Enrique Ubieta Gómez
Tiempo Argentino
La Calle del Medio
No sé cómo empezar estas líneas. No soy católico. Mi padre estudió en la escuela de La Salle, en La Habana de los años cuarenta del siglo pasado. Nos bautizó a sus cuatro hijos, dos de ellos nacidos en los '60; aquella experiencia de bachillerato, sin embargo, lejos de acercarlo a la Iglesia como institución, lo alejó. Decía que no necesitaba de intermediarios para hablar con Dios y que no confiaba en los curas. Cuando, muchos años después, visité Roma y, por supuesto, la Catedral de San Pedro, quedé convencido de que allí, entre tanto oro y mármol, bajo aquella bóveda descomunal que nos empequeñecía, no podía sentirse cómodo el Dios cristiano. Yo había estudiado filosofía marxista, y aunque no lograba ser, como algunos de mis amigos, absolutamente racional, predominaba en mí el afán racionalizador. En 1998 asistí al encuentro que el Papa Juan Pablo II sostuvo con la comunidad intelectual cubana en el Aula Magna de la Universidad de La Habana, en parte por curiosidad, en parte porque aquella visita parecía ser un desafío para la Revolución. Sus credenciales políticas situaban a Wojtyla en el ámbito de la sospecha: se decía que había sido el artífice del derrumbe del socialismo este europeo, y en especial del polaco. Algunos agoreros vaticinaban un suceso similar en la isla comunista; pero Cuba no era Polonia, la historia de su socialismo tenía otras fuentes y estaba Fidel.
En 1999, después del paso del huracán Mitch, me propusieron acompañar como periodista a los médicos cubanos en Centroamérica –recorrí con ellos Nicaragua, Honduras y Guatemala–, y antes de partir, le pedí, mitad en broma, mitad en serio, a la eminente intelectual y católica Fina García Marruz, con la que compartí varios años de trabajo en la divulgación y el estudio de la obra martiana, que rezara por mí. Ella me respondió: "lo importante no es que creas en Dios, sino que Dios crea en ti". Aquella frase iluminó otro camino, otra manera de relacionarme con el legado cristiano. En Centroamérica conocí a muchos católicos a los que considero mis hermanos. Recuerdo que el sacerdote Miguel D’Escoto, ex canciller sandinista, me dijo en una entrevista:
"Muchos de los más grandes santos del mundo han sido ateos. Esto puede parecer una idea novedosa, pero nuestro Señor es el primero que nos lo advierte. Cristo decía: para salvarte seguí el ejemplo de los santos ateos, de los que no andan haciendo gran alarde pero cumplen la voluntad del Padre, de los que saben extender una mano fraterna en momentos de gran dificultad. Eso es lo que vive Cuba, esa parábola tan importantísima y tan central en el Evangelio. Cuba, bajo la conducción de Fidel, está mucho más encaminada en esa dirección espiritual que otros países que se proclaman cristianos."
También tuve dudas y sospechas del Papa Francisco después de su elección. Pero reconozco que ha mantenido una sostenida coherencia entre sus palabras y sus actos, lo que merece respeto. Su visita a un país socialista (existe también la fe revolucionaria: "Tengo fe en el mejoramiento humano, en la vida futura, en la utilidad de la virtud, y en ti", le escribe José Martí a su hijo, es decir, a la nueva generación), de mayoría religiosa como Cuba, pero de minoría católica –si somos rigurosos en la definición–, pese al evidente sustrato católico de su cultura, tuvo esta vez un ingrediente afectivo adicional: el discurso y la conducta de Francisco, argentino, son mucho más cercanos en aspectos esenciales a las motivaciones y a los ideales fundacionales de una Revolución. Su conducta pública se asemeja a la de los líderes revolucionarios –sin que él lo sea–, cuando se acerca y se iguala al pueblo, a los más humildes y necesitados; y su activismo social no es confrontativo: ha jugado un papel importante, por ejemplo, en el restablecimiento de relaciones diplomáticas entre la socialista Cuba y su archienemigo histórico, el imperialismo norteamericano. Ninguno de los dos países renunciaba para ello a lo que era.
