Enrique Ubieta Gómez
La Jiribilla
“¡Defiéndannos, ustedes que saben escribir!”, le pedía una anciana a Carpentier y a los intelectuales que lo acompañaban, en julio de 1937, a su paso por un pequeño pueblo castellano, muy cerca de la asediada capital española. El escritor cubano recogería la anécdota en las crónicas sobre el II Congreso Internacional en Defensa de la Cultura que publicaría en la revista Carteles [1]. La exigencia tenía un fundamento: el pueblo español nos defendía a todos con las armas en las manos.
No hay cultura sin hombres y mujeres concretos. Bertolt Brecht lo había dicho durante el I Congreso, celebrado dos años antes en París: “Compadezcámonos de la cultura, ¡pero compadezcámonos primero de los hombres! La cultura estará salvada si los hombres se salvan”. Aquel primer encuentro atisbaba el peligro: el nazifascismo amenazaba con desbordarse, mientras las burguesías “democráticas” de Europa apostaban a que el golpe fuese en dirección a la entonces joven Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
Ser de izquierdas, para los intelectuales del 30 —como en los 60 o en la primera década del siglo XXI, tras la esperanza de la revolución bolivariana—, era una toma de partido por la cultura, por los seres humanos, que se aferraba a proyectos concretos. Pero en el París de 1935 todavía un segmento de la izquierda intelectual divagaba en reclamos abstractos y oponía o al menos incomunicaba, la libertad de los seres humanos y la de los creadores.
Contaba André Malraux, el gran novelista que había alcanzado los grados de teniente coronel en la Aviación republicana —según la narración de Carpentier— que vio a un señor caminar indiferente con un gran rollo de papel bajo el brazo, mientras caían las bombas en Madrid, y quiso saber qué tramaba, pero este le precisó: “Es papel encolado para cambiar el que tapiza mi habitación”; entonces, apoyándose en esa metáfora, sentenciaba: en tiempos decisivos para la Humanidad, “hay demasiados intelectuales que solo piensan en cambiar los papeles que tapizan sus habitaciones”. Pero la izquierda tenía sus propias divisiones: comunistas, socialdemócratas (aunque reformistas, aún reivindicaban el marxismo como base teórica de sus análisis), estalinistas, trotskistas, anarquistas, librepensadores, surrealistas.
Todavía en 1936 tendría lugar una fallida conferencia intermedia en Londres, más centrada en intereses gremiales, que tuvo un colofón de opereta: la recepción de frac en la residencia de su organizadora. Pocas semanas después desaparecerían las excusas para el despiste: la sublevación del general Franco contra la república española y la apertura en Alemania del campo de concentración de Sachsenhausen, situaban el conflicto moral en un punto crítico [2].
Un poeta inglés del siglo XVII, John Donne, había expuesto las razones más profundas:
Ningún hombre es una isla entera por sí mismo.
Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo.
Si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda
disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus
amigos, o la tuya propia.
Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta,
porque me encuentro unido a toda la humanidad; por eso, nunca
preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti.
Ernest Hemingway retomaría la idea para defender la causa republicana en la novela que recoge sus vivencias de la llamada guerra civil española. Las alternativas en España eran, sin embargo, más radicales: de un lado el fascismo, es decir, la violencia capitalista más extrema; del otro, el socialismo, la República de trabajadores, con sus contradicciones y gemidos de recién nacida. En España no se luchaba por la sobrevivencia, como se lucharía en lo adelante; allí se luchaba por la vida, porque existía un proyecto alternativo en construcción. Por eso fueron hombres y mujeres de todos los confines a defenderlo. Por eso también, César Vallejo, uno de los grandes poetas hispanoamericanos que participó en el Congreso de 1937 —estuvieron también, entre otros, Nicolás Guillén, Pablo Neruda y Octavio Paz, sí, el mismo Paz que luego repudiaría toda causa popular— le habla simbólicamente a los niños, al futuro, en un extraordinario poema titulado “España, aparta de mí este cáliz”:
Niños,
hijos de los guerreros, entretanto,
bajad la voz, que España está ahora mismo repartiendo
la energía entre el reino animal,
las florecillas, los cometas y los hombres.
