jueves, 20 de diciembre de 2012

Algunos motivos para desear el apocalipsis

Calendario maya.

Santiago Alba Rico
Especial para LA CALLE DEL MEDIO 56


Un tercio de los estadounidenses cree en el apocalipsis; un 15 % está seguro de que llegará en el curso de sus vidas, y un 2 % estaba convencido de que había de producirse el pasado 21 de diciembre. Según las encuestas y como para probar la diferencia cuantitativa de EE.UU., cuya norma es siempre la exageración, ese porcentaje disminuía un poco a escala global: solo 1 de cada 10 seres humanos había aceptado la irremediable desaparición del planeta Tierra en el año 2012 con arreglo a la supuesta predicción del calendario maya. Haríamos mal, en todo caso, en burlarnos de la credulidad de esos –digamos– 100 millones de personas, pues sabemos por experiencia que es posible creer en cualquier cosa, desde la superioridad de la raza blanca hasta el poder afrodisíaco del cuerno de rinoceronte, sin olvidar que la mayor parte de los humanos confía en la ciencia con la misma irracionalidad y por las mismas sinrazones –por una especie de tradición fiduciaria– que en la Santísima Trinidad o en las verdades reveladas del Corán.
También haríamos mal en atribuir ese estremecimiento apocalíptico a la pobreza o a la ignorancia. Digamos que esta pasión del fin del mundo es una típica pasión de clases medias; es decir, de ese amplio nicho social situado entre la concreción terrestre de los más pobres, sin tiempo para tonterías, y la soberanía cínica de los más ricos, cuyos temores nunca adoptan una dimensión cósmica. Es lo que el escritor mexicano Juan Villoro ha llamado «turismo de la catástrofe»: gente que puede reservar un hotel junto a las ruinas mayas de Yucatán para ver de cerca el espectáculo o alquilar una habitación en la cumbre del monte serbio Rtanj, «ombligo del mundo», sobre el que los extraterrestres debían activar el 21 de diciembre una «pantalla protectora» para salvar del cataclismo final  a unos pocos escogidos. Gente con algunos ahorros y gente, además, con capacidad intelectual e informática para reunir algunos conocimientos inexactos de historia y astronomía y basar en ellos sus certezas catastróficas. David Robinson, un astrobiólogo de la NASA, se ha pasado tres años respondiendo pacientemente a preguntas de cientos de ciudadanos inquietos, convencidos del inminente apocalipsis, que apoyaban sus consultas en textos sumerios, calendarios mayas y datos casi precisos sobre alineaciones de planetas y distancias entre galaxias.
Es normal y humano creer en tonterías, y es hasta bueno que uno haga el esfuerzo intelectual de demostrar su fundamento. Lo realmente inquietante es la hondura de indefensión política y humana que ese impulso revela. En un largo artículo publicado en Skeptical Inquirer (http://www.csicop.org), el  mencionado David Robinson reproduce algunas de las consultas recibidas en los últimos meses, así como las reacciones agresivas a sus respuestas tranquilizadoras. Robinson se asombra del grado de violencia, a veces muy amenazante, de esos lectores excitados que no buscan un antídoto racional contra sus temores sino, al contrario, una confirmación de los mismos. ¿Qué temen? ¿El fin del mundo? No, temen dos cosas lateralmente relacionadas e íntimamente fundidas en sus mentes. Temen, en primer lugar, a sus gobernantes. Es decir, la primera idea que quieren confirmar es paradójicamente –ellos que creen en el inminente fin del mundo– la de que no pueden creer en nada ni en nadie. Quieren confirmar que los científicos y los políticos están mintiendo. El apocalipsis no es una especulación; es una certeza. ¿Cuál es la prueba? No el descubrimiento del planeta Nibiru ni la centralidad repentina de la Tierra en nuestra galaxia. «La prueba es que el gobierno lo niega», responde un ciudadano, acusando a Robinson de complicidad. La NASA no convence; sus explicaciones irritan, soliviantan, indignan. «He ahí lo que queríamos demostrar: ¡una vez más nos están mintiendo!» Podríamos decir que este típico «complotismo» de la clase media estadounidense –y ya internacional– se alimenta del desprestigio absoluto de las instituciones científicas y políticas; es más fácil creer en una tontería (sobre todo si es una tontería trágica, una tontería «total») cuando ya no se consigue creer ni en el Parlamento ni en los astrofísicos.
Pero el segundo temor es aún más inquietante. Si los lectores de Robinson se enfurecían ante sus razonados argumentos científicos era porque temían lo contrario de lo que decían temer: temían que el astrónomo tuviese razón y finalmente no se produjese ese apocalipsis en el que tantas esperanzas habían depositado. Temían que no pasase nada; que todo siguiese igual. Porque –digamos la verdad– esas clases medias complotistas, consumistas, que han perdido la fe en sus instituciones y que no controlan su propia vida, desean el fin del mundo. Y hoy se sienten frustradas, vacías, desorientadas por esta inesperada e indeseada supervivencia.
¿Por qué desean el fin del mundo? En el capitalismo, los deseos más profundos siempre se adhieren a los impulsos más banales, que son de hecho los más «auténticos» y «originarios». Desean el apocalipsis porque ya han visto todas las películas, montado en todas las montañas rusas, probado todos los platos y agotado todas las fotos. Porque las Torres Gemelas pusieron a la emoción un listón muy alto. Porque un cataclismo inevitable es un buen pretexto para volver a fumar o para irse de putas. Porque es relajante la idea de ser eximido de pronto del trabajo de mantener en pie el pequeño mundo doméstico; y de la responsabilidad de tomar decisiones sin saber adónde conducen. Porque estamos hartos de no saber cuánto durará esto. Y porque no nos apetece nada –diablos– morirnos solos.
Esta última razón es quizás la menos banal, la menos «auténtica» y, si se quiere, la más social de todas. El deseo de fin del mundo de las clases medias complotistas y consumistas estadounidenses –y ya internacionales– revela también, o sobre todo, una destructiva sed de comunidad. El apocalipsis representa el fin de la soledad y no porque implique el fin de todo lo existente, sino porque nos une a todos en el tiempo y en el espacio, aunque solo sea para matarnos; porque nombra a la humanidad en su conjunto, aunque solo sea para aniquilarla. El deseo de apocalipsis, que es un deseo de fiesta, es un deseo de fusión amorosa definitiva (como lo son, en la tradición popular, todas las verdaderas fusiones amorosas). Es, si se quiere, una protesta mortal contra el ensimismamiento del consumo.
Se suele llamar «populismo» al gobierno que satisface las necesidades de los ciudadanos. Pues bien, el fascismo solo es de manera lateral un «populismo». Porque su programa no consiste en satisfacer las necesidades de los hombres, sino sus deseos. Da un poco de miedo pensar, la verdad, en ese sector no pequeño de nuestra sociedad capitalista que ha dejado de creer en sus instituciones políticas y científicas y cuyos deseos más profundos y más banales convergen en esa atronadora explosión final a la que –una vez más– hemos sobrevivido.

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