Enrique Ubieta Gómez
José Martí es un gran poeta. Me dijo, seguro de sí, un amigo mexicano. La sentencia de inicio me pareció estrecha. Pero asentí ante el hecho inobjetable. Ser un gran poeta es una cualidad abierta a múltiples interpretaciones. Existen cazadores del rubor, seres sensibles que escuchan más alto y más claro el sonido (y el sentido) de las palabras, que saben catar su sabor, y que pueden reunir los sonidos exactos, como brujos buenos, para entregarnos la trascendente emoción de un instante. ¿Qué fuera de nosotros sin esos versos, sin esos seres que sólo conocemos por las palabras, por las nostalgias y los sueños que regalan?
Hay creadores de actos que se apropian del instante mágico en que la palabra se corporiza en hechos. No hay versos, o estos llegan después, como el trueno que secunda a la fugaz luminosidad del rayo. El poema escrito lo expresó así: “si el poeta eres tú”. En uno y otro caso, tras el hecho o la palabra, una línea invisible marca el sentido de la belleza: la trascendente eticidad de la vida. ¿Qué fuera de nosotros sin esos seres que ignoran la palabra exacta, pero saben instintivamente dónde es más intensa la luz del acto, sin esos seres que sólo conocemos en libros de historia o de versos escritos por otros, que regalan la fe en el hombre, la esperanza en futuros mejores?
No hay palabras ni hechos baladíes. Los sentimientos convocados por el poema nos remiten al hecho, en él se prefigura la palabra. Pero hay seres superiores que conjugan ambas cualidades: hacen poesía en versos y en actos. Son los poetas mayores. Pueden fundar un movimiento literario y simultáneamente, fundar una nación. Son poetas revolucionarios o viceversa: la belleza para ellos es conocimiento, y es afirmación ética. José Martí es uno de ellos. Un creador para quien lo real puede no ser visible, o sólo potencialmente existente, una posibilidad por la que hay que luchar. En política lo real es lo que no se ve, decía. El político auténtico es un creador. Las verdaderas soluciones no se encuentran en lo aparente, en lo que comúnmente se considera posible.
Hay políticos vanidosos que, alejados del pueblo, desprecian la poesía. Dicen: “Martí tejió de palabras un futuro para Cuba, y las palabras, palabras son. Su credo político es mera literatura”. No saben distinguir entre literatura y poesía, entre la retórica fantástica y la creación revolucionaria. Van más lejos: creen que el apego a principios éticos, entorpece la labor política. Hablan desde el altar neoliberal y le rinden culto al más feroz pragmatismo. Quisieran enterrar el pensamiento revolucionario cubano y sustituirlo por la retórica reformista. Traen una nueva lista de nombres a venerar: autonomistas, anexionistas, machadistas, batistianos solapados o declarados. Pretenden olvidar (y que olvidemos) algunas lecciones de la historia: los autonomistas siempre se definieron como hombres pragmáticos, realistas, que se atenían a lo posible, en lugar de soñar con lo imposible. Políticos modernos, no poetas. Pero “lo posible” (la solución autonomista o la neocolonial o la anexionista), resultó imposible. Lo único posible fue el salto sobre el abismo de “lo imposible”: la Revolución martiana de 1959, la independencia absoluta y la justicia social.
He dicho alguna vez que la identidad nacional ha tenido en Cuba diferentes plataformas políticas que fueron en su momento revolucionarias, y que a ella contribuyeron, más que los antropólogos, los sociólogos o los historiadores, los políticos fundantes. Cintio Vitier en su prólogo a un pequeño cuaderno mío reafirmaba ese aserto, pero añadía, con cierto afán rectificador: y los poetas. Creo que hablábamos de lo mismo, él con más claridad: la política y la poesía se funden en Cuba en la conjunción martiana de la verdad, la justicia y la belleza. La política martiana, es decir, la poesía, funda la nación.
