Atilio A. Boron
Nadie debería sorprenderse por los principales resultados de las elecciones del domingo pasado en Chile: derrota oficialista, victoria amplia pero insuficiente de Michelle Bachelet y masivo abstencionismo electoral. Numerosos estudios de opinión pública realizados a lo largo de los últimos años ponían en evidencia la apatía política reinante en una parte considerable de la ciudadanía. Un politólogo chileno, Juan Carlos Gómez Leyton, viene sosteniendo desde hace un tiempo la tesis de que en Chile no sólo existe una economía neoliberal sino que ese cáncer ha hecho metástasis y el propio país se ha convertido en una sociedad neoliberal, signada, entre otras cosas, por el mayor índice de desigualdad económica de América Latina. Ahora bien: una sociedad de este tipo tiene como rasgos principales la despolitización, la apatía ciudadana y el desinterés por la cosa pública, El neoliberalismo primero avasalla y después desnaturaliza a la política reduciéndola a la mera gestión “técnica” de la economía. Consecuencia: la democracia degenera en tecnocracia. Y si de cuestiones técnicas se trata el vulgo tiene poco o nada que decir. Sólo los expertos deben hablar, y a la ciudadanía se le ordena que se ocupe de sus propios asuntos y que canalice sus ansias de participación, si es que las tiene, con frenéticos paseos de compras por los shoppings. Su obligación no es ejercer el autogobierno o la soberanía política porque tales cosas son fantasmas de un pasado que ya fue. La única soberanía concreta, tangible, es la del consumidor y se realiza en el mercado y no en la esfera política. El ideal, inspirado en la polis ateniense, de ciudadanos activamente participantes en el proceso político es un melancólico anacronismo en una época del desarrollo capitalista en la que quienes votan, como mordazmente lo recuerda George Soros, son los mercados. No sólo votan sino que, para colmo, lo hacen todos los días mientras que a los ciudadanos se los convoca cada dos años a un nada apasionante ritual en el cual la oferta política abrumadoramente mayoritaria, sobre todo en el caso chileno, es conservadora y las principales alianzas partidarias pugnan por hacerse dueñas del “centro” político, garantía infalible de que nada importante habrá de hacerse para cambiar en algo al sistema.
Confirmando lo anterior, cuando en la encuesta de Latinobarómetro del año 2013 se le preguntó a los ciudadanos chilenos si la democracia era preferible a cualquier otra forma de gobierno un 63 contestó por la afirmativa, pero un 21 por ciento dijo que “daba lo mismo” y un 10 por ciento que prefería un gobierno autoritario. Es decir que un inquietante 31 por ciento era indiferente o antagónico ante la democracia, una cifra muy elevada pero que, aún así, demostraba una reducción en relación a niveles históricos que marcaban, inconfundiblemente, la persistencia del nefasto legado pinochetista. Una mirada a largo plazo, por ejemplo focalizando el análisis en el período 1995-2013 demuestra que en Chile los valores promedio para todo ese período fueron los siguientes: apoyo a la democracia, 55 por ciento; al autoritarismo; 15 por ciento, e indiferencia, 26 por ciento. El “país modelo” de una transición política exitosa hacia la democracia demostraba con estas cifras el equívoco del saber politicológico convencional que ensalzaba la experiencia política chilena como la más acabada concreción, en Nuestra América, del otrora tan valorado (y ahora tan devaluado) Pacto de la Moncloa que había permitido el advenimiento de la “democracia” en la España postfranquista. Y rompiendo las previsiones de la cátedra y las campañas de calumnias de los medios hegemónicos los datos de Latinobarómetro confirman que el país con mayor apoyo ciudadano a la propuesta democrática es... ¡Venezuela! ¡Sí!, la Venezuela bolivariana, difamada, hostigada y vilipendiada como tierra de tiranos populistas y líderes demagógicos resultó ser aquella en la cual el ideal democrático es más valorado por su ciudadanía. No sólo eso: según esta encuesta los países cuyos ciudadanos más han aumentado el apoyo a la democracia son Venezuela (16 puntos) y Ecuador (13 puntos), por encima de Chile (8 puntos) y Argentina (5 puntos). Conclusión: si los liderazgos fulminados como populistas (Chávez, Maduro, Correa y, por extensión, Evo) crean ciudadanía es porque son cualquier cosa menos populistas; populares y genuinamente democráticos seguro, pero no cultores de la engañifa populista. La ciencia política convencional se revela como propaganda reaccionaria ante estos pocos ejemplos.
Pero retornemos a las elecciones del pasado domingo. A la vista de los anteriores antecedentes no sorprende, decíamos, que la concurrencia electoral haya oscilado en torno al 50 por ciento del electorado, compuesto por poco menos de 14 millones de personas. Esta proporción de abstencionismo es la más alta en toda la historia de la democracia en Chile. Se argumenta que dado que el sufragio es optativo no hay por qué alarmarse. Pero lo cierto es que el voto no sólo es un derecho; es también una obligación de todo ciudadano de una democracia y casi la mitad de las chilenas y los chilenos renunció a ejercer ese derecho y a asumir la correspondiente obligación. Bajo esta perspectiva la votación de Michelle Bachelet, 3.070.012 sufragios representa el 47 por ciento de quienes acudieron a votar pero un escaso 22 por ciento del total de la ciudadanía; peor aún es el caso de la candidata de la derecha, Evelyn Matthei, cuyos 1.645.271 votos no representan sino el 12 por ciento de los electores inscriptos. La conclusión que puede obtenerse de estos guarismos es que casi un cuarto de siglo después de la salida de Pinochet los legados combinados del autoritarismo militar y el neoliberalismo económico produjeron una sociedad en la que se descree de la acción colectiva, se concibe a la política como una pérdida de tiempo y se piensa que los problemas de cada quien deberán ser enfrentados y resueltos individualmente. La política se convierte en un “ruido molesto” que perturba el supuestamente racional trabajo de los mercados. Otra conclusión: el gran fracaso del gobierno de Sebastián Piñera, que había sido saludado como el amanecer de una nueva era en donde la burguesía atendía sin molestas mediaciones la gestión de la cosa pública y se demostraba que el pinochetismo podía tener un rostro sonriente, amable y a la vez altamente eficiente. Esa ilusión se desmoronó la noche del domingo pasado.
