En estos días una cuadrilla de intelectuales de extrema derecha se reunió en Caracas. Son personas cultas, y al menos uno de ellos posee una obra literaria de indudable valor. Algunos fueron hombres de izquierda en los sesenta, cuando estaba de moda. Después fueron de derecha, cuando también estuvo de moda. Aunque ahora parece resurgir la izquierda, ya son demasiado mayorcitos para un nuevo viraje radical. Y la derecha los ha encumbrado. Forman una Hermandad Secreta Anticomunista, que se moviliza con rapidez frente al terrible fantasma de la voluntad popular, siempre al acecho. Fueron invitados por Hugo Chávez a dialogar con intelectuales revolucionarios –micrófonos y cámaras abiertos para toda la población, sin el resguardo de un moderador bien entrenado en el arte de interrumpir el debate cuando el invitado está perdiendo, y de extenderlo si está ganando--, y rehusaron la oferta. La “democracia” termina allí donde los poderosos no pueden imponer “democráticamente” sus ideas. He seleccionado un pequeño fragmento –con entrevista incluida--, de mi libro La utopía rearmada (escrito en la Nicaragua de 1999, aunque la entrevista es de 1998 y fue publicada ese año de forma íntegra en la desaparecida revista Contracorriente), para homenajear a un intelectual auténtico, que nunca se mareó ni perdió el rumbo en alta mar, a pesar de soportar tormentas severas y disfrutar de plácidos amaneceres: Cintio Vitier.
POESÍA E HISTORIA
“Después de haber soñado también, de joven, con la sociedad perfecta –confiesa el escritor peruano Mario Vargas Llosa en carta abierta al escritor japonés Kenzaburo Oe— hace treinta años que me convencí de que es preferible, para la supervivencia de la civilización humana, conformarse con los lentos y aburridos progresos de la democracia, en vez de buscar la inalcanzable utopía, que genera hecatombes”. Estas palabras fueron reproducidas el 23 de enero de 1999 por La Prensa Literaria, suplemento del periódico nicaragüense La Prensa. En realidad, habían sido publicadas antes en El País de España, y estaban disponibles en internet. Pero los médicos cubanos habían envuelto un pequeño lote de medicamentos con la página de periódico que contenía los criterios del ilustre ex soñador. Mientras ellos recibían a sus pacientes, me leí esas sabias reflexiones, ahora estrujadas por un destino superior. “¿Cómo explicar la fascinación que el mito de la violencia redentora ejerce sobre tantos pensadores y artistas? Tal vez –continuaba Vargas Llosa--, por la repugnancia que les merece la democracia, un sistema que rehuye la perfección y hace de la mediocridad un ideal social. (...) No es posible ni deseable renunciar al cielo y las estrellas. Pero, a sabiendas de que aquel mundo coherente, bello, racional, justo, sin mácula, a la medida de nuestros deseos, no existe fuera del dominio del arte, la literatura y la fantasía, o del solitario destino de un puñado de personalidades excéntricas”.
No sé por qué siempre nos acusan de no ser perfectos; necesitan demostrar que las revoluciones y que los revolucionarios no somos divinos sino humanos. Semejante intento de demostración es de por sí un homenaje. Y sin embargo, es una petulancia intelectual creer que el horizonte visible es sólo una construcción literaria. Cristóbal Colón lo halló para sí e impuso uno nuevo, distinto, pero muy real. La Revolución cubana corrió el horizonte de los latinoamericanos, aunque Vargas Llosa, sentado en el malecón de la añoranza, un cómodo malecón retro que abolió por decreto los años sesenta, se aferre al horizonte de los que regresaron mentalmente a tierra. Alguna vez le pregunté a Cintio Vitier sobre la manera en que los poetas reunidos en Orígenes concebían la relación entre poesía e historia.
En nuestra conversación surgió la pregunta: ¿la justicia siempre será el horizonte inalcanzable? “Lo importante es que siempre haya un horizonte –me respondió--. Eso es lo que el hombre necesita. Es verdad que puede resultar angustioso en determinadas épocas esa especie de tantalismo: algo que está ahí, pero que no se llega a tocar. Pero lo que sería terrible es carecer de horizonte, que era lo que nos pasaba a nosotros antes de la Revolución. (...) Pienso que la historia, como los poemas, está hecha de una combinación de éxtasis y discurso. Esta idea está en la Poética que yo escribí hace algunos años; allí digo aludiendo a una frase muy inteligente de Valery, quien dice que un poema no está hecho de cien instantes divinos de poesía, sino de un discurso que parte de un instante divino, porque hay un momento en el que el tiempo se suspende, que es el instante de poesía, pero ese instante hay que decirlo y hay que decirlo en el tiempo, en un discurso. Pienso que eso le pasa también a la historia. Enero de 1959 fue el éxtasis de la historia, sin ánimo religioso, éxtasis en el sentido de suspensión del tiempo: pareció que se producía una visión, ya no una metáfora o una imagen, sino una visión de algo que se realiza y que parecía imposible. A lo que Orígenes se había adelantado en Cuba. Aunque ya venía andando desde Casal y desde Martí, que dijo que lo imposible es posible, que los locos somos cuerdos. Pero lo cierto es que el imposible aquel de pronto se hace posible, cuando entra en La Habana un ejército de campesinos. Si eso no es poesía, yo no sé lo que es. Ahí sí que la poesía y la historia se fundieron absolutamente. Y el que vio eso –algo muy difícil de trasmitir a los más jóvenes-- nunca lo olvida. Un momento que ni Martí ni nadie pudo ver, ni Céspedes, ni Agramonte, ni Maceo, ni Gómez, ni Mella, ni Rubén, ni nadie. Nos lo regalaron a nosotros, ¡lo vimos! Fuimos testigos de esa visión en que la historia se puso del lado del bien de forma absoluta. Eso no puede olvidarse.
“Después viene la sucesión y con ella los problemas del tiempo, de la época, los problemas ideológicos, los aciertos y los errores. Ese es el discurso, donde el poeta a veces falla y a veces acierta. El poeta en este caso para mí es el proceso revolucionario. Pero sí creo que esa dirección cargada de valores positivos –lo que se estaba jugando era la poesía de la justicia, la poesía ética, la poesía de la ética y la ética de la poesía--, no obstante todos los descalabros, esa dirección hacia un horizonte, pienso yo, cada vez más prometedor está vigente”. Todo poema es finito, ¿el éxtasis de una Revolución hecho discurso tiene un fin?, pregunté. “Es infinito –respondió convencido--. Una de las condiciones de lo poético es que no termina nunca”. ¿Pero una Revolución puede ser asesinada?, insistí. “Definitivamente, no creo en esa posibilidad. Puede ser mal herida, muy maltratada, humillada, pero aunque parezcan palabras muy gastadas, sinceramente creo que las aspiraciones de un pueblo son invencibles. Lo que más puede ocurrir es que desaparezca ese pueblo.”
La Isla Desconocida navega en pos de sí misma, la utopía en pos de la utopía, buscándose y hallándose siempre a medias, en mares cercanos a los dominios reales.
domingo, 31 de mayo de 2009
viernes, 29 de mayo de 2009
Llamamiento al Gobierno de Estados Unidos
Anda moviéndose por el ciberespacio este Llamamiento al Gobierno de Estados Unidos. La Isla Desconocida se suma al justo reclamo.
Sabor a Infierno.
Omar Rafael García Lazo
Nadie escarmienta por cabeza ajena, dice el refrán. ¡Cómo hemos visto todos los cubanos testimonios de este tipo durante cinco décadas, en la tele, en el barrio, en la bodega, en la escuela, en la universidad, en la familia! Aunque si revisamos las páginas anteriores a 1959, con total seguridad encontraremos historias tan o más dolorosas que esta que nos cuenta “El Médico de la Salsa”, sobre todo en los sectores de la cultura y el deporte. También es cierto que las hay muy diferentes, pero los costos personal, moral y familiar, muy pocos los sopesan.
No sería inapropiado recordar que el capitalismo, desde su surgimiento, ha tenido como palancas de desarrollo la explotación de unos por otros y el interés individual en la ganancia, en el lucro, y esa tendencia, a lo largo de los años, ha estado en constante antagonismo con el sentimiento de solidaridad humana, con lo colectivo, con la bondad.
El arte ha sido víctima también de los engranajes productivos de ese sistema y de sus consecuencias sociales y políticas manifestadas en algunos artistas, quienes, condicionados u “obligados”, han puesto de una forma ciega su obra al servicio del mercado. No es mi interés hablar sobre la “contradicción” o “conciliación” entre arte y mercado, existen muchas variables presentes en ese fenómeno y no se deben descuidar antes de hacer un análisis. En todo caso invito siempre a que se tenga en cuenta la idea martiana de que “arte es huir de lo mezquino”.
