Daddy Yanqee
Enrique Ubieta Gómez En sus cuadernos de apuntes, José Martí escribió que ser cristiano es ser (aspirar a ser) como Cristo. Los niños cubanos corean cada mañana en sus escuelas una consigna: "seremos como el Che". No significa anular la identidad propia, ni morir en la Cruz o en La Higuera (otra manera de nombrar la cruz). No es un proceso que deba consumarse con toda exactitud, la reproducción exhaustiva suele perder de vista lo esencial: "ser como" implica transitar de la admiración a la reproducción de valores. Pero es común en un mundo dominado por el mercado capitalista, que la admiración se regodee en lo externo, se agote en lo meramente aparencial. Hay personas que se pelan y se visten como otras personas. Hay miles o cientos de miles de imitadores de Elvis Presley, que aumentan de peso, se visten y maquillan como el astro del rock and roll. Todos los años desfilan frente a un jurado que determina quién "se parece más" al Dios pagano. Sus auténticos herederos, en cambio, son creadores musicales que nadie confundiría en el escenario. Hace pocas semanas transcurrió un encuentro en Finca Vigía, al que asistieron estudiosos y admiradores de Ernest Hemingway. Y una tarde, para asombro de los visitantes ocasionales, llegó al Floridita, como hace más de medio siglo, el mismísimo escritor, "clonado" en cinco o seis versiones de su imagen más difundida. Sentados todos en la barra del bar, junto a la estatua que perpetúa la imagen del ídolo, no sabríamos distinguir, si acaso viviese, al verdadero. He visto a imitadores de Lennon, del Che Guevara (los rostros de la izquierda no escapan de las trampas del mercado, y son probablemente los más traicionados en su espíritu), de Marilyn Monroe, de Cristo. La fobia estadounidense por los héroes, y la obsesiva sustitución de estos por superhéroes inimitables en valores –justamente, lo opuesto a lo deseable–, genera un tipo peculiar de identificación: los que se disfrazan de Superman, de Spiderman, hasta perderse en el limitadísimo laberinto de un otro irreal. Durante el recién finalizado Congreso de los periodistas, apareció José Martí. Allí estaba, sin dudas, en el espíritu de las discusiones. Pero digo que de repente llegó, físicamente. Era un actor que lo representaba, me dijeron, pero el rostro era muy parecido. Después lo vi en el restaurante, sin el traje de época, y seguía siendo Martí en camisa de mangas cortas. No pretendo juzgar a los imitadores de grandes personajes. Nos hacen recordar a los mejores hombres y mujeres del pasado. Pero "ser como" es mucho menos, y mucho más. Prefiero a quienes no se parecen y son, pese a todo, los más parecidos. Hay sin embargo, otro tipo de imitador: el de los cantantes o actores de moda. No pueden parecerse a sus modelos más que en las formas externas, porque aquellos no pueden ofrecer más que una "buena" apariencia. Nunca conoceremos sus valores reales, porque no se interesan en mostrarlos: solo quieren que "sepamos" que manejan el último y más caro modelo de auto, que llevan al cuello dos o tres cadenas de oro, y en el bolsillo una abultada billetera, y que los espera, por eso mismo, alguna muchacha que imita a su vez la imagen estandarizada, como los productos en serie, de las muñecas Barby. No me importa cómo se pelan o se visten las personas, los gustos son infinitos, y todos válidos. Pero me preocupan estos imitadores de lo efímero, de lo banal; estos reproductores de la cultura del tener, desinteresada de cualquier mínima manifestación del ser. Parecer o ser, es el dilema de los imitadores de los grandes héroes; parecer y tener, la consigna de los cultivadores de la nada.
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