Dr. Jorge Hernández Martínez
La sociedad norteamericana conmemoró el pasado 4 de julio sus doscientos treinta y cuatro años de vida como país autónomo. En esta ocasión, el Presidente proclamaría con júbilo que “es el día en que celebramos la propia esencia de Estados Unidos y el espíritu que nos ha definido como un pueblo y una nación durante más de dos siglos", ante los mil doscientos soldados, que fueron los invitados de honor en una celebración en el jardín sur de la Casa Blanca. Entre ellos, figuraban miembros en activo de las Fuerzas Armadas y sus familiares, militares heridos en combate, y familiares con soldados en el exterior o ya fallecidos.
Como es habitual, la celebración del Día de la Independencia sería una ocasión para exaltar un hecho trascendental por su significación histórica universal, cuyos alcances desbordan el territorio norteamericano. El acontecimiento es recordado, prácticamente, en todo el mundo. Las miradas, claro está, varían según el nivel de información que se posea y la afectividad con que se asuma el devenir de ese país. En Cuba, se ha reconocido siempre su relieve de diversos modos, en distintas oportunidades; a través de los medios de comunicación, en actividades académicas o culturales, e inclusive, mediante referencias de Fidel a sus implicaciones para la historia universal, con profundo respeto hacia el pueblo norteamericano, distinguiéndolo de lo que representa allí el gobierno.
La conmemoración aludida se suele celebrar en la sociedad norteamericana con festividades apasionadas, de forma jubilosa, mediante reafirmaciones orgullosas de patriotismo, triunfalismo y glorificación. Sin embargo, no han sido pocas las ocasiones en las que el marco de la efeméride pareciera contradecir el motivo de los festejos. Ese es justamente el caso del presente año, cuando la Administración Obama da a conocer la nueva Estrategia de Seguridad Nacional, que consagra el intervencionismo, el uso de la fuerza bélica, al mismo tiempo que se hace de la vista gorda ante las expresiones de intolerancia y racismo que se avivan contra los inmigrantes, apoya la barbarie genocida israelí contra el mundo árabe y sin poner fin a su invasión en Irak, refuerza la presencia militar en Afganistán, desplegando una amenazante escalada contra Irán. Cuesta trabajo creer y pensar en la vigencia de la simbología que conlleva el 4 de julio, ante hechos como esos, que más allá del medio Oriente y Asia Central conllevan, como en América Latina, posiciones como las que promueven el sistema de bases militares y el apoyo a golpes de Estado. No obstante, bajo una decoración con los colores de la bandera estadounidense, amenizada con la banda de la Marina de Guerra, un popular grupo musical rockero y un conocido comediante televisivo, con fuegos artificiales, la celebración en la mansión presidencial fue, una vez más, un marco propicio para la exaltación nacionalista y la demagogia. Obama instó al pueblo norteamericano a vivir según los principios fundacionales de la nación, citando palabras de Lincoln, mientras prosigue una política que parece negarlas.
En la Declaración de Independencia dada a conocer un día como aquél, en 1776, se proclamó, por primera vez en la historia, la soberanía del pueblo, lo que se convierte desde esa fecha en principio fundamental del Estado moderno. Como se conoce, con ello se reconocía el derecho del pueblo a la sublevación, a la revolución: se declaraba la ruptura de las relaciones entre las colonias en América del Norte y la metrópoli británica, exponiéndose las bases sobre las que se levantaba, de manera independiente, la naciente nación.
Desde el punto de vista histórico, la Revolución de Independencia en los Estados Unidos, sin embargo, fue un proceso limitado, inconcluso, sobre todo por el hecho de que conservó intacto el sistema de esclavitud, que ya se había conformado totalmente para entonces, con lo cual quedaría pospuesta casi por un siglo la consecución de ese anhelo universal --la abolición--, hasta la ulterior guerra civil o de secesión, que se desatará entre 1861 y 1865.
Anticipando el derrotero de las revoluciones burguesas europeas --aún y cuando sus especificidades impidan catalogarla, con exactitud historiográfica, como un acontecimiento de idéntico signo--, la independencia de las trece colonias que la Corona Inglesa había establecido en la costa este de América del Norte expresó tempranamente la vocación de lucha por la liberación. También reflejó la magnitud de la conciencia nacional que despertaba en la vida colonial y, sobre todo, la capacidad de ruptura con los lazos de dominación que las potencias colonizadoras habían impuesto en las tierras del Nuevo Mundo.
