miércoles, 18 de agosto de 2010

José Martí: otra vez la lidia de los cascos y los lirios.


Ésa es la lidia humana: la tremenda
Batalla de los cascos y los lirios!”
José Martí
Carlos Rodríguez Almaguer
Por estos días, como parada al borde del abismo, nuestra aturdida Humanidad escucha en lontananza otra vez los atronadores tambores de la que acaso sea la última guerra de esta “civilización” suicida y desquiciada. De nuevo los vientos de tragedia recorren los confines de la Tierra y la amenazan, esta vez de muerte. Desbordadas más allá de todo cauce, la ambición y la soberbia cabalgan, como jinetes del viejo Apocalipsis, enrareciendo el aire de la Vida.
Y recuerdo a Martí cuando al hacerse inevitable la nueva guerra entre mexicanos, fruto al mismo tiempo de la ambición de un caudillo puntilloso y de la ambigüedad de un gobierno que no supo cumplir los altos destinos que le habían sido marcados por la herencia recibida del Indio Benemérito, lamenta en su corazón americano la tristeza de un hecho universal: Otra vez “los pensamientos de los hombres morirán bajo los cascos de los caballos.”
Pero nada hay inevitable bajo la luz del Sol, en lo que toca a los Humanos, cuando la Buena Voluntad que anida en el fondo de todo corazón hace valer su descomunal fuerza; nada es superior al Bien cuando se ejerce vigorosamente por un mundo de personas decididas a no permitir que el egoísmo y la prepotencia, ayudados por la desidia y la apatía, asesinen tanto sueño inconcluso. Ninguna causa puede proclamarse ni justa ni suprema cuando su defensa entraña la destrucción de todo lo que se ha construido hasta hoy y que no es más que el testamento cotidiano de nuestra propia especie en su tránsito desde la fiera al Hombre.
Ya el ser humano cometió el delito de utilizar el conocimiento acumulado y convertirlo, en lugar de en medios para mejorar la vida, en armas para causar la muerte; pero aún le queda al Hombre una oportunidad para impedir que ese delito se convierta en crimen: le es regalada la posibilidad de no usarlas. Si la voluntad no manda el dedo no aprieta el gatillo y entonces, ¡milagro!: El arma no dispara: nadie muere: nadie llora: nadie odia: nadie piensa en venganza: ya no será el diario vivir del matador un sobresalto. Pareciera demasiado ingenuo este razonamiento, sin embargo, así de simple puede ser la solución de este momento indiscutiblemente triste y solo complejo por lo que tiene de soberbia el alma humana y de endeble y voluble su voluntad.
Martí nos enseñó que “Hay un cúmulo de verdades esenciales que caben en el ala de un colibrí y son, sin embargo, la clave de la paz pública, la elevación espiritual y la grandeza patria.” Y de esas se desprende la sencilla verdad de que, mientras dure la amenaza terrible, la causa suprema de la Raza de los Hombres es evitar la guerra asoladora que lo deshonrará como especie ante la imagen triste de la Madre Naturaleza a la que le debemos todo y a quien tanto daño hacemos con nuestra pequeñeces y miserias.
No es posible que la vertiginosa desbandada de esta época, convulsa y artificiosa, nos haya atolondrado hasta tal punto que nos lleve a pensar que no hay nada que hacer para impedir el hecho abominable y bochornoso de la guerra nuclear. Ningún esfuerzo es desdeñable, ni ninguna idea inútil, cuando se trata de iluminar el alma oscura, u oscurecida, de aquellos que tienen es sus manos el enorme poder de destruir o de salvar al mundo, de hacerle o evitarle un gran perjuicio, “todo al fuego, hasta el arte, para alimentar la hoguera”, como aconsejaba Martí.
Nada excusará jamás a los culpables del probable y evitable cataclismo. Ningún argumento será lo suficientemente válido como para justificar el holocausto. Ninguna causa, ninguna religión, ningún sistema político o económico, ninguna filosofía, ninguna ética está, ni puede estar, por encima de la elemental obligación de respetar y proteger la vida de nuestra Madre Tierra y, como parte de ella, también la vida humana.
Nada es hoy más importante, como ha dicho Fidel, que evitar la guerra. Acaso con el esfuerzo de todos lo logremos; pero después de la terrible noche, cuando el Sol lance otra vez su luz sobre la asustadiza especie de los Hombres, aún pesará sobre los cascos prepotentes, la imperdonable culpa de haber obligado a un lirio a usar espinas.

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