Manolín prefirió dejar su público, teóricamente su razón de ser, por la conquista de otros, (prefiero pensar así). Aunque por lo que dice, parece que el brillo enlatado y el tin tin de los metales preciados que compraron la muerte de Jesús pesaron más en la balanza que inclinó su decisión.
No obstante, sirve el testimonio de Manolín para reafirmar lo que algunos todavía no comprenden y lo que quizás otros negarán. El capitalismo ha creado increíbles, pero finitas riquezas, gracias a que ha exacerbado el interés material por encima del culto al espíritu en un ciclo que no cierra pero se amplía hasta el punto en que nada importa más que la ganancia, ni siquiera el planeta en que vivimos.
Y si se habla de “baile”, hablemos pues de la “casa del trompo”: Estados Unidos. Y me ayudan las palabras del Apóstol, quien sinceramente elogió a ese país una vez que puso sus pies en él, pero en la medida en que lo fue conociendo de cerca, palpando sus hilos más íntimos, como él sabía hacer, dejó de creer en el incipiente “sueño americano” y le dejó a todos los habitantes del sur del Bravo una clara caracterización de su “paradigmático” vecino y una clara advertencia: “…en este pueblo revuelto (se refiere a Estados Unidos), suntuoso y enorme, la vida no es más que la conquista de la fortuna: ésta es la enfermedad de su grandeza. La lleva sobre el hígado: se le ha entrado por todas las entrañas: lo está transformando, afeando y deformando todo. Los que imiten a este pueblo grandioso, cuiden de no caer en ella. Sin razonable prosperidad, la vida, para el común de la gentes, es amarga; pero es un cáncer sin los goces del espíritu”.
Dice el refrán que el que por su gusto muere, la muerte le sabe a gloria, a Manolín, como él mismo afirma, el paso dado le sabe a infierno. Siente en su cuerpo el golpe de una realidad hostil. Se lamenta, le duele, quizás porque sobrevive en él algo que aprendió aquí, en su tierra, en nuestras escuelas: hay cosas en la vida que no tienen precio. “Las verdades reales -sentenció el Apóstol- son los hechos”.
Nadie escarmienta por cabeza ajena, dice el refrán. ¡Cómo hemos visto todos los cubanos testimonios de este tipo durante cinco décadas, en la tele, en el barrio, en la bodega, en la escuela, en la universidad, en la familia! Aunque si revisamos las páginas anteriores a 1959, con total seguridad encontraremos historias tan o más dolorosas que esta que nos cuenta “El Médico de la Salsa”, sobre todo en los sectores de la cultura y el deporte. También es cierto que las hay muy diferentes, pero los costos personal, moral y familiar, muy pocos los sopesan.
No sería inapropiado recordar que el capitalismo, desde su surgimiento, ha tenido como palancas de desarrollo la explotación de unos por otros y el interés individual en la ganancia, en el lucro, y esa tendencia, a lo largo de los años, ha estado en constante antagonismo con el sentimiento de solidaridad humana, con lo colectivo, con la bondad.
El arte ha sido víctima también de los engranajes productivos de ese sistema y de sus consecuencias sociales y políticas manifestadas en algunos artistas, quienes, condicionados u “obligados”, han puesto de una forma ciega su obra al servicio del mercado. No es mi interés hablar sobre la “contradicción” o “conciliación” entre arte y mercado, existen muchas variables presentes en ese fenómeno y no se deben descuidar antes de hacer un análisis. En todo caso invito siempre a que se tenga en cuenta la idea martiana de que “arte es huir de lo mezquino”.
Manolín prefirió dejar su público, teóricamente su razón de ser, por la conquista de otros, (prefiero pensar así). Aunque por lo que dice, parece que el brillo enlatado y el tin tin de los metales preciados que compraron la muerte de Jesús pesaron más en la balanza que inclinó su decisión.
No obstante, sirve el testimonio de Manolín para reafirmar lo que algunos todavía no comprenden y lo que quizás otros negarán. El capitalismo ha creado increíbles, pero finitas riquezas, gracias a que ha exacerbado el interés material por encima del culto al espíritu en un ciclo que no cierra pero se amplía hasta el punto en que nada importa más que la ganancia, ni siquiera el planeta en que vivimos.
Y si se habla de “baile”, hablemos pues de la “casa del trompo”: Estados Unidos. Y me ayudan las palabras del Apóstol, quien sinceramente elogió a ese país una vez que puso sus pies en él, pero en la medida en que lo fue conociendo de cerca, palpando sus hilos más íntimos, como él sabía hacer, dejó de creer en el incipiente “sueño americano” y le dejó a todos los habitantes del sur del Bravo una clara caracterización de su “paradigmático” vecino y una clara advertencia: “…en este pueblo revuelto (se refiere a Estados Unidos), suntuoso y enorme, la vida no es más que la conquista de la fortuna: ésta es la enfermedad de su grandeza. La lleva sobre el hígado: se le ha entrado por todas las entrañas: lo está transformando, afeando y deformando todo. Los que imiten a este pueblo grandioso, cuiden de no caer en ella. Sin razonable prosperidad, la vida, para el común de la gentes, es amarga; pero es un cáncer sin los goces del espíritu”.
Dice el refrán que el que por su gusto muere, la muerte le sabe a gloria, a Manolín, como él mismo afirma, el paso dado le sabe a infierno. Siente en su cuerpo el golpe de una realidad hostil. Se lamenta, le duele, quizás porque sobrevive en él algo que aprendió aquí, en su tierra, en nuestras escuelas: hay cosas en la vida que no tienen precio. “Las verdades reales -sentenció el Apóstol- son los hechos”.
Todas las balsas del mundo
Conversando con un amigo sobre sueños y utopías, sobre embarcaciones del espíritu, recordamos unas declaraciones de Silvio Rodríguez hechas en España hace dos años, en las que aseguraba que Cuba seguiría siendo socialista, “jamás regresaremos a ser un país dependiente, una neocolonia”, dijo. Pero comentamos sobre todo una frase que mi amigo me hizo buscar en Google: “Me imagino que dentro de 50 años o mucho menos, Cuba será una luz de esperanza hacia la cual todas las balsas del mundo se dirigirán”.
Última agonía de la Garza
Hay embarcaciones y sueños de diferente calado. Hay utopías y anti-utopías. Se parecen tanto que pueden mover a los seres humanos a su destrucción. Hay utopías que inflan las velas del barco. Hay anti-utopías que lo paralizan, aún cuando los tripulantes crean avanzar en la espesa neblina. A veces, para aceptar una utopía, se necesitan largas y aburridas explicaciones. Y en ocasiones una simple imagen repetida, un deseo sutilmente provocado, nos lanza tras la anti-utopía. Me complace mucho proponer un relato del excelente escritor y amigo Jorge Ángel Hernández.
ÚLTIMA AGONÍA DE LA GARZA
Jorge Ángel Hernández
—Se llamará La Garza —dijo, con tal fuerza que nadie lo objetó a pesar de que ninguno recibió muy bien el nombre.
Suyos eran los tanques de sostén, las cuerdas, la brea, las planchas de plástico vidrioso, la madera preciosa, los avíos principales, la brújula, los mapas adecuados. Lo respaldaba una historia nebulosa de experiencias de pesca más allá de las aguas permitidas. Bajo sus órdenes la embarcación fue cobrando una forma definida.
—No habrá motores —advirtió, desde el inicio—; son un lastre inservible, de fácil detección por los radares.
Con finas cuerdas de nylon resistente y bien tejido ajustaron los tanques. Fue un esfuerzo tenaz y demorado, una y otra vez repetido, porque él les exigía que no quedara el más mínimo roce, que la tensión fuera exacta, precisa en la medida más sutil. Mientras, con madera preciosa se tallaba la quilla, el mástil y los remos, y unas planchas de plástico que parecían vidrio soplado conformaban el piso. Varias camas del pobre vecindario quedaron sin sus sábanas, orgullosos sus dueños de aportar para las velas. Habían inundado la calleja, cerrando toda posibilidad al poco tráfico posible. Una botella de alcohol rebautizado pasaba de una mano a otra, dejaba su marca en cada aliento, estimulaba chistes y piropos, convocaba míticas hazañas y futuros gloriosos, de insaciable abundancia.
Los paseantes, acostumbrados a contemplar las artesanías monumentales de las fiestas, paso a paso construidas, se detenían a mirar el laboreo. Algunos, desde luego, habían venido sólo para verlos, para comprobar con sus ojos lo que el rumor propagaba por el pueblo. El permiso de hacerse a la mar sin restricciones había lanzado al país a una febril actividad, mezclados todos, unos queriendo y otros dudando, mandando algunos y otros mandados a correr con tanta prisa, con ansiedad de escapar de la crisis insufrible. En las noches, algunas velas resistían el apagón y develaban pasajes de aquella singular embarcación que parecían fantasmas cansados de vagar entre las ruinas del mundo. Se narraban historias, invocaban a orishas e imágenes marianas y, cada vez, antes de irse a dormir, envueltos en el olor persistente del alcohol, lanzaban su oración a la virgen de la Caridad, patrona inestimable que debía guiarlos a buen puerto.
