Enrique Ubieta Gómez
No imaginó el poeta Juan Clemente Zenea que sería absuelto por la posteridad. Hay una estatua suya en el Paseo del Prado, en la esquina de San Lázaro. A veces, me siento en el parque muy cerca de ella a leer, o a meditar, o simplemente, envuelto en el aire de mar, a ver pasar a los transeúntes. Es interesante observar la interrelación caprichosa de las personas con los monumentos. Tres niños malditos se subieron anoche sobre el indefenso poeta de bronce: uno se acomodó sobre sus hombros, otro se sentó en sus piernas –la estatua lo representa sentado sobre una roca–, y el tercero, se paró en su base, junto a la musa desnuda que lo acompaña. Al rato, cansados de la travesura, lo abandonaron. Llegaron entonces unos turistas y se fotografiaron sin leer su nombre, sin saber quién era. También se fotografió una niña contra el montículo de piedra, de manera que la estatua no apareciera. Después sobrevino el silencio o el rumor del mar cercano. Creo que Zenea y yo lo agradecimos. Hasta que llegaron dos borrachos y uno de ellos dijo, o gritó más bien: “¡ya no saben qué poner en este parque, hace unos meses estaba una jaula de leones (acción plástica que se mantuvo durante la Bienal del año pasado) y ahora hay un hombre sentado!” La insólita observación indicaba que el personaje nunca antes se había percatado de la existencia de la estatua, erigida en la década del veinte del siglo pasado. No fueron los últimos. Poco antes de marcharme, otra niña lo reivindicó con su gesto. Se desprendió de la mano de su madre que pasaba indiferente, y se acercó a leer la inscripción. Quizás por primera vez leía su nombre, quizás su curiosidad la lleve hasta sus versos. Quizás el poeta absuelto regrese a vivir en una adolescente futura, que lea sus poemas.
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