lunes, 29 de julio de 2013
Confesión de quien nunca ha entrado al Cuartel Moncada
Karina Marrón
Blog Espacio Libre
Nunca he entrado al Moncada o más bien, nunca he entrado al museo del Cuartel Moncada. Sé que habrá quienes piensen que es imperdonable, después de haber estudiado cinco años en Santiago de Cuba y luego quedarme un año más para trabajar. Tampoco entré a La Granjita Siboney. Acompañé en mi primer año de Periodismo a un grupo de estudiantes de la Universidad de la Habana, pero me quedé fuera, mirando aquel lugar del mismo modo en que contemplé durante mucho tiempo los muros amarillos de la fortaleza militar, la fachada del Palacio de Justicia y el Hospital Saturnino Lora: con mudo respeto.
Y la verdad no encuentro las palabras exactas para definir el por qué nunca lo he hecho, a pesar de que vuelvo a Santiago una y otra vez, de que es mi ciudad favorita en el mundo y que desandando sus calles, con el sol quemándome la piel y calentando mi espíritu, aprendí a sentir la Historia más allá de los libros.
Pudiera decir que no he entrado al Moncada porque hacerlo sería adentrarme en el horror de los asesinatos, de las torturas, porque la heroicidad de lo que allí sucedió uno la siente aunque nunca haya traspasado las puertas del museo que es hoy; pero ni siquiera sé si se trata exactamente de eso.
Lo único realmente cierto es que aún no me siento lista, que se me aprieta el pecho, que prefiero el Moncada que se me escapa de las paredes, y los libros, y las fotografías; ese que se me vuelve un joven de 19 años que viaja muy lejos de su hogar sin saber a dónde va, solo con la convicción de que marcha a luchar por Cuba, aunque eso le cueste la vida.
Cuando pienso en aquellos “locos” que en sus tempranos 20 no pensaron en el futuro personal, sino en el de su país, que cometieron el “sacrilegio” de abandonar a sus familias, a veces sin recursos para subsistir, a despecho de hijos pequeños o en camino, que se fueron a morir por un amor de Patria tan grande que no les cabía en el pecho, sabiendo que algunos eran el sostén de su casa y su vida el único patrimonio que tenían; cuando pienso en ellos, el Moncada cobra vida y siento los autos en la carretera, las preguntas y la duda de los que decidieron volverse atrás, la alegría de los que llegaron a Bayamo y Santiago, de los que tomaron las armas y dijeron con firmeza: “Ya estamos en combate”, siento los balas zumbando y Cuba en el corazón joven que aceptó con valor la muerte.
Pienso en ellos y me pregunto a mí misma si yo hubiera sido capaz de vender mi casa y entregar el dinero, porque dar lo que es mío y solo mío, como mi sangre, creo que me resultaría más fácil que saber que dejo a quienes amo a su suerte; me pregunto si yo resistiría las torturas o si habría tenido la fuerza de Haydee para soportar la pérdida del compañero, la visión de los ojos de mi hermano, el pedazo de alma pisoteada, desgarrada, arrancada…
El Moncada es para mí el respeto hondo a ese sacrificio y el cuestionamiento permanente de qué puedo hacer para honrarlo. Cuba no es la dictadura que cubrió de dolor al país después de los sucesos del 26 de julio de 1953, aunque algunos se empeñen en presentarla como tal, pero ciertamente hay mucho por hacer para cumplir el programa que pensaron para ella y continuar convirtiendo en realidad los sueños de justicia y equidad que los animaron entonces y que nos animan hoy.
¿Acaso el Moncada es un espejo al que temo porque me recuerda que no estoy a su altura, que no he hecho lo suficiente? No lo sé y tampoco sé si algún día estaré lista para cruzar los muros marcados por las balas. Mientras, seguiré vibrando ante la hazaña, cuestionándome, haciendo.
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