La apatía política se alimenta en Chile de la carencia de verdaderas alternativas políticas. Revertir esta situación será una tarea muy difícil, casi prometeica, de la futura presidenta Bachelet, quien sólo por una catástrofe política de incalculables proporciones podría ser derrotada en la futura batalla electoral. La reconstrucción de la comunidad política -en un país que supo tenerla y en grado sumo antes del golpe militar- requerirá la adopción de profundas reformas que desmonten el andamiaje económico, político e institucional establecido por la dictadura y mantenido a lo largo de nada menos que cuarenta años. Un aparato construido por el ideólogo y arquitecto del régimen pinochetista, Jaime Guzmán Errázuriz, y preservado en casi todos sus detalles por sus sucesores de la Concertación y, por supuesto, por el actual gobierno. Para que Bachelet pueda dar vuelta la página de la historia será preciso que haga lo que hizo Hugo Chávez Frías el 2 de Febrero de 1999 cuando al tomar posesión de su cargo como presidente rompió con las fórmulas consagradas por la tradición y dijo que “Juro delante de Dios, juro delante de la Patria, juro delante de mi pueblo que sobre esta moribunda Constitución impulsaré las transformaciones democráticas necesarias para que la República nueva tenga una Carta Magna adecuada a los nuevos tiempos. Lo juro.”
Es harto improbable que Bachelet produzca un juramento de ese tipo porque, como política, no está “hecha de la misma madera” que tenía el gran líder bolivariano. Pero es indiscutible que la reconstrucción de la democracia en Chile requerirá indefectiblemente de la elaboración y aprobación de una nueva constitución. No es un dato menor que las tres que rigieron los destinos de ese país fueron todas ellas producidas por gobiernos autoritarios y conservadores en 1833, 1925 y 1980, esta última bajo el régimen de Pinochet. Y en ninguno de estos casos, por supuesto, no hubo el menor atisbo de participación popular. Y si bien en los últimos años se le introdujeron algunos cambios muy marginales, el espíritu y la letra de la constitución pinochetista está aún vigente, y ambos son incompatibles con la democracia. Si Bachelet aspira realmente a refundar la democracia chilena tendrá que convocar por primera vez en la historia a una asamblea constituyente elegida por el pueblo; otorgarle un plazo para que redacte un nuevo texto constitucional y someterlo -como se hizo en Venezuela, Bolivia y Ecuador- al veredicto popular mediante un referendo constitucional que otorgue legitimidad a la nueva carta magna. Eso sería un primer y necesario paso para después avanzar con la misma firmeza en la desmercantilización y la desprivatización de gran parte de lo mercantilizado y privatizado por cuatro décadas de neoliberalismo, comenzando por la educación y siguiendo por la salud y la seguridad social entre tantos otros bienes públicos convertidos en mercancías generadoras de jugosas ganancias para los capitalistas. Si nada de esto llegara a ocurrir, o sólo se intentaran tibios ensayos reformistas, Chile se deslizaría aún más rápidamente hacia una nueva y sutil forma de autoritarismo de mercado o, como lo asegura el filósofo político estadounidense Sheldon Wolin para su propio país, hacia una suerte de “totalitarismo invertido” caracterizado por la primacía aplastante de los mercados y el progresivo desvanecimiento de las figuras de la democracia y del ciudadano. Una democracia sin ciudadanos que reemplaza la vieja fórmula de Abraham Lincoln, “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo” por su degradación mercantil: “gobierno de los mercados, por los mercados y para los mercados.”
Desgraciadamente, la complacencia de la anterior gestión de Bachelet con esta fórmula no autoriza a hacerse demasiadas ilusiones. No son muchos los casos en la historia en que un gobernante produce un giro tan pronunciado como el que hace falta para refundar la democracia en Chile. Una democracia que llegó a su punto más alto en los años de Salvador Allende, y que por eso mismo fue ferozmente combatida por el imperialismo y sus secuaces locales. De todos modos será preciso esperar un tiempo antes de emitir un juicio definitivo sobre la gestión de Bachelet. El realismo político no permite abrigar demasiadas esperanzas, pero ese mismo realismo aconseja no descartar la posibilidad –por poco probable que sea- de que el pueblo chileno recupere su memoria, sus sueños y sus utopías, las mismas que lo llevaron a votar por Salvador Allende, e irrumpa de manera arrolladora en la escena política para, como lo dijera el presidente-mártir, abrir “aquellas grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.” Sería una gran noticia, para Chile y para Nuestra América, si tal cosa llegara a suceder.
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