Siempre alguna idea, un previsor consejo, un presagio, un asunto pendiente, demoraban la orden de partida. Lista por fin, la embarcación recibía bendiciones, santiguos, despojos, y asombrados elogios por su ingenio. Más de un automóvil, lleno de curiosos en plena función de aprendizaje, había llegado hasta el barrio marginal, desde otros pueblos, a contemplar la obra. Sólo detalles faltaban y, en principio, los entusiastas constructores se aprestaron a vencerlos. Pero la desesperación cundió, y la exigencia de partir fue insostenible.
—Habrá que hacerse a la mar con favorables presagios —respondió a las primeras presiones.
—Si queremos perder, y encerrarnos quizás de por vida en ese paraíso de alimañas, podríamos partir en este instante —se enfrentó a las segundas exigencias—; pero, para llegar a la costa deseada, La Garza zarpará en el tiempo justo.
La desconfianza ganó fácil terreno. Lo tildaron de loco, de ateo, de aristócrata falso, de engreído. No una, sino varias botellas de alcohol de cruda alquimia recorrían los bordes de la embarcación, un coloso de viva artesanía en medio de la pobre calleja. El calor de la noche obligaba a salir de las precarias viviendas, todos muy ligeros de ropa y, no obstante, insistiendo en borrar la atroz temperatura con la fuerza del alcohol. En lo alto, más allá del lindero que cerraba al barrio, la casa de dos pisos se dormía en silencio, protegiendo la fe del caprichoso cuya leyenda le permitía demorar la partida hasta quién sabe cuándo.
En un rumor muy tenue vibró la decisión: se comenzó a conspirar. Para cada uno de ellos, los alistados y los no, sería imposible continuar la espera. La construcción era perfecta y en ella podían alejarse de todo, escapar de la crisis, gritar, a pleno antojo, Me cago en cualquier cosa. Lo importante era huir, porque huir se erigía en frase de orden, en verbo salvador, en perspectiva más real. No importa el riesgo, señores, nos iremos nosotros, y si ese loco no viene, allá él. Un susurro la voz, pero también una muestra de ebriedad.
En un puro secreto lo apoyaron. Lo siguieron. Tiempos de huir, parodiaban la consigna tomada de Martí.
La embarcación se llenó de tripulantes henchidos de entusiasmo, dispuestos a romper la adversidad de la espera. Debía partir, en ese instante, desde la misma tierra, travesía también los veinte kilómetros de remolque hasta la costa. Aperos y vituallas, bolsas de alimentos y vasijas con agua subieron en el acto, olvidando el silencio para siempre porque el palenque de salida, conservado por días de la humedad y la pura tentación, había emprendido su trayecto hacia el cielo en desafío perfecto al apagón.
De pronto, desde la casa de dos pisos, un reflector enorme iluminó la escena. La demasiada luz, atravesando las paredes que ella misma formaba con el polvo, sorprendió a todos, imponiendo un silencio inimitable. Por entre el chorro de luz divisaron la silueta, el cuerpo cuya sombra les permitía fijar allí la vista y sospechar que sus contornos venían del infinito.
—Es la señal —dijo.
Fue enorme el júbilo, su explosión justo antes de que la luz del reflector se retirase. Una zaranda de fuegos de artificio brotó de algún costado de la vía. El remolque emprendió su recorrido hacia la carretera, el reflector por delante, convertido en el faro de la tenaz embarcación cuyo nombre brillaba en los costados, cada letra adornando los extremos de un tanque. Los vecinos salieron a mirarlos, aquel torrente de luz a lo largo de las calles oscuras. Algunos aplaudieron, fanatizados ante el riesgo, otros gritaron insultos e improperios, reclamaron sus vívidos principios de patria aunque con hambre. Los menos, se burlaron, alejaron de sí los extremos tirantes de la lucha. El remolque avanzaba con paso de ritual, hacia la costa.
La madrugada se abría cuando por fin arribaron a la playa. La voz del audio pedía que desistiesen, en dudosa virtud de disuasión. Los primeros curiosos llegaron con sus cámaras, ansiosos de un nuevo reportaje. Cada balsa, cada bote, de remos o motor, se erigía en suceso. Los paseantes miraban, aplaudían, opinaban,... Algunos, repletos de entusiasmo, se lanzaban a atrapar la embarcación en el último momento, impulsados quién sabe por qué rabias.
La Garza, no obstante, era un suceso más; por la imponencia de su aspecto, por la mezclada multitud que la ocupaba, por la visión del capitán siempre mirando al horizonte, por lo ingenioso de la forma en que la harían avanzar sólo con fuerza humana. Su partida fue lenta, de tan precaria apariencia, que ninguno de aquellos fortuitos emigrantes se decidió a abordarla. Abundancia de fotos y tristes vaticinios la escoltaron. Esperaban, opinión casi unánime, que apenas en lo hondo se hundiría y que podrían filmarlos, retratarlos, dibujarlos, apresarlos con la visión del testigo y la esperanza del narrador espontáneo, en su regreso a nado, angustioso, tal vez en lanchas de rescate, no habría que exagerar. Pero La Garza creció en velocidad y muy pronto su estela se hundió en el horizonte. Cada uno, en ella, conocía su función, la había ensayado en los días de prepararse y deseaba, en verdad, hacerlo en vivo, sobre el mar, tan tranquilo ese día de la partida. Muy pronto, en la corriente, varias toninas saltaron jugando con la sombra del barco.
La voz del capitán se alzó para aplacar el miedo.
—Importante será cruzar esta corriente —advirtió.
Aún no llegaba la hora de dejarse arrastrar hasta el lugar preciso. El trabajo, la confianza en el hombre, y el oportuno ciclo del alcohol, les permitieron adaptarse con mucha rapidez al medio natural e, incluso, no perder la habitual velocidad. Los relevos entraban justo a tiempo, protegida la piel con cremas y sombreros, y el tiempo de descanso era exigencia. Sólo él, como un coloso, como un Ulises por siglos mejorado, parecía no dormir, siempre en su puesto de mando, siempre atento a cada peripecia, a cada tic de la brújula en el mapa.
En la rutina precisa transcurrieron los días y las noches, sin que el tiempo cambiase no más que hacia un chubasco o a una gasa de nubes de sombra agradecida. Al parecer, los guardacostas los habían ignorado totalmente y marchaban al puerto deseado, a la tierra de grandes promisiones, el capitán en su puesto, cumplidor en verdad de sus promesas. Los días y las noches; sin que el agua faltase; sin que ninguna reserva se agotara; sin que la intensa rutina les permitiera caer en la locura y, de ahí, en el envilecimiento. En las noches, el faro infatigable proyectaba su luz hacia delante, anunciando el avance, avergonzando a los fuegos de San Telmo que mal se dibujaban en el mástil.
—Es un viaje perenne —se dijeron a un tiempo, después de cien años de trayecto—; y él maneja las rutas en secreto.
—Se cree Moisés el muy cabrón —dijo un negro robusto, en un susurro tan bajo que sólo su compañero de remo lo escuchó.
—O Jasón, el muy nenito de su madre —acotó el otro, dando un golpe de más al duro remo.
La madera preciosa se quebró y el olor ascendió por todo el barco. Una inquietud general movió los rostros; despertaron los ojos hacia el mar y, por primera vez, un ardor leve se posó en la piel de cada cual.
—Es el olor de los bosques —dijo él, impávido en el mando: —Se han perdido.
El olor de los bosques, el monte, repitieron. Para apresarlo, para que no les faltara ni el más mínimo efluvio, quebraron cada remo, hasta hacerlos añicos inservibles, inhalando el serrín como viciosos. Después el mástil añorado en cada vuelta de sus giros tallados, en cada rítmico surco, cada veloz protuberancia. Como un manto de muerte, la vela blanca cayó sobre el verde tranquilo de las aguas, espléndida hacia el rumbo interminable, una alfombra gigante delante de la proa.
Hemos llegado por fin. Hemos llegado.
Fue la alarma; la voz que los llamó desde sí mismos. La vela blanca flotaba; develaba el camino; se extendía por fin hacia el puerto deseado. Nos esperan aquí, con esta alfombra, se dijeron, y se lanzaron, ansiosos de tener recibimiento. La bonanza espejeaba, esperando por ellos, llamándolos con su rostro de brillo inestimable. Cada uno corría a lo largo de la vela, de fondo el reflector como un coloso divino e inspirado, hasta perderse en las aguas apacibles como en esos filmes de mundos paralelos, poéticos, ignotos. Pero la vela insistía, permanecía tendida en la distancia, y todos la cruzaron, hasta el vacío, hacia la nada que el ser humano temerá por siempre. No se percataban, es cierto, de que allí sucumbían. El olor de los bosques les había destrozado los sentidos. Arrojando zapatos, ropas viejas, enseres ya remotos, corrían para que la abundancia los vistiese, les dejara probar las míticas comidas, los estridentes salarios que nunca han amasado.