La poesía es atemporal. No porque las soluciones que propuso José Martí, una a una, sean aplicables hoy; el asunto es otro: lo que sigue siendo plenamente aplicable son las soluciones martianas, valga la paradoja. Es martiano el apego a la verdad y a la justicia, la toma de partido por los pobres, el desdén ante quienes viven “insecteando por lo concreto”, la capacidad de salto sobre el imposible, la fe en el mejoramiento humano, en el pueblo, la búsqueda de un camino alternativo para nuestra América, que la una y la distinga de la América que nos desprecia, la denuncia del imperialismo norteamericano, la creación que parte del conocimiento de lo universal y crece sobre las evidencias de lo particular, en fin, el conocimiento como medio para la felicidad humana, la política como ara, no como pedestal. Es martiana la apuesta a favor de la cultura del ser –el camino opuesto a la cultura capitalista, la del tener–, que tan bien se expresa en los lúcidos consejos a su hija (adoptiva o biológica, poco importa) María Mantilla, texto que debiera difundirse más; su concepto de unidad en la diversidad (los negros, los pueblos precolombinos, las mujeres, los blancos criollos, los españoles honestos, etc.), que sin embargo, prescinde de los vanidosos, de los sietemesinos que no creen en su pueblo, de los que reniegan de su madre de piel más oscura o pobre, de los que intentan poner a la Patria de pedestal para ambiciones pedestres.
Su rostro, colgado en la pared de un cuarto o iluminado en una valla pública, me mira fijamente. Una cabeza ensimismada de bronce sobre la mesa de trabajo, me acompaña. José Martí es un nombre frecuente en nuestra geografía urbana. Y sus textos, fragmentados, yacen dispersos en cualquier texto ajeno. A 119 años de su caída en combate, es una referencia ineludible para cualquier cubano. Pero su vigencia no está en el número de veces que se le cita, ni en su abrumadora presencia iconográfica. Si se descontextualizan sus sentencias, se seca y se torna incomprensible el hombre, y se convierte su obra en la suma de todas las frases, y de todas las interpretaciones posibles. Contextualizar no significa anclar en el pasado. Ni reducirlo a la mera lectura literaria. Hay que contextualizar su obra y su vida para entender su trascendencia; después, hay que descontextualizar su trascendencia para incorporarlo al debate actual.
Martí no se dejó acorralar por coyunturas pasajeras, ni se sumergió placentera o agónicamente en su rico mundo interior. Por sobre todas las demás facetas de su personalidad fue un revolucionario, es decir, un creador, un político fundador, un poeta. Los políticos geniales como él son creadores. Trabajan siempre sobre las más impredecibles y en ocasiones efímeras coyunturas, sin dejarse atrapar en sus redes, sin repetir soluciones, porque diferentes son cada vez los problemas. ¿Quién ha pedido el manual salvador?, ¿el libro imposible donde el Apóstol describiera las soluciones futuras de su República? La muerte de los grandes políticos deja siempre un vacío irreparable: no hubo ni habrá manuales de comportamiento que sustituyan el instante de creación. En política no hay recetas. Entonces, ¿qué nos deja? Principios, horizontes, ejemplos de conducta, caminos andados y por andar, metas y análisis históricos que deben estudiarse como se abordan las partidas ajedrecísticas de los maestros, sabedores de que sobre el tablero nunca volverán a repetirse exactamente las mismas fichas y posiciones. ¿Es poco? De ninguna manera. Cuba tiene el privilegio de contar con el apostolado fundador de un hombre que supo trazar sobre las coordenadas de la naciente modernidad, un camino alternativo que integrara la justicia, la belleza y la verdad.
La primera enseñanza de nuestro fundador es su propia condición de revolucionario. De radical, es decir, de hombre que va a las raíces. De creador, de político que no acepta el dictamen de las apariencias, la sumisión a “lo inmediato”, que suele ser lo aparente, lo irreal, lo verdaderamente imposible. Hay quienes eluden hoy definirse como revolucionarios, y se enmarcan (o se enmascaran) en una llamada izquierda democrática. ¿Qué entienden por izquierda democrática?, ¿quién podría objetar ese vocablo de múltiples valencias? Izquierda y democracia, dos términos que sin precisiones históricas y sociales, nada significan. ¿Acaso no es posible hablar de una democracia revolucionaria? Confunden las palabras y mal interpretan la historia.
Nuestro poeta no muere en un lecho oscuro por un amor imposible; cae en la manigua, revólver en mano, desposado con la Patria. Como muere antes Céspedes, o Maceo después. Amantes apasionados, poetas furibundos, como el Che. Defender ese legado revolucionario, creador, poético, valga la redundancia, es defender los legítimos fundamentos de la nación cubana, y el único futuro posible que tenemos los cubanos, aunque a los escépticos y a los oportunistas les parezca imposible.
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