(…)
¡Bajad el aliento, y si
el antebrazo baja,
si las férulas suenan, si es de noche,
si el cielo cabe en dos limbos terrestres,
si hay ruido en el sonido de las puertas,
si tardo,
si no veis a nadie, si os asustan
los lápices sin punta; si la madre
España cae —digo, es un decir—
salid, niños del mundo; id a buscarla!...
Apenas habían transcurrido algo más de tres décadas de culminada la larga y sangrienta contienda por la independencia del yugo español —después de siglos de coloniaje—, pero eso no importó: cerca de mil cubanos acudieron a defender a España, a la Humanidad, como soldados de la República. Algunos, como Pablo de la Torriente Brau, cayeron en combate.
El fascismo cobró millones de vidas —deshumanizó a los victimarios hasta límites insospechados— y entró física y moralmente al interior de cada hogar. Era imposible ignorarlo, incluso para una burguesía bien pensante, que aceptaba como un “mal inevitable” la pobreza y la muerte ajenas, siempre que no irrumpieran en su entorno aséptico. Cuando la guerra terminó, se establecieron otras alianzas “más civilizadas”, menos públicas —como la Operación Gladio en Europa, o la Operación Cóndor en América Latina, o la Operación Mangosta y los ataques biológicos en Cuba—, ejecutadas por sicarios a los que no había que conocer, con los que no era preciso almorzar o sonreír en público, a los que se pagaba en secreto.
Es decir, la violencia capitalista adoptó otras formas: en la década siguiente a la supuesta victoria, fueron asesinados decenas de dirigentes comunistas y antifascistas en Europa. La “guerra fría” trasladó la violencia de Estado, el fascismo, una enfermedad indeseable en el bárbaro mundo civilizado —como la malaria, o el cólera, casi olvidadas allí, pero activas en el Sur, donde cobran cada año cientos de miles de vidas—, hacia el orbe colonial y neocolonial: África, Asia, América Latina. ¿O acaso no fueron, no son expresiones de extrema violencia imperialista, las guerras coloniales en África, las armas químicas, las bombas de napalm lanzadas sobre Vietnam, las dictaduras militares en América Latina con sus desaparecidos, las guerras de misiles y drones “inteligentes” en el Medio Oriente, la “de baja intensidad” en Venezuela?
Sin embargo, algunos que saben escribir prefieren conservar honores y premios, ediciones y aplausos. También ocurre, a veces, que solo repiten lo que leen de otros, intoxicados de prejuicios y faltos de sol en la piel. La conjura mediática en los países “democráticos” —todavía sin el alcance y la sofisticación que alcanza hoy, pero decididamente opuesta a cualquier experiencia anticolonial y socialista— nos vendía una España republicana inexistente. Como suele decirse, y nos recuerda Venezuela, la primera víctima de la guerra es la verdad. Alejo Carpentier intenta revelárnosla, al describir su paso por la ciudad española de Gerona:
"Nos llevan a la Catedral. (…) Un edificio lateral, transformado en museo público, guarda las pinturas y piezas de orfebrería del tesoro ritual. (…) Un restaurador trabaja minuciosamente, con sus oros y barnices, entregado a la tarea de hacer revivir una cabeza de virgen descolorida por el tiempo… ¿Dónde hay huellas aquí, de ese vandalismo de masas enloquecidas de que tanto hablan los periódicos de derecha del mundo entero?" [3]
En otra de sus crónicas, esta vez sobre Valencia, escribe:
"Hasta ahora hemos encontrado el orden y la paz en todas partes. Nunca hemos visto escenas parecidas a las que llenaban aún, en otros países innumerables rotograbados sensacionalistas. (…)
Y me parece importante insistir sobre este particular, porque es increíble hasta qué punto ciertos relatos pueden llegar a extraviar el juicio de hombres que no son perfectamente tontos. En un artículo reciente, Paul Claudel, nada menos, afirmaba intrépidamente —sin haber estado en España— que todas las iglesias, sin excepción, habían sido incendiadas en el territorio republicano… Si yo fuese miembro del Gobierno de Valencia, invitaría al señor Claudel a darse un paseo por estas regiones. Se convencería de que el único crimen cometido con ciertas iglesias —¡bien pocas!— ha consistido en transformarlas en hospitales de sangre o en museos públicos…" [4]
Siempre hubo y habrá intelectuales dignos, que no negocian su compromiso con la Humanidad. Los hubo cuando España los necesitó, los hay ahora que Venezuela los necesita.