En La Garza sólo su dueño miraba al horizonte, la silueta cortada, majestuosa delante de la luz de reflector. Al pairo esperó el amanecer, o tal vez no era al pairo, porque la vela había hallado una corriente y jalaba la nave hacia su rumbo. El plástico del piso se había roto y algunos tanques, desprendidos por fin, flotaban a lo lejos como queriendo también seguir la ruta. En los costados las letras se alteraban; subvertían el viejo nombre.
No había nadie en la orilla cuando el último tanque se estrelló contra las rocas y el capitán, náufrago al fin, aunque sin dejar de abrazar el faro enorme, quedó tendido sobre el diente de perro. Nadie, tampoco, se acercó a recogerlo. El cuerpo desmayado, como en otra sesión de efectos especiales, se fue desintegrando; el rostro inaprensible, el tórax poderoso, las piernas, los brazos, el esqueleto todo, hecho polvo de sal sobre la roca. Sólo el faro brillaba noche a noche, como un fantasma aburrido, constante en su misión de confundir a los botes que naufragan, de alentarlos a lanzarse al vacío donde La Garza se fue, según los diarios.
ÚLTIMA AGONÍA DE LA GARZA
Jorge Ángel Hernández
—Se llamará La Garza —dijo, con tal fuerza que nadie lo objetó a pesar de que ninguno recibió muy bien el nombre.
Suyos eran los tanques de sostén, las cuerdas, la brea, las planchas de plástico vidrioso, la madera preciosa, los avíos principales, la brújula, los mapas adecuados. Lo respaldaba una historia nebulosa de experiencias de pesca más allá de las aguas permitidas. Bajo sus órdenes la embarcación fue cobrando una forma definida.
—No habrá motores —advirtió, desde el inicio—; son un lastre inservible, de fácil detección por los radares.
Con finas cuerdas de nylon resistente y bien tejido ajustaron los tanques. Fue un esfuerzo tenaz y demorado, una y otra vez repetido, porque él les exigía que no quedara el más mínimo roce, que la tensión fuera exacta, precisa en la medida más sutil. Mientras, con madera preciosa se tallaba la quilla, el mástil y los remos, y unas planchas de plástico que parecían vidrio soplado conformaban el piso. Varias camas del pobre vecindario quedaron sin sus sábanas, orgullosos sus dueños de aportar para las velas. Habían inundado la calleja, cerrando toda posibilidad al poco tráfico posible. Una botella de alcohol rebautizado pasaba de una mano a otra, dejaba su marca en cada aliento, estimulaba chistes y piropos, convocaba míticas hazañas y futuros gloriosos, de insaciable abundancia.
Los paseantes, acostumbrados a contemplar las artesanías monumentales de las fiestas, paso a paso construidas, se detenían a mirar el laboreo. Algunos, desde luego, habían venido sólo para verlos, para comprobar con sus ojos lo que el rumor propagaba por el pueblo. El permiso de hacerse a la mar sin restricciones había lanzado al país a una febril actividad, mezclados todos, unos queriendo y otros dudando, mandando algunos y otros mandados a correr con tanta prisa, con ansiedad de escapar de la crisis insufrible. En las noches, algunas velas resistían el apagón y develaban pasajes de aquella singular embarcación que parecían fantasmas cansados de vagar entre las ruinas del mundo. Se narraban historias, invocaban a orishas e imágenes marianas y, cada vez, antes de irse a dormir, envueltos en el olor persistente del alcohol, lanzaban su oración a la virgen de la Caridad, patrona inestimable que debía guiarlos a buen puerto.
Siempre alguna idea, un previsor consejo, un presagio, un asunto pendiente, demoraban la orden de partida. Lista por fin, la embarcación recibía bendiciones, santiguos, despojos, y asombrados elogios por su ingenio. Más de un automóvil, lleno de curiosos en plena función de aprendizaje, había llegado hasta el barrio marginal, desde otros pueblos, a contemplar la obra. Sólo detalles faltaban y, en principio, los entusiastas constructores se aprestaron a vencerlos. Pero la desesperación cundió, y la exigencia de partir fue insostenible.
—Habrá que hacerse a la mar con favorables presagios —respondió a las primeras presiones.
—Si queremos perder, y encerrarnos quizás de por vida en ese paraíso de alimañas, podríamos partir en este instante —se enfrentó a las segundas exigencias—; pero, para llegar a la costa deseada, La Garza zarpará en el tiempo justo.
La desconfianza ganó fácil terreno. Lo tildaron de loco, de ateo, de aristócrata falso, de engreído. No una, sino varias botellas de alcohol de cruda alquimia recorrían los bordes de la embarcación, un coloso de viva artesanía en medio de la pobre calleja. El calor de la noche obligaba a salir de las precarias viviendas, todos muy ligeros de ropa y, no obstante, insistiendo en borrar la atroz temperatura con la fuerza del alcohol. En lo alto, más allá del lindero que cerraba al barrio, la casa de dos pisos se dormía en silencio, protegiendo la fe del caprichoso cuya leyenda le permitía demorar la partida hasta quién sabe cuándo.
En un rumor muy tenue vibró la decisión: se comenzó a conspirar. Para cada uno de ellos, los alistados y los no, sería imposible continuar la espera. La construcción era perfecta y en ella podían alejarse de todo, escapar de la crisis, gritar, a pleno antojo, Me cago en cualquier cosa. Lo importante era huir, porque huir se erigía en frase de orden, en verbo salvador, en perspectiva más real. No importa el riesgo, señores, nos iremos nosotros, y si ese loco no viene, allá él. Un susurro la voz, pero también una muestra de ebriedad.
En un puro secreto lo apoyaron. Lo siguieron. Tiempos de huir, parodiaban la consigna tomada de Martí.
La embarcación se llenó de tripulantes henchidos de entusiasmo, dispuestos a romper la adversidad de la espera. Debía partir, en ese instante, desde la misma tierra, travesía también los veinte kilómetros de remolque hasta la costa. Aperos y vituallas, bolsas de alimentos y vasijas con agua subieron en el acto, olvidando el silencio para siempre porque el palenque de salida, conservado por días de la humedad y la pura tentación, había emprendido su trayecto hacia el cielo en desafío perfecto al apagón.
De pronto, desde la casa de dos pisos, un reflector enorme iluminó la escena. La demasiada luz, atravesando las paredes que ella misma formaba con el polvo, sorprendió a todos, imponiendo un silencio inimitable. Por entre el chorro de luz divisaron la silueta, el cuerpo cuya sombra les permitía fijar allí la vista y sospechar que sus contornos venían del infinito.
—Es la señal —dijo.
Fue enorme el júbilo, su explosión justo antes de que la luz del reflector se retirase. Una zaranda de fuegos de artificio brotó de algún costado de la vía. El remolque emprendió su recorrido hacia la carretera, el reflector por delante, convertido en el faro de la tenaz embarcación cuyo nombre brillaba en los costados, cada letra adornando los extremos de un tanque. Los vecinos salieron a mirarlos, aquel torrente de luz a lo largo de las calles oscuras. Algunos aplaudieron, fanatizados ante el riesgo, otros gritaron insultos e improperios, reclamaron sus vívidos principios de patria aunque con hambre. Los menos, se burlaron, alejaron de sí los extremos tirantes de la lucha. El remolque avanzaba con paso de ritual, hacia la costa.
La madrugada se abría cuando por fin arribaron a la playa. La voz del audio pedía que desistiesen, en dudosa virtud de disuasión. Los primeros curiosos llegaron con sus cámaras, ansiosos de un nuevo reportaje. Cada balsa, cada bote, de remos o motor, se erigía en suceso. Los paseantes miraban, aplaudían, opinaban,... Algunos, repletos de entusiasmo, se lanzaban a atrapar la embarcación en el último momento, impulsados quién sabe por qué rabias.
La Garza, no obstante, era un suceso más; por la imponencia de su aspecto, por la mezclada multitud que la ocupaba, por la visión del capitán siempre mirando al horizonte, por lo ingenioso de la forma en que la harían avanzar sólo con fuerza humana. Su partida fue lenta, de tan precaria apariencia, que ninguno de aquellos fortuitos emigrantes se decidió a abordarla. Abundancia de fotos y tristes vaticinios la escoltaron. Esperaban, opinión casi unánime, que apenas en lo hondo se hundiría y que podrían filmarlos, retratarlos, dibujarlos, apresarlos con la visión del testigo y la esperanza del narrador espontáneo, en su regreso a nado, angustioso, tal vez en lanchas de rescate, no habría que exagerar. Pero La Garza creció en velocidad y muy pronto su estela se hundió en el horizonte. Cada uno, en ella, conocía su función, la había ensayado en los días de prepararse y deseaba, en verdad, hacerlo en vivo, sobre el mar, tan tranquilo ese día de la partida. Muy pronto, en la corriente, varias toninas saltaron jugando con la sombra del barco.
