Enrique Ubieta
Gómez
Hace algún tiempo
visité una casa, cuyos dueños pretendían mudarse. Por entonces, un pariente mío
aspiraba a encontrar otro lugar donde vivir y la propuesta de esa familia se
avenía con sus necesidades. Me recibió una señora avezada en negocios
"inmobiliarios" a la habanera, que ya había interiorizado las reglas
del capitalismo y se preparaba para recibirlo gustosa en Cuba. La intermediaria
había construido una compleja urdimbre de intercambio de viviendas. Mi pariente
iría a parar, según su esquema, a un apartamento que reunía todas las condiciones
excepto una: no poseía garaje. Ella me replicó que sí lo tenía, a pesar de que
el supuesto garaje era actualmente un local declarado "sitio
histórico", porque allí había dormido la noche antes del asalto al Palacio
Presidencial en 1957 –con la intención de ajusticiar al dictador Fulgencio
Batista–, y a Radio Reloj, la mayoría de sus asaltantes, incluyendo a José
Antonio Echevarría que murió en la acción. Le recordé entonces la importancia
histórica del lugar y ella, sin el más mínimo rubor, me espetó: "hay
mi'jo, dentro de unos años nadie se va a acordar de ellos, ese lugar perderá su
importancia". Su respuesta bastaba para saber que su mente había emigrado
sin retorno a otro país, que ella ayudaba ya a "construir" para sí.
Recuerdo este
incidente a propósito de un artículo que leí hace unos días en la publicación
contrarrevolucionaria Cubaencuentro, firmado por Carlos Espinosa: "El
Parque Jurásico del arte comunista". El hecho es que las repúblicas
anticomunistas del Este de Europa se esfuerzan por borrar aquellas huellas del
pasado que puedan despertar simpatías o curiosidad en las nuevas generaciones
enfrentadas a las consecuencias del capitalismo. El panteón de los héroes comunistas fue borrado y
sustituido por el del Capital. La historia fue re-escrita. Los viejos reclamos
aparentemente democráticos de los grupos anticomunistas de construir una mirada
más amplia que incluyera a tirios y troyanos, se esfumó de inmediato. Las
estatuas de los héroes del comunismo fueron arrancadas por los mismos que
denunciaron antes con razón, a quienes arrancaron las estatuas de los zares y
los presidentes corruptos.
En Hungría, nos
cuenta Carlos Espinosa, idearon un museo en las afueras de la capital, al
aire libre, para depositar las estatuas del "comunismo". Lo llaman Parque Memento. No es un
simple almacén, sino un museo, como ya dije. Eso significa que la colocación de
los objetos tiene una dramaturgia que el espectador debe leer en clave
anticomunista. A veces son estatuas de poca trascendencia artística, otras no.
Pero lo que tiene que parecer deleznable no es el gusto estético de la época
–marcado por el llamado "realismo socialista"–, sino los personajes y
los hechos resaltados, expuestos en la plaza a escarnio público. La descripción
de Carlos Espinosa es prodiga en anécdotas que manifiestan el desprecio
"popular". Hay estatuas a Jorge Dmitrov (destacado combatiente antifascista), a Marx y Engels, y a Lenin, por supuesto, y un
monumento a las brigadas internacionales que apoyaron a la República española,
durante la Guerra Civil de aquel país. Los héroes y los hechos glorificados son sin embargo equiparados a los del fascismo, pero el fascismo está en la mirada, en las intenciones de los constructores del parque. Otra historia, otra nación.
¿O es que alguien
cree que el panteón de los Estados Unidos seguiría exaltando a los Morgan, a
los Rockefeller, a los Bill Gates, cuando la Humanidad alcance otros estadios
de cordura y civilidad? Para los curiosos impacientes, Howard Zinn nos legó una
historia de ese país que no aparece en los filmes de Hollywood, la de sus luchadores
sociales. No existen panteones ecuménicos: así sean los héroes de la nación,
así será su proyecto de vida.
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