Cómo no pensar en Venezuela, 80 años después de aquel Congreso efectuado, sucesivamente, en Valencia, Madrid, Barcelona y París, en julio de 1937, bajo los estruendos de las bombas, en una España que se tragaba a su otra mitad, y con ella, toda esperanza, preámbulo de la Segunda Guerra Mundial. El cubano Alejo Carpentier, que había vivido aquellos intensos días de guerra y solidaridad, por un capricho de la historia, se establecería a partir de 1945 y hasta 1959, en Venezuela. Allí encontraría, en la selva amazónica, en el tempestuoso Orinoco, en sus pueblos y ciudades, como sucedió con José Martí, el corazón de Nuestra América.
En las primeras décadas del siglo XIX, el Libertador Simón Bolívar había conducido un ejército de libertadores, para fundar o ayudar a fundar repúblicas independientes. Soñó con un solo y gran país, del Río Bravo a la Patagonia. Dos siglos después, en las primeras décadas del XXI, Venezuela encabezaría, una vez más, la cruzada libertadora. Alí Primera, cantor popular, le daría otro sentido al redoble de campanas, en los años más difíciles previos al triunfo de Hugo Chávez:
Los que mueren por la vida
No pueden llamarse muertos
Y a partir de este momento
Es prohibido llorarlos
Que se callen los redobles
En todos los campanarios.
Hoy, como en la España republicana, en Venezuela se defiende la vida, es decir, un proyecto antineocolonial y antimperialista. Como en España, el triunfo o el fracaso del Poder Popular democráticamente elegido, tendrá consecuencias telúricas impredecibles para todos los latinoamericanos, para la Humanidad. Nuestra España hoy —la frontera y también la trinchera que delimita el Pasado y el Futuro— es Venezuela.
Como en aquellos años previos a la Segunda Guerra Mundial, hay gobiernos corruptos que —instruidos desde Washington— estimulan, en nombre de la Democracia, la creación de grupos fascistas, con la irresponsable esperanza de que estos reviertan el proceso revolucionario. Desde cómodas atalayas, algunos sabios (como en España) dictan recetas, critican a los que toman las decisiones, están más a la izquierda en sus teorizaciones, que la propia Revolución; tanto, que marchan codo a codo con la derecha. La izquierda sigue dividida: los que piensan que sí, los que creen que no, los heterodoxos, los ortodoxos, los divinos, los terrestres…
Las imágenes que se difunden muestran a un país en guerra civil, pero los disturbios, las llamadas guarimbas —capaces de generar crímenes de odio, como el asesinato de jóvenes chavistas—, en sus momentos más álgidos, ocurrían en 17 municipios de los 335 que tiene el país (en el instante en que escribo estas líneas, solo ocurren en siete de esos municipios, y tres de ellos son los barrios de la burguesía capitalina, porque en Caracas existe un Este y un Oeste, que son como el Norte y el Sur).
Como en los tiempos de la España insurgente, las convocatorias a intelectuales y artistas se hacen en nombre de la Cultura y de la Humanidad. Pero no es suficiente con que declaremos nuestra pertenencia a “la izquierda” y asistamos de frac interior a eventos gremiales. Hay que escribir para defender al pueblo venezolano, hay que denunciar la conjura, como pedía, como nos pedía, aquella anciana española, porque el pueblo venezolano nos defiende a nosotros hoy, todos los días. Si fuese necesario, habrá que jugarse la vida junto a ese pueblo. Si un día, esperemos que no, se produce una invasión imperialista o mercenaria —que el escenario de violencia provocada y de mentiras repetidas prepara—, tendrán que reinventarse las Brigadas internacionales. Entonces, pido estar allí.
Si la madre
Venezuela cae —digo, es un decir—
salid, niños del mundo; id a buscarla!...
Notas:
1. Alejo Carpentier: “España bajo las bombas, I, II, III y IV” (revista Carteles, septiembre – octubre de 1937), en Crónicas, tomo II, La Habana, Editorial Arte y Literatura, 1976, pp. 205 – 244;
2. Eliades Acosta Matos: Siglo XX: intelectuales militantes, La Habana, Casa Editora Abril, 2007, p. 153;
3. Alejo Carpentier: Ob. cit., p. 210;
4. --------------------: Idem, p. 226 – 227.
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