La voz del capitán se alzó para aplacar el miedo.
—Importante será cruzar esta corriente —advirtió.
Aún no llegaba la hora de dejarse arrastrar hasta el lugar preciso. El trabajo, la confianza en el hombre, y el oportuno ciclo del alcohol, les permitieron adaptarse con mucha rapidez al medio natural e, incluso, no perder la habitual velocidad. Los relevos entraban justo a tiempo, protegida la piel con cremas y sombreros, y el tiempo de descanso era exigencia. Sólo él, como un coloso, como un Ulises por siglos mejorado, parecía no dormir, siempre en su puesto de mando, siempre atento a cada peripecia, a cada tic de la brújula en el mapa.
En la rutina precisa transcurrieron los días y las noches, sin que el tiempo cambiase no más que hacia un chubasco o a una gasa de nubes de sombra agradecida. Al parecer, los guardacostas los habían ignorado totalmente y marchaban al puerto deseado, a la tierra de grandes promisiones, el capitán en su puesto, cumplidor en verdad de sus promesas. Los días y las noches; sin que el agua faltase; sin que ninguna reserva se agotara; sin que la intensa rutina les permitiera caer en la locura y, de ahí, en el envilecimiento. En las noches, el faro infatigable proyectaba su luz hacia delante, anunciando el avance, avergonzando a los fuegos de San Telmo que mal se dibujaban en el mástil.
—Es un viaje perenne —se dijeron a un tiempo, después de cien años de trayecto—; y él maneja las rutas en secreto.
—Se cree Moisés el muy cabrón —dijo un negro robusto, en un susurro tan bajo que sólo su compañero de remo lo escuchó.
—O Jasón, el muy nenito de su madre —acotó el otro, dando un golpe de más al duro remo.
La madera preciosa se quebró y el olor ascendió por todo el barco. Una inquietud general movió los rostros; despertaron los ojos hacia el mar y, por primera vez, un ardor leve se posó en la piel de cada cual.
—Es el olor de los bosques —dijo él, impávido en el mando: —Se han perdido.
El olor de los bosques, el monte, repitieron. Para apresarlo, para que no les faltara ni el más mínimo efluvio, quebraron cada remo, hasta hacerlos añicos inservibles, inhalando el serrín como viciosos. Después el mástil añorado en cada vuelta de sus giros tallados, en cada rítmico surco, cada veloz protuberancia. Como un manto de muerte, la vela blanca cayó sobre el verde tranquilo de las aguas, espléndida hacia el rumbo interminable, una alfombra gigante delante de la proa.
Hemos llegado por fin. Hemos llegado.
Fue la alarma; la voz que los llamó desde sí mismos. La vela blanca flotaba; develaba el camino; se extendía por fin hacia el puerto deseado. Nos esperan aquí, con esta alfombra, se dijeron, y se lanzaron, ansiosos de tener recibimiento. La bonanza espejeaba, esperando por ellos, llamándolos con su rostro de brillo inestimable. Cada uno corría a lo largo de la vela, de fondo el reflector como un coloso divino e inspirado, hasta perderse en las aguas apacibles como en esos filmes de mundos paralelos, poéticos, ignotos. Pero la vela insistía, permanecía tendida en la distancia, y todos la cruzaron, hasta el vacío, hacia la nada que el ser humano temerá por siempre. No se percataban, es cierto, de que allí sucumbían. El olor de los bosques les había destrozado los sentidos. Arrojando zapatos, ropas viejas, enseres ya remotos, corrían para que la abundancia los vistiese, les dejara probar las míticas comidas, los estridentes salarios que nunca han amasado.
En La Garza sólo su dueño miraba al horizonte, la silueta cortada, majestuosa delante de la luz de reflector. Al pairo esperó el amanecer, o tal vez no era al pairo, porque la vela había hallado una corriente y jalaba la nave hacia su rumbo. El plástico del piso se había roto y algunos tanques, desprendidos por fin, flotaban a lo lejos como queriendo también seguir la ruta. En los costados las letras se alteraban; subvertían el viejo nombre.
No había nadie en la orilla cuando el último tanque se estrelló contra las rocas y el capitán, náufrago al fin, aunque sin dejar de abrazar el faro enorme, quedó tendido sobre el diente de perro. Nadie, tampoco, se acercó a recogerlo. El cuerpo desmayado, como en otra sesión de efectos especiales, se fue desintegrando; el rostro inaprensible, el tórax poderoso, las piernas, los brazos, el esqueleto todo, hecho polvo de sal sobre la roca. Sólo el faro brillaba noche a noche, como un fantasma aburrido, constante en su misión de confundir a los botes que naufragan, de alentarlos a lanzarse al vacío donde La Garza se fue, según los diarios.
jueves, 28 de mayo de 2009
Zoe Valdés visita Haití
Este texto fue acogido inicialmente por el blog de Daynet Rodríguez. El fragmento de mi libro que reproduzco también fue seleccionado por ella. Quisiera ahora compartir esos textos y algunas fotos que tomé en Haití con mis lectores invisibles.
Entierro en Haití
Por Enrique Ubieta Gómez
Zoe Valdés visita Haití. Se hospeda en uno de los más lujosos hoteles de Puerto Príncipe. "Las dimensiones espaciosas del cuarto me asombraron –escribe en su blog--, solamente en la cama cabían cuatro más igual que yo. Tenía aire acondicionado, televisión con todos los canales del área, incluido Estados Unidos y República Dominicana. El baño también grande, a cuerpo de rey. Tomé una ducha, me recosté en la cama, cogí el libro de la mesa de noche para leer un rato, pero me quedé rendida. Soñé con una noche azul, y mucha gente alrededor mío. Dormí plácidamente, como hacía muchos años que no dormía". Pero en Haití es imposible no topar con la pobreza, es decir, con la extrema pobreza que golpea y persigue al visitante más imperturbable. Compasiva, Zoe se niega a desayunar a cuerpo de rey: "Desayuné frugalmente –dice, sintiéndose una persona "buena"--, me molestaba comer tanto en un país que tiene fama de ser uno de los más pobres y hambrientos del mundo". Tiene como referente a una buena francesa que huye de la bárbara civilización y que trata de ayudar al pueblo haitiano escribiendo de sus penurias. ¿Por qué no salen de la pobreza?, balbucea con ingenuidad devastadora. Y su amiga responde: "Porque los explotan, porque no les dan trabajo para que puedan comer, o tienen para comer pero no tienen lo demás para vivir". De tan sencilla explicación deduce otra aún más elemental: el problema es que los haitianos ricos no se preocupan por los haitianos pobres. Zoe ni siquiera sospecha que los ricos haitianos son meros instrumentos de otros ricos. Que sean tan "malos", la perturba unos minutos. Entonces claro, aparecen los médicos cubanos –cientos de trabajadores de la salud que prestan sus servicios en los rincones más intrincados y desprotegidos del país--, esos hombres y mujeres que no practican la compasión, sino la solidaridad. Y se escuda en una mentira con apariencia de verdad, que el lector europeo tragará sin masticar como hace todos los días con la "información" chatarra que depositan sobre su mesa: "Ese médico en Cuba no tenía nada, ni casa propia, ni comida, ni ropa, el Estado le pagaba con un miserable salario. Comía comprando y rapiñando en el mercado negro". Porque ese médico posiblemente no tenga casa propia –como por cierto, miles de europeos--, pero tiene casa, come y se viste (no a la moda parisina, ni con ropa de marca) y está socialmente protegido como todo cubano. Entonces finge una tímida "defensa": "Pero en Haití hay más hambre que en Cuba". Para que la francesa rectifique: "No, están parejos, pero en Cuba han sabido taparlo y la gente que viaja a Cuba no quiere verlo". Zoe se siente muy triste, no hay esperanza. "No la hay –dice su amiga--, pero debemos inventarla, cada día, e intentar sostener a los que nos rodean, ayudar a nuestro entorno. No más". Ya se siente bien, duerme como "un recién nacido", sabe que no es culpa suya la pobreza de los desposeídos. Y decide ir al mercado de artesanías. Su amiga francesa la conduce al lugar exacto: "Delphine posee muy buen gusto y ojo para ese tipo de arte popular, una variedad de escenas pintadas en cuadros de desiguales tamaños, desde los más diminutos hasta algunos que medían cerca de cincuenta o setenta centímetros –nunca más grandes que eso--, mostraban cañaverales y negros cortando caña, el mar y gente pescando, bohíos con familias trabajando en labores agrícolas". Zoe viajó a Haití para filmar un documental, que no creo que aporte mucho, pero en cambio consiguió paz espiritual y excelentes pinturas para su apartamento parisino. Sálvenos Dios de "intelectuales" como ella.