Es cierto que ese hecho no llevó consigo una quiebra de estructuras feudales preexistentes, como las que preponderaban en la escena europea, ante las cuales reaccionarían los procesos que en Francia e Inglaterra le abren el paso a las relaciones de producción capitalistas, lo que sí permite bautizarlas como revoluciones burguesas. No podía ser así, ya que desde que aparecieron los gérmenes de lo que luego serían los Estados Unidos de América, nunca se articularon relaciones feudales como tales. Las trece colonias nacieron definidas con el signo predominante del modo de producción capitalista, es decir, marcadas con el signo de una embrionaria, pero a la vez pujante y dinámica matriz social burguesa.
Y es que la Revolución de Independencia de los Estados Unidos se adelantó, no cabe dudas, a la enorme contribución histórica que aportaría, algunos años más tarde, la Revolución Francesa, cuyo impacto es ampliamente conocido, a partir de que abre una época de profundas transformaciones, que cambian de modo definitivo todo el panorama social, cultural, científico, productivo, industrial, en Europa, con implicaciones incluso de índole mundial. Estaría de más insistir en el hecho de que la misma ha sido fuente de inspiración de luchadores contra tiranías, sistemas absolutistas --monárquicos, clericales y feudales.
Con razón se ha insistido por no pocos historiadores y especialistas en el origen burgués y sobre todo, en el carácter antipopular de la célebre Constitución de los Estados Unidos (ese texto jurídico y político que es el más antiguo en nuestro Continente, y que se toma como modelo por otros países, a la hora de concebir sus propios documentos constitucionales, o que en algunos cursos sobre historia de América o mundial se presenta como ejemplo de los más completos), al caracterizarla como el fruto de cincuenta y cinco ricos, entre quienes se encontraban comerciantes, esclavistas, hacendados y abogados, que sin rodeos no hicieron más que defender sus intereses clasistas. Por supuesto, a pesar del tremendo aporte intelectual y político de figuras como Washington, Jefferson, Hamilton, Madison, Franklin, entre otros, ninguno de ellos tuvo proyecciones de beneficio mayoritario, ni incluyó en sus reflexiones a las masas populares. Desde el punto de vista constitucional, lo cierto es que con la conquista de la Independencia, ni los obreros de las manufacturas, ni los artesanos ni los esclavos lograron sustanciales mejoras en sus condiciones de vida.
El historiador Howard Zinn lo esclarece, en su excelente libro La Otra Historia de los Estados Unidos, publicado en Cuba por la Editorial de Ciencias Sociales hace algunos años, que “los Padres Fundadores no tomaron ni siquiera en cuenta a la mitad de la población” al referirse a los segmentos sociales que quedaron excluidos del marco de reclamos e inquietudes por los que se preocupaban los documentos fundacionales de la nación estadounidense.
Las bases doctrinales e institucionales sobre las que se levanta el aparato político de los Estados Unidos --y en general, los soportes que sostienen el diseño de la sociedad norteamericana, incluido su sistema de valores-- están contenidas, podría afirmarse, en una serie de documentos, entre los que se distinguen tanto la mencionada Declaración de Independencia, de 1776, como la referida Constitución del país, rubricada unos años después, en 1787, en Filadelfia. El primero sería un texto revolucionario, enfocado hacia la arena internacional, procurando dotar de legitimidad al tremendo proceso que tenía lugar. El segundo fue un documento conservador, dirigido hacia dentro de la sociedad norteamericana, en busca de la preservación o consagración de la normatividad, de la legalidad que sirviera de garantía a los cambios ya logrados.
Para decirlo en pocas y sencillas palabras: la Constitución ponía fin a la revolución convocada por la Declaración de Independencia. Elitismo, exclusiones, limitaciones, restricciones, se levantarían como realidades, desde allí, en contraposición con los ideales y promesas de participación, libertades, posibilidades y derechos, que se proclamaban antes.
¡Qué paradoja! En esta síntesis, que pareciera un juego de palabras --lamentablemente, no lo es-- está contenido el legado real de la Independencia en ese país, que hoy se pretende recrear como símbolo mundial de la democracia. Es un legado de retórica, demagogia, inconsecuencia, plagado de intolerancia, violencia e injusticias. Quizás lo más relevante consiste en que, más allá de estas realidades, la Revolución de Independencia auspicia el camino del progreso --a la luz del proceso histórico mundial--, al viabilizar la formación de la nación norteamericana y el desarrollo capitalista, abriéndole paso a una historia (compleja, contradictoria, cambiante) cuya sociedad y cultura merecen atención y respeto.
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