mi juego, y vencía mis argucias retóricas. Quizá pudo ser escritor, pero el huracán de la Revolución se lo tragó: fue revolucionario y padre, y ya no le alcanzó más el tiempo.
Fue un protagonista de la historia, no porque ocupara lugares cimeros, sino porque asumió el suyo con tal convicción que fue útil. Me enseñó a ser revolucionario. Es decir, la Revolución tuvo para mí, y de cierta forma tiene, su rostro. Los discursos de Fidel, la leyenda del Che, todo pasaba por su ejemplo, por sus explicaciones apasionadas. Hasta que empezamos a hacerla juntos, porque los hijos un día fuimos también los protagonistas y cocreadores de aquel empeño colectivo. Y cambiamos de roles: yo me apropié de su apellido, de sus camisas, de sus sueños. Hice cosas que él no pudo o postergó demasiado, y él las vivió en mí. Siempre me sentí orgulloso de ser su hijo. De alguna imperfecta manera, ser como el Che era ser como él. Sé que no es un cuento raro, que muchos lectores comprenden a qué me refiero. Porque no hay grandes hombres sin grandes pueblos; unos y otros se rehacen continuamente, si la Revolución es verdadera (diría el Che).
La Historia con mayúsculas empieza en el hogar: nadie nace revolucionario, como suele decir Frei Betto, hay que hacerse y rehacerse, una y otra vez, por el camino de la vida. Ahora que nuestros padres arriban a la octava década de vida, ¡qué privilegio haberlos tenido! Haber nacido en Cuba, haber crecido en el entusiasmo de las transformaciones, haber estado aquí, en momentos de júbilo y de tristeza, de éxitos y dificultades, junto a Fidel, haber tenido un padre que se rehizo una y otra vez como revolucionario, sin traicionarse. Cuando enarbolo al Che en una discusión, o simplemente escucho una canción que lo evoca, recuerdo a mi padre. Y quisiera que mis hijos alguna vez me recordaran así, como un hombre que fue fiel a ese legado: un navegante a contracorriente —de esa nave llamada Cuba—, en los albores del siglo XXI.
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