Escena cotidiana
No me gusta la carne de buey(Fragmento de un capítulo de mi libro La utopía rearmada, La Habana, Casa Editora Abril, 2002, Premio de la Crítica)
Haití subyuga al visitante por la originalidad y la fuerza de su cultura, pero también lo golpea por la miseria en que viven o sobreviven sus pobladores. Los pintores populares recogen fielmente en sus lienzos el abigarramiento de colores y formas de sus pueblos y ciudades. Carros, camiones, transformados en ómnibus de vivos colores, motos que sirven de taxis, bicicletas, burros cargados de mercancías y transeúntes se mezclan sin orden. No hay semáforos y no hay señales viales, no existen o no se acatan leyes de tránsito. Rodeándolo, invadiéndolo todo, cientos, miles de vendedores callejeros deambulan o esperan con sus cestas en la cabeza; la mayoría son mujeres que aguardan en cuclillas la llegada de algún comprador ocasional. Son tantas que no sé qué posibilidades de venta tengan, aunque sin duda sobreviven. Las opciones de trabajo son mínimas y el sector informal lo acapara casi todo. Probablemente más de la mitad del país carece de energía eléctrica. En los pueblos los vendedores, insistentes, se auxilian de velas o de mechas de keroseno. Al filo de la carretera se distinguen de noche por la luz tenue y nerviosa de la llama. En los pueblos donde hay instalaciones eléctricas, la luz se administra en horarios nocturnos. Las carreteras son precarios caminos de polvo blanco y de piedras. La escasa vegetación permanece durante los meses de seca teñida de blanco. Haití es un país desforestado. Los haitianos suelen exhibir sus sentimientos con cierta espontánea teatralidad. Ello no significa que muestren fácilmente su mundo interior. En el pequeño poblado sureño de Les Anglais, una mujer joven que llevaba en su mano una carta abierta bailaba al caminar, contoneaba la cintura al ritmo de una música imaginaria, miraba al cielo con los brazos en alto y reía. Quería que todos supiéramos de su felicidad. La gesticulación corporal es para los haitianos –de forma similar que para los cubanos, aunque de códigos diferentes--, un acto imprescindible de comunicación. Ese júbilo ostentoso se manifiesta en el recibimiento a los médicos cubanos que regresan. En Okay, nombre criollo, que es Les Cayes en francés --así aparece señalado en los mapas--, vi cómo corrían a abrazarlos, con los brazos abiertos, gritando de la emoción. Jorge Tey, licenciado en radiología que volvía de sus vacaciones en Cuba, de pie en la cama de la camioneta junto a los nuevos brigadistas, saludaba a los transeúntes, a los vendedores del mercado, a los niños alborozados, como un alcalde auténtico. Okay, por momentos, se asemeja a ciertos fragmentos de La Habana: casas de dos pisos de estilo ecléctico (¿o sin estilo?), portales flanqueados por columnas, que sirven de acera. Y muy cerca, el mar..., ah, el mar. Pero más abajo cesa el asfalto y viven hacinados los pescadores.
Ningún blanco se atreve a caminar por esos barrios. Excepto los médicos cubanos. Recorro esas calles, que en ocasiones son pasillos de arena y fango, con Jean Dieuseul Brunette, un joven haitiano de gran ascendencia en la zona. Habla español e inglés. “Conmigo nadie puede tocarte”, me dice. Los pobladores, orgullosos, no permiten que un extranjero fotografíe su pobreza, pero Brunette aclara: es cubano. Entramos a un pequeño cementerio sin cercas a mitad de cuadra. Entre los mausoleos católicos de mármol hay algunas viviendas muy pobres. Las tumbas están descuidadas, algunas son de finales del siglo XIX y principios del XX y tienen inscripciones en alemán. Un grupo de muchachos, sentados sobre una de ellas, juega a las cartas. “Si tienes problemas, entras a un cementerio –afirma Brunette--, allí siempre estarás protegido”. Pasamos frente a una humilde iglesia pentescostal. Mi guía me presenta y nos hacen pasar. Los fieles danzan en círculo al ritmo de los tambores. En el centro, varias mujeres vestidas de blanco permanecen estáticas, petrificadas, en meditación profunda. De los danzantes, cae en éxtasis primero uno y después otro, dando vueltas sobre sí como trompo humano, hasta desplomarse. Mi conocida mambo se quejaba de la guerra desculturizadora que las iglesias protestantes hacen en Haití contra el vudú, especialmente contra el uso tradicional de la medicina verde. Salimos. Muy cerca, la algarabía de los apostadores nos conduce hasta la valla de gallos. En Haití hay dos pasiones: el fútbol y las peleas de gallos. Brunette habla por mí y nos permiten presenciar el espectáculo de los pequeños gladiadores. Los gallos son hermosos. La pelea es cruenta. El dinero va y viene. Un aficionado tras de mí me dice al oído, en español: “usted puede venir aquí cuando quiera, porque es cubano”. La sangre de los gallos salpica el muro blanco. De repente, cae derribado uno y agoniza en la arena. Nos sentamos de cara al mar, Brunette y yo, a conversar. Habla con pasión de su país, de la amistad con los médicos cubanos. Me cita de memoria un fragmento del Ensayo sobre las costumbres de Voltaire y comenta en tono confidencial: “no me gusta comer carne de buey, uno nunca sabe cuando es un buey de verdad o cuando es un hombre transformado en buey”.
miércoles, 27 de mayo de 2009
Acabo de presentar del número 12 + 1 de La Calle del Medio (correspondiente a mayo) en un encuentro que la FEU organizó en la Casa del Estudiante de la Universidad habanera. En realidad, aprovecharon un Foro estudiantil para entre col y col poner lechuga. Me siento bien cuando participo en un debate con jóvenes universitarios: me obligan a pensar, a ser osado en mis respuestas o comentarios; aprendo, descubro nuevas aristas en cada problema. La publicación, que recientemente cumplió un año de existencia propicia el debate, aunque como cualquier otra tiene un perfil editorial, una intencionalidad en sus propuestas. En la columna de la derecha, mis hipotéticos lectores pueden encontrar todos los números de la revista en formato PDF, pero quiero reproducir las palabras de Manolín, el Médico de la Salsa, que tomé de su blog personal y que aparecen en la edición de papel.
MANOLÍN: › BIENVENIDO AL INFIERNO
MANOLÍN: › BIENVENIDO AL INFIERNO
Los dos Ángeles
Enrique Ubieta Gómez
Recuerdo que estaba en una esquina con semáforo a la caza de una botella. Un chofer me hizo señas y rápidamente me subí a su carro. Lo miré sin disimulo, porque supuse que nos conocíamos de alguna parte y suelo ser despistado para recordar rostros. Entonces él me sacó de apuros: “Ubieta”, dijo, “yo soy Ángel Santiesteban”. Sí, nos habíamos visto antes, pero no solemos coincidir mucho. Y por supuesto que conozco su obra literaria, publicada en Cuba y merecedora de importantes premios. Él también mostró conocimiento de los textos que suelo publicar, mayormente en Internet, de tono ensayístico y personal, pero visceralmente comprometidos con la Revolución. Habló con satisfacción de La Calle del Medio, y acordamos que quizás podría colaborar. Me dejó su dirección electrónica. Durante el breve trayecto del viaje hablamos de dos personas que le son cercanas, a las que yo conocí en Venezuela, en épocas diferentes: en 1995, cuando todavía gobernaban adecos y copeyanos, acompañé a Jorge Luis Prats a Caracas, para una serie de actividades por el centenario de la muerte de José Martí, que incluía un concierto extraordinario del gran pianista en el Teresa Carreño –desde entonces nos hemos encontrado en raras ocasiones, pero ese hecho marcó una simpatía definitiva--, y en 2005, conocí en Maracaibo y entrevisté para mi libro sobre la Revolución bolivariana a un médico internacionalista, que es primo suyo. En fin, que unos días después le envié un correo –tal como convenimos--, exhortándolo a colaborar con la revista, y le comenté satisfecho a un amigo: creo que podemos contar con Santiesteban.
Algunas corrientes artísticas se manifiestan con la misma fuerza en la obra, y en el artista: los románticos y los modernistas, por ejemplo, fueron bohemios y exóticos, respectivamente, por convicción literaria. Pero en la era del “libre” mercado –que es también la era de la política como forma dominante de la conciencia--, el escritor suele convertirse en el personaje más elaborado de su obra, no por razones literarias o cosmovisivas, sino de marketing. Mientras más impredecible y controvertido sea ese personaje, como en todo buen relato, el escritor atrapará a mayor número de lectores-compradores. Vender, venderse. Así que Ángel Santiesteban me sorprendió cuando –semanas después de aquel encuentro fortuito--, se situó de golpe en los primeros planos de la polémica. ¿La razón? Ofendía sin venir a cuento a varios colegas que habían participado en una Feria del Libro en México. Aunque rozaban la política, sus ofensas tenían cierto tufo personal. Y fueron respondidas por los aludidos. Recuerdo que no entendí bien el motivo de aquella fea reyerta, pero supuse que Santiesteban no había sido invitado a la Feria de marras. Un asunto de alcoba, pensé.