Aunque no asistí a ninguna, seguí sus misas y declaraciones en vivo por televisión. La primera, en la Plaza más importante del país, estableció pautas: "No nos olvidemos de la Buena Nueva de hoy: la importancia de un pueblo, de una nación; la importancia de una persona siempre se basa en cómo sirve la fragilidad de sus hermanos. En eso encontramos uno de los frutos de una verdadera humanidad", dijo al finalizar su Homilía. Servir, no servirse, no excluir a los otros para beneficiar a los tuyos, servir a los más frágiles del hogar, de la sociedad. Pensé en los médicos y enfermeros cubanos, que no "evangelizan" a las comunidades que atienden, pero revolucionan con su actitud la conducta de la medicina que "sirve para servirse". Ellos son solidarios porque son revolucionarios, porque el fundamento de una sociedad revolucionaria ideal, es la solidaridad; curan sin distinción a ricos y a pobres, a amigos y enemigos, a comunistas y a neoliberales.
Francisco empleó palabras conocidas y defendidas por los cubanos. También podría suponerse que las recolocaba en un contexto no revolucionario, pero esa impresión puede obstruir la comprensión de que cualquier acto auténtico de servicio (de toma de partido por; "con los pobres de la Tierra quiero yo mi suerte echar", escribía Martí) a los humildes, a la justicia social, debe ser bienvenido. Claro que en Cuba hay oportunistas y corruptos, pero el ideal social los repudia. "Ser cristiano entraña servir la dignidad de sus hermanos –dijo Francisco–, luchar por la dignidad de sus hermanos y vivir para la dignidad de sus hermanos." José Martí había declarado: "yo quiero que la ley primera de nuestra república sea el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre", frase que preside nuestra Constitución.
En su Homilía de La Habana Francisco expuso una idea fundamental: "el servicio siempre mira el rostro del hermano, toca su carne, siente su projimidad y hasta en algunos casos la «padece» y busca su promoción. Por eso nunca el servicio es ideológico, ya que no se sirve a ideas, sino que se sirve a las personas". Martí, cristiano y revolucionario, había dicho también: "En la mejilla ha de sentir todo hombre verdadero el golpe que reciba cualquier mejilla de hombre", idea que después repetiría el Che Guevara. La segunda parte de la frase fue enarbolada por una prensa que esperaba ansiosa en sus palabras la descalificación del ideal socialista. Mala interpretación.
No se es revolucionario porque se sea marxista, sino porque se sirve a los pobres, a los humildes, a los frágiles; el marxismo en todo caso es un instrumento para ese servicio, y si en algún momento la teoría falla, si las ideas se revelan incompletas o el mundo se mueve de lugar, la prioridad sigue siendo salvar, amar, defender a los más necesitados, a los humildes, a los frágiles, a las personas concretas. Los que se avergonzaron en los noventa de haber sido revolucionarios, nunca lo fueron: se desplomó una manera de entender la doctrina, pero los pobres, los frágiles, aún esperaban, esperan por nosotros. La construcción de una sociedad que visibilice y proteja a estos, no es simplemente el resultado de una actitud personal de cada ciudadano; necesita de un Estado revolucionario que acoja esos principios o ideales (y aquí se revela, pese a todo, la importancia de los ideales). Casi al finalizar su reflexión, Francisco sacudió a muchos cuando le dijo a los cubanos:
"(…) un pueblo que tiene heridas, como todo pueblo, pero que sabe estar con los brazos abiertos, que marcha con esperanza, porque su vocación es de grandeza. Hoy los invito a que cuiden esa vocación, a que cuiden estos dones que Dios les ha regalado, pero especialmente quiero invitarlos a que cuiden y sirvan, de modo especial, la fragilidad de sus hermanos. No los descuiden por proyectos que puedan resultar seductores, pero que se desentienden del rostro del que está a su lado."
¿Cuáles son esos proyectos seductores que se desentienden del prójimo? La respuesta, quizás, habría que buscarla en su discurso ante al Congreso norteamericano. Pero ahora mismo, mientras escribo estas líneas, 50 mil trabajadores de la salud prestan servicios, curan y consuelan a los frágiles, en 66 países del mundo; no hablan de asuntos políticos o ideológicos, respetan las tradiciones y las leyes del lugar donde actúan, aunque sus actos demuestran que los problemas sociales tienen solución si existe voluntad política. No necesitan hablar de política, la ejercen cuando van a los lugares mas intrincados y salvan vidas sin preguntar por la chequera del paciente. Hace unos pocos meses estuve nuevamente con ellos en Liberia, Sierra Leona y Guinea, los tres países de África Occidental afectados por la epidemia del ébola. Dos cubanos murieron de paludismo. Uno enfermó de ébola, pero se salvó. Ahora escribo un libro que recoge esa experiencia maravillosa de servicio al prójimo, a riesgo de la vida propia. Es lo que nos enseñó la Revolución. Y Francisco nos lo recordó en La Habana.
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