domingo, 2 de diciembre de 2012

La Nueva Trova: el compromiso que no se extingue


Enrique Ubieta Gómez
Un día como este, hace cuarenta años, un grupo de jóvenes rebeldes, y revolucionarios, creaba el Movimiento de la Nueva Trova. Esos jóvenes empezaban a ser conocidos, y algunos, muy pocos, habían aparecido alguna vez en ese medio que sanciona la existencia o inexistencia de las cosas, que es la televisión. Silvio era un muchacho flaquito, uraño, que desafiaba la comprensión tradicional del espectáculo musical, con una presencia desenfadada y canciones “enredadas”, que obligaban a pensar (algo verdaderamente molesto para muchos). Yo tendría apenas 10 u 11 años cuando apareció en la televisión cubana, que por entonces contaba solo con dos canales y pocas horas de transmisión. Un primo del vecino era igualmente flaquito y tímido, y mi hermana determinó que se trataba del mismísimo Silvio. En vistas de que parecía “enamoradita” de ese falso Silvio, mi hermano y yo, ansiosos de construir una banda de música, recopilamos algunas cajas metálicas y cubos de agua, para convertirlas en una “batería”, y las hacíamos sonar en el balcón –el nuestro, contiguo al suyo–, mientras mal cantábamos “Ojalá”. Como solo nos sabíamos esa canción de su repertorio, proseguíamos con otras que probablemente Silvio, el verdadero, no hubiese aprobado, pero que estaban de moda.
Con los años fui conociendo esas canciones extrañas, con letras que parecían salirse del formato musical, y que interpelaban al amor, a la vida y a la Revolución. Silvio y Pablo, con estéticas muy personales, eran escénicamente inseparables, casi un dúo: donde cantaba uno, lo hacía a continuación el otro. Además de la amistad que los unía, y de la identidad de valores, quizás esas presentaciones conjuntas se debieran a la desconfianza de los promotores en la capacidad de convocatoria individual de cada uno. En mis años de adolescencia, sin llegar a ser un trovadicto, asistía a conciertos de la Nueva Trova, algunos en Casa de las Américas –centro entonces de confluencias de las vanguardias artísticas y políticas del continente–, otros en el anfiteatro del parque Almendares. No fue hasta que Silvio y Pablo empezaron a recorrer el continente, desbordando estadios, y revelando el profundo conocimiento que los latinoamericanos tenían de su obra, de alguna manera asumida también como la poesía y la poética (una ética y una estética) de la Revolución cubana, que la convocatoria de estos trovadores en su Patria se hizo multitudinaria.
En los setenta proliferaban grupos rockeros que interpretaban canciones “prohibidas” en las fiestas de los habaneros, y grupos de música latinoamericana, que nos traían las sonoridades indoamericanas y los conflictos sociales y políticos de la región. Los segundos, lamentablemente, desaparecieron con los años. Grupos emblemáticos como Moncada, sin abandonar la canción de autor, recorrieron otros caminos. Pero decir Nueva Trova para los cubanos de mi generación, es recordar también el golpe profundo en el alma que aquellas sonoridades revolucionarias, en todos los sentidos, nos dejaban, nos dejan, en la interpretación de Quilapayún o Inti Illimani, en la voz de Violeta Parra, Víctor Jara, Mercedes Sosa o Alí Primera, para citar solo algunos nombres. En México, algunos años después, en el hogar de los Híjar, conocí a Roberto Quezada, director del grupo salvadoreño Yolocamba Ita, y los escuché en vivo.
Pero vuelvo atrás, porque en la Escuela Lenin, donde estudié, teníamos un grupo literario, y la costumbre de visitar en sus casas, en días de pase, a escritores y artistas de renombre. Ya he hablado de mis visitas a la casa deMargaret Randall –su hijo Gregory estudiaba con nosotros y pertenecía al grupo–, donde encontré a escritores y artistas latinoamericanos que el tiempo luego consagró. Gregory y yo visitamos en al menos dos ocasiones al escritor cubano Félix Pita Rodríguez, un hombre fascinante. Recuerdo que le hice una larga entrevista “grabada”, que el casete no recogió. Él suponía (y yo, claro) que se grababan sus palabras, así que dijo cosas que entonces me parecieron muy importantes y que probablemente lo eran. Entre esas cosas que recuerdo hay una que viene al caso: Pita afirmaba en 1975 que el talento más trascendente de la Nueva Trova, el que “la posteridad” reconocería, no era el de Silvio ni el de Pablo, sino el de Noel Nicola. Aquella insistencia suya hizo que escuchara su música con más atención. Noel, sin embargo, no fue tan prolífico o quizás no tuvo la suerte de ser promovido como sus hermanos de aventura, a pesar de que fue un incansable promotor de la obra de los demás. Pude adquirir el álbum doble de homenaje a Noel que editó Silvio en 2007, después de su temprana muerte, en el que participaron importantes cantautores y músicos de Cuba, América latina y España. Su obra, breve, resplandece en la voz de sus contemporáneos. Poco tiempo antes de morir, por pura casualidad, Noel Nicola me dio botella en su carro destartalado. Como suele suceder en esos casos, solo me percaté de quién me llevaba, una vez que me senté a su lado. Le hice saber que lo reconocía, y que admiraba su obra. Los trovadores pertenecen a esa casta de seres que no buscan la fama o el dinero, aunque a veces los encuentren, y solo conservan su esencia creadora en la medida en que son fieles a sí mismos. Es el “secreto” de Silvio.
Evoco estos recuerdos, con la alegría de ser hoy amigo de los trovadores y trovadictos de otras generaciones. De que ayer, ese hombre multifacético que todos conocemos como Fidelito (Díaz Castro), recibiera el Premio de Honor Cubadisco 2012, por su trabajo de promoción –junto al Blado Zamora–, ahora en espacios como el Patio de la EGREM, cada miércoles, o el del Diablo Tun Tun, de la Casa de la Música de Playa, cada sábado, que él acertadamente ha bautizado como La Utopía. Espacios ambos, a los que asisto con frecuencia. Fidelito visita a sus amigos con la guitarra a cuestas, siempre dispuesto a disparar canciones, las de otros, y especialmente las de Silvio, más que las suyas, hasta el amanecer. Una tradición, la trovadoresca, la del compromiso con la canción, la de la canción comprometida, que no se extingue en Cuba.

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