Ahora, sin embargo, el relato adquiere ribetes de telenovela. Parece que en una esquina habanera se produjo una trifulca de la cual nuestro escritor salió mal herido. Lamentable. Hasta ahí el suceso solo habría merecido una nota en las inexistentes páginas rojas de la prensa nacional. Pero ahí viene el conflicto: no existen páginas rojas en Cuba. ¿Cómo convertir un brazo en cabestrillo en noticia espectacular? Solo la política contrarrevolucionaria puede transformar un suceso irrelevante –a nivel social, quiero decir--, en un acontecimiento internacional. Para ello se lanza la versión de que fue una advertencia de la policía secreta. Así, a lo Chile (aunque en Chile la gente desaparecía). Que la literatura quiera a toda costa ser el país “real” que los medios “ocultan” y termine por inventarse un país más falso que el que quiere enmendar, pasa, es quizás parte del juego literario, de lo que llamamos a fin de cuentas “ficción”, no sé; pero que el personaje que escenifica un escritor de carne y huesos sea el de un “chileno” o un “argentino” en época de dictaduras militares, cuando en realidad es “cubano de Cuba”, donde existe una Revolución madura, que premia y publica su obra, es éticamente insostenible. Rápidamente, una carta intenta recaudar firmas de apoyo. Entre quienes viven en Cuba y conocen al personaje literario, la iniciativa no prospera. Esas son cartas para despistados extranjeros y para profesionales de la contrarrevolución. A mí me entristece. Ángel Santiesteban no necesita de esos subterfugios para vender su obra. No necesita hacerse acompañar de escribas mediocres con éxito mediático. Quizás la mejor explicación la ofrece un “amigo íntimo” suyo, Camilo Venegas, que en un texto no tan reciente hablaba de dos Ángeles: el individuo “nobilísimo” (¿el que me dio botella? ¿el que leía a gusto La Calle del Medio?) y el escritor “huraño, cínico y temerario”. Esperemos que el escritor no devore al individuo.
Recuerdo que estaba en una esquina con semáforo a la caza de una botella. Un chofer me hizo señas y rápidamente me subí a su carro. Lo miré sin disimulo, porque supuse que nos conocíamos de alguna parte y suelo ser despistado para recordar rostros. Entonces él me sacó de apuros: “Ubieta”, dijo, “yo soy Ángel Santiesteban”. Sí, nos habíamos visto antes, pero no solemos coincidir mucho. Y por supuesto que conozco su obra literaria, publicada en Cuba y merecedora de importantes premios. Él también mostró conocimiento de los textos que suelo publicar, mayormente en Internet, de tono ensayístico y personal, pero visceralmente comprometidos con la Revolución. Habló con satisfacción de La Calle del Medio, y acordamos que quizás podría colaborar. Me dejó su dirección electrónica. Durante el breve trayecto del viaje hablamos de dos personas que le son cercanas, a las que yo conocí en Venezuela, en épocas diferentes: en 1995, cuando todavía gobernaban adecos y copeyanos, acompañé a Jorge Luis Prats a Caracas, para una serie de actividades por el centenario de la muerte de José Martí, que incluía un concierto extraordinario del gran pianista en el Teresa Carreño –desde entonces nos hemos encontrado en raras ocasiones, pero ese hecho marcó una simpatía definitiva--, y en 2005, conocí en Maracaibo y entrevisté para mi libro sobre la Revolución bolivariana a un médico internacionalista, que es primo suyo. En fin, que unos días después le envié un correo –tal como convenimos--, exhortándolo a colaborar con la revista, y le comenté satisfecho a un amigo: creo que podemos contar con Santiesteban.
Algunas corrientes artísticas se manifiestan con la misma fuerza en la obra, y en el artista: los románticos y los modernistas, por ejemplo, fueron bohemios y exóticos, respectivamente, por convicción literaria. Pero en la era del “libre” mercado –que es también la era de la política como forma dominante de la conciencia--, el escritor suele convertirse en el personaje más elaborado de su obra, no por razones literarias o cosmovisivas, sino de marketing. Mientras más impredecible y controvertido sea ese personaje, como en todo buen relato, el escritor atrapará a mayor número de lectores-compradores. Vender, venderse. Así que Ángel Santiesteban me sorprendió cuando –semanas después de aquel encuentro fortuito--, se situó de golpe en los primeros planos de la polémica. ¿La razón? Ofendía sin venir a cuento a varios colegas que habían participado en una Feria del Libro en México. Aunque rozaban la política, sus ofensas tenían cierto tufo personal. Y fueron respondidas por los aludidos. Recuerdo que no entendí bien el motivo de aquella fea reyerta, pero supuse que Santiesteban no había sido invitado a la Feria de marras. Un asunto de alcoba, pensé.
Ahora, sin embargo, el relato adquiere ribetes de telenovela. Parece que en una esquina habanera se produjo una trifulca de la cual nuestro escritor salió mal herido. Lamentable. Hasta ahí el suceso solo habría merecido una nota en las inexistentes páginas rojas de la prensa nacional. Pero ahí viene el conflicto: no existen páginas rojas en Cuba. ¿Cómo convertir un brazo en cabestrillo en noticia espectacular? Solo la política contrarrevolucionaria puede transformar un suceso irrelevante –a nivel social, quiero decir--, en un acontecimiento internacional. Para ello se lanza la versión de que fue una advertencia de la policía secreta. Así, a lo Chile (aunque en Chile la gente desaparecía). Que la literatura quiera a toda costa ser el país “real” que los medios “ocultan” y termine por inventarse un país más falso que el que quiere enmendar, pasa, es quizás parte del juego literario, de lo que llamamos a fin de cuentas “ficción”, no sé; pero que el personaje que escenifica un escritor de carne y huesos sea el de un “chileno” o un “argentino” en época de dictaduras militares, cuando en realidad es “cubano de Cuba”, donde existe una Revolución madura, que premia y publica su obra, es éticamente insostenible. Rápidamente, una carta intenta recaudar firmas de apoyo. Entre quienes viven en Cuba y conocen al personaje literario, la iniciativa no prospera. Esas son cartas para despistados extranjeros y para profesionales de la contrarrevolución. A mí me entristece. Ángel Santiesteban no necesita de esos subterfugios para vender su obra. No necesita hacerse acompañar de escribas mediocres con éxito mediático. Quizás la mejor explicación la ofrece un “amigo íntimo” suyo, Camilo Venegas, que en un texto no tan reciente hablaba de dos Ángeles: el individuo “nobilísimo” (¿el que me dio botella? ¿el que leía a gusto La Calle del Medio?) y el escritor “huraño, cínico y temerario”. Esperemos que el escritor no devore al individuo.
martes, 26 de mayo de 2009
A modo de presentación: La isla desconocida
“Un hombre llamó a la puerta del rey y le dijo, Dame un barco”(1). Así comienza una hermosa narración de José Saramago, cuya primera edición se destinó a recaudar fondos de ayuda a Centroamérica. Pero los hechos ocurrieron de otra manera: el pueblo acudió impaciente al palacio real y no esperó a que el monarca concediera el deseo. Tomó el barco por asalto como el cielo de la esperanza. Desde entonces La Isla Desconocida --que así cuenta Saramago que se llamaba la embarcación-- navega en pos de sí misma, la utopía en pos de la utopía, buscándose y hallándose siempre a medias, en mares cercanos a los dominios reales.
Cuarenta años después, los tripulantes de ese barco –los hijos y en ocasiones, los hijos de los hijos de aquella primera hornada de revolucionarios--, han desembarcado también en Centroamérica como brujos modernos en batas blancas, transformando repentinamente en nueva embarcación la selva hondureña, guatemalteca y nicaragüense. Los reyes miran estupefactos, no pueden prohibir; los soldados inspeccionan los embarques, pero no hay armas; vidas que no estaban registradas se salvan; la selva que parecía tierra firme se ha hecho a la mar. Porque basta que los sueños se organicen –sin dejar de ser sueños--, para que un pedazo de tierra hinche sus velas y levante anclas.
Yo pertenezco a la generación de cubanos que no vivió la emoción de la partida. Soy un hijo de los primeros tripulantes. Mis juegos infantiles transcurrieron en la cubierta, las bodegas y los camarotes. Aprendimos a disfrutar una puesta de sol y a soportar las tempestades. Tan natural nos parecía el movimiento, que algunos llegaron a creer que era la tierra que se avizoraba en el horizonte la que se movía y otros añoraron desesperadamente la inmovilidad. Pronto comprendimos, sin embargo, que aunque los pueblos se muevan perviven en su seno hombres y mujeres inmóviles. Cada persona puede navegar o no, en sí misma.
Navegar es un oficio duro, expuesto, que curte la piel y el alma; pero nos hace dueños absolutos de la esperanza. Palabra abstracta esta para quienes viven y mueren en la quietud. Una esperanza abierta a los vientos, como las velas de un barco, no es una promesa. Se busca haciendo. El hacer diario produce el movimiento; un médico que cura a un enfermo o mitiga el dolor, iza una vela. Haciendo bien y mal las cosas –y de vez en vez, cosas que simultáneamente están bien y mal--, la Revolución nos crió, a sus hijos y a sus nietos. Fue severa y también paternalista con nosotros, prohibió y estimuló la rebeldía inaugural, quiso que leyéramos y quiso que creyéramos, enriqueció y cultivó la individualidad en la entrega colectiva. Nos legó la inconformidad y la necesaria autoestima para sobreponernos. Cada mañana de nuestras vidas hemos sentido en el rostro el viento cálido de la esperanza. Sentir, vivir la esperanza, no es esperar.
La cotidianidad nos hace reír, en ocasiones llorar; en la oscuridad de los apagones hablamos de París, del año 2000, dramáticamente cercano, y de la irresponsabilidad laboral del hombre o la mujer que mañana estará o estuvo ayer en la selva de algún país entregando su sangre, sus sueños, entregándose, y ahora se cansa de las guaguas, pero asiste a la marcha o se emociona en silencio hasta las lágrimas cuando depositan en tierra cubana los restos de Tania la Guerrillera. Durante los apagones, irreverentes, nos abrazamos a las estrellas, aunque hay quienes se esconden, amenazantes, en falsos oasis citadinos de luz. Los peligros de siempre acechan.
Algunos abuelos, algunos padres y también, naturalmente, algunos hijos, han regresado a tierra firme. Algunos más, han construido sus islotes en alta mar. Detestan los riesgos del movimiento, se cansan, tienen ese derecho. Pero otros muchos navegan, discrepan, se apasionan. Con buen tiempo, el barco parece ser sólo una isla. El mal tiempo une, borra las edades. Hacer, crear, es el verbo martiano; la creación es difícil, angustiosa, contiene y supera a la crítica necesaria. Aunque, frente al viejo mapa oceánico, discutimos con frecuencia: no hay rutas seguras para encontrar la isla desconocida. Y hemos hallado más de una. Cada generación debe enfrentar el reto de encontrar la suya.
En el puente de mando cuelga la vieja brújula. Y algunos retratos de ilustres navegantes: el Padre de las Casas, Antonio Maceo, Julio Antonio Mella, el Che y también, por supuesto, José Martí y Carlos Marx. El incipiente capitalismo nos amasó en el barro cultural de pueblos distantes, y sólo la integración de fuentes y aspiraciones pudo engendrar la nación. La justicia social es el acto fundacional de la independencia cubana. Cuba es la esperanza, en un nuevo mundo cada día más viejo. No somos nosotros los náufragos. Cuba es una isla que navega. El planeta es una isla que naufraga y que puede hacernos naufragar. Desde 1894, cuando el imperialismo norteamericano apenas iniciaba su ciclo hegemónico, está vigente la sentencia martiana: “Quien se levanta hoy con Cuba se levanta para todos los tiempos”. La Revolución martiana y fidelista es hoy un hecho de trascendencia mundial. En Centroamérica, en el Caribe, en África hay y habrá Revolución Cubana, porque nosotros encontraremos siempre la manera de hacernos a la mar.
(Texto leído en el Taller Internacional "Cultura y Revolución. A 40 Años de 1959", efectuado en Casa de las Américas, el 4 de enero de 1999. El 12 de abril de ese año el autor iniciaría un recorrido de once meses por Nicaragua, Honduras, Guatemala y Haití que posibilitaría la preparación de su libro La utopía rearmada, La Habana, Casa Editora Abril, 2002).
Cuarenta años después, los tripulantes de ese barco –los hijos y en ocasiones, los hijos de los hijos de aquella primera hornada de revolucionarios--, han desembarcado también en Centroamérica como brujos modernos en batas blancas, transformando repentinamente en nueva embarcación la selva hondureña, guatemalteca y nicaragüense. Los reyes miran estupefactos, no pueden prohibir; los soldados inspeccionan los embarques, pero no hay armas; vidas que no estaban registradas se salvan; la selva que parecía tierra firme se ha hecho a la mar. Porque basta que los sueños se organicen –sin dejar de ser sueños--, para que un pedazo de tierra hinche sus velas y levante anclas.
Yo pertenezco a la generación de cubanos que no vivió la emoción de la partida. Soy un hijo de los primeros tripulantes. Mis juegos infantiles transcurrieron en la cubierta, las bodegas y los camarotes. Aprendimos a disfrutar una puesta de sol y a soportar las tempestades. Tan natural nos parecía el movimiento, que algunos llegaron a creer que era la tierra que se avizoraba en el horizonte la que se movía y otros añoraron desesperadamente la inmovilidad. Pronto comprendimos, sin embargo, que aunque los pueblos se muevan perviven en su seno hombres y mujeres inmóviles. Cada persona puede navegar o no, en sí misma.
Navegar es un oficio duro, expuesto, que curte la piel y el alma; pero nos hace dueños absolutos de la esperanza. Palabra abstracta esta para quienes viven y mueren en la quietud. Una esperanza abierta a los vientos, como las velas de un barco, no es una promesa. Se busca haciendo. El hacer diario produce el movimiento; un médico que cura a un enfermo o mitiga el dolor, iza una vela. Haciendo bien y mal las cosas –y de vez en vez, cosas que simultáneamente están bien y mal--, la Revolución nos crió, a sus hijos y a sus nietos. Fue severa y también paternalista con nosotros, prohibió y estimuló la rebeldía inaugural, quiso que leyéramos y quiso que creyéramos, enriqueció y cultivó la individualidad en la entrega colectiva. Nos legó la inconformidad y la necesaria autoestima para sobreponernos. Cada mañana de nuestras vidas hemos sentido en el rostro el viento cálido de la esperanza. Sentir, vivir la esperanza, no es esperar.
La cotidianidad nos hace reír, en ocasiones llorar; en la oscuridad de los apagones hablamos de París, del año 2000, dramáticamente cercano, y de la irresponsabilidad laboral del hombre o la mujer que mañana estará o estuvo ayer en la selva de algún país entregando su sangre, sus sueños, entregándose, y ahora se cansa de las guaguas, pero asiste a la marcha o se emociona en silencio hasta las lágrimas cuando depositan en tierra cubana los restos de Tania la Guerrillera. Durante los apagones, irreverentes, nos abrazamos a las estrellas, aunque hay quienes se esconden, amenazantes, en falsos oasis citadinos de luz. Los peligros de siempre acechan.
Algunos abuelos, algunos padres y también, naturalmente, algunos hijos, han regresado a tierra firme. Algunos más, han construido sus islotes en alta mar. Detestan los riesgos del movimiento, se cansan, tienen ese derecho. Pero otros muchos navegan, discrepan, se apasionan. Con buen tiempo, el barco parece ser sólo una isla. El mal tiempo une, borra las edades. Hacer, crear, es el verbo martiano; la creación es difícil, angustiosa, contiene y supera a la crítica necesaria. Aunque, frente al viejo mapa oceánico, discutimos con frecuencia: no hay rutas seguras para encontrar la isla desconocida. Y hemos hallado más de una. Cada generación debe enfrentar el reto de encontrar la suya.
En el puente de mando cuelga la vieja brújula. Y algunos retratos de ilustres navegantes: el Padre de las Casas, Antonio Maceo, Julio Antonio Mella, el Che y también, por supuesto, José Martí y Carlos Marx. El incipiente capitalismo nos amasó en el barro cultural de pueblos distantes, y sólo la integración de fuentes y aspiraciones pudo engendrar la nación. La justicia social es el acto fundacional de la independencia cubana. Cuba es la esperanza, en un nuevo mundo cada día más viejo. No somos nosotros los náufragos. Cuba es una isla que navega. El planeta es una isla que naufraga y que puede hacernos naufragar. Desde 1894, cuando el imperialismo norteamericano apenas iniciaba su ciclo hegemónico, está vigente la sentencia martiana: “Quien se levanta hoy con Cuba se levanta para todos los tiempos”. La Revolución martiana y fidelista es hoy un hecho de trascendencia mundial. En Centroamérica, en el Caribe, en África hay y habrá Revolución Cubana, porque nosotros encontraremos siempre la manera de hacernos a la mar.
(Texto leído en el Taller Internacional "Cultura y Revolución. A 40 Años de 1959", efectuado en Casa de las Américas, el 4 de enero de 1999. El 12 de abril de ese año el autor iniciaría un recorrido de once meses por Nicaragua, Honduras, Guatemala y Haití que posibilitaría la preparación de su libro La utopía rearmada, La Habana, Casa Editora